El planteamiento del estudio, dirigido en principio a un público occidental, se centra en la Revelación de Muhammad como una experiencia “chamánica”, y aquí es seguramente donde más controversia y polémica suscita el libro, tanto en ámbitos musulmanes como no musulmanes. El hecho es que si nos liberamos de la carga y connotaciones de ciertas palabras hoy en día y se parte de un análisis fenomenológico de las experiencias originarias, es completamente admisible la tesis.
Como dice Abdelmumin Aya, “el concepto ‘chamanismo’ se ha tomado aquí en su sentido amplio”, ya que “los musulmanes procedentes de un ámbito tradicional identifican chamanismo con brujería y los musulmanes conversos relacionan erróneamente chamanismo con el uso de psicotrópicos”. El chamán aquí no es más que el “hombre-medicina”, “el que sabe”, “el que experimenta la existencia hasta el fondo”, “el que organiza míticamente su pequeña sociedad tradicional”. Como resalta también el autor, según este ‘modus operandi’, todos los profetas bíblicos, incluido Jesús, podrían englobarse en esta categoría, si bien la diferencia estriba en que un Profeta no es cualquier chamán sino un chamán con una misión divina y universal.
Siguiendo los trabajos al respecto de Mircea Eliade, Abdelmumin Aya hace un interesante recorrido comparativo de las distintas experiencias “sobrenaturales” que acaecieron a Muhammad, según fuentes fidedignas, evidenciando innegables paralelismos chamánicos: visita de un mensajero alado, la apertura de pecho y descuartizamiento siendo testigo presencial, visiones de luz interior, dolores de cabeza, fiebres, convulsiones, cueva como lugar de encuentro, revelaciones en sueño, “calor místico” durante el trance, experiencia de “destrucción del mundo”, conexión con el mundo de los muertos, ascenso celeste en cabalgadura alada, descenso a los infiernos, el árbol del centro del mundo, descripción de regiones beatíficas, etc.
Es interesante y no siempre resaltado el mundo “mágico” en el que vivía Muhammad, la especial relación que tenía con las cosas materiales, a las que ponía nombres (animales, prendas, espadas) e incluso dialogaba (con las montañas, palmeras, camellos), muestras de una extraordinaria hipersensiblidad espiritual con su entorno. Como explica el autor según narran algunos hadices, “el Profeta creía en los exorcismos (que llegó a practicar) y las posesiones demoníacas, en la verdad de los sueños y en el poder de las maldiciones; convocaba a la lluvia y sabía la razón de los vientos”. Su visión alcanzaba las regiones de lo no-visto: percibía a los ángeles (malaika) y los genios (yinns), que llegó a clasificar según naturaleza benéfica o maléfica. Por ejemplo se sabe que “el Profeta se escabullía para encontrarse con un grupo de genios a los que enseñaba el Corán” y “escuchaba el crujir de los cielos por la presencia multitudinaria de los ángeles”.
Uno de los temas polémicos que se desarrollan es el de la originalidad del Viaje Nocturno. Sin entrar en la evidencia que atestiguan los hadices de que dicho viaje no fue en cuerpo, el autor expone los paralelismos que presenta dicha experiencia con otros profetas como Ezequiel, Jacob, Elías, Henoch, Zoroastro, cosa que no invalida la autenticidad de la Revelación y veracidad del Profeta, al margen de que conociera o no estas historias. También se mencionan aspectos pendientes de investigación como las técnicas de ascenso celeste que usaban los “iluminados de la Merkaba” en los siglos II al VII y su posible conocimiento por el Profeta, por las asombrosas similitudes en las descripciones celestiales hasta el Trono y el último Velo divino.
En otro orden de cosas, los capítulos finales del libro tratan, a modo de conclusión, sobre asuntos más espinosos, como las posibles vías de iniciación del Profeta y la transmisión de su baraka.
Se rasaltan diversas hipótesis desde distintos ángulos: desde las más admisibles de acuerdo a la función providencial y profética misma, como que la iniciación fue efectivamente operada por la intermediación espiritual de Yibril, o que fue en el Viaje Nocturno donde recibió la iniciación de los profetas del tronco semita; hasta las más polémicas como la posible influencia de Waraqa al principio (el hanif conocedor de las Escrituras que lo reconoció como Profeta), ya que tras su muerte la Revelación cesó súbitamente durante dos años, o la posible influencia de los kahana (vulgarmente conocidos como adivinos). El hecho es que el kahin, al que un yin le revelaba secretos pero que evidentemente acabó corrompiéndose, parece ser que se vinculaba con la casta sacerdotal judía de los cohen, descendientes de Aarón, y que existían en la región por entonces pero arabizados. Muhammad tenía muchos rasgos en común con los kahana, tanto física como psicológicamente, incluso en los efectos que le producía la Revelación y algunas fórmulas que se usan en el Corán, aunque él mismo los despreciaba y temió tanto al principio haberse vuelto uno de ellos que intentó suicidarse.
El autor no se pronuncia respecto a esta última hipótesis, que no tiene por qué contradecir el sentido profético y destructor de idolatrías del mensaje muhammadiano. Además cita en palabras de Cansinos Assens que “nos consta de modo relativamente serio que Muhammad tenía amistad con rabinos y hasta magos (zoroastrianos)”.
En cuanto al asunto de la posterior transmisión espiritual, el autor reconoce que no hay constancia de cómo se produjo aunque, tal y como se expresa en los ámbitos chiis y sufis, parece muy clara con respecto a ‘Ali, y no se sabe nada respecto a otros compañeros.
Pero Abdelmumin Aya también expone en relación a este asunto puntos de vista propios como “es como si, después de Muhammad, el chamanismo perteneciera al mundo de cualquiera, como si se hubiera acabado con la experiencia del hombre excepcional y ahora todo estuviera al alcance del más sencillo de los hombres”, “querer imitar a Muhammad es llegar a ser Muhammad”, “el carácter de Sello de los profetas de Muhammad tiene que ver con esta ‘democratización’ de la experiencia chamánica”, “a partir de él todos podemos ser Muhammad”. Y todo ello reinterpretando el hadiz siguiente: “la salat es el miraj (Ascenso Celeste) del hombre corriente”.
También es significativo resaltar párrafos como el siguiente: “la experiencia brutal de desaparición de los límites individuales de las cosas, no pertenece a la experiencia de Muhammad, sino a la de místicos musulmanes posteriores. El tauhid de Muhammad no es la fusión del individuo con el Todo que quisieran los sufíes imbuidos de mística cristiana. Es más bien la sensación compasiva de que cualquier criatura tiene la oportunidad de sentir a toda otra criatura. Por eso, lo primero que hace Muhammad después de la waqi’a (sensación del Fin del Mundo) es comenzar a construir una comunidad humana.” Convendría aquí redefinir y plantearnos varias cosas, por ejemplo si no podríamos llamar también “imbuida de mística cristiana” a esta “sensación compasiva hacia toda criatura” del Profeta, o si trascendió o no su individualidad en el Viaje Nocturno cuando se narra que “contempló lo que contempló y oyó lo que oyó. Fue testigo del estado de Proximidad Suprema… llegó al estado de Unión”. ¿Y qué saturación de cristianismo tiene un sufí auténtico que precisamente se define, según el modelo muhammadiano, por gozar de la intimidad y proximidad de Allah (wilaya)?
Concluye Abdelmumin: “no hay en Muhammad, hasta que no se demuestre lo contrario, nada parecido a esa identificación del individuo con el cosmos”. Pero, ¿no es menos cierto que su fusión, lejos de ser un panteísmo, se plasma en la Revelación coránica misma como microcosmos símbolo de todo cosmos, como plasmación terrenal y humana del Libro celestial de la creación, con todos sus signos (ayas) y misterios?
De todas formas, es importante, como dice el autor, no olvidarse de Muhammad mismo, en su lugar apropiado, desenmascarando las tergiversaciones y desmitificándolo, precisamente porque “no podemos ser musulmanes de media shahada, musulmanes que sólo hablen de Allah”. De acuerdo con el autor en que “las visiónes de Muhammad no pueden ser materia de dogma”, como ha sucedido por ejemplo en la institucionalización del cristianismo, aunque cabría discutirle afirmaciones más polémicas como la siguiente: “si se nos sustrae a Muhammad como lo que fue, se nos obliga a sustituir la experiencia que Muhammad tiene de la existencia por una espiritualidad de amor al Ser Supremo –amor a una entelequia-.”
Es cierto que es importante un estudio serio y fidedigno de la vivencia misma del Profeta, sin proyectar elementos ajenos a su entorno que lo desvirtúen, tal y como dice el autor: “No podemos llegar a Muhammad desde otra tradición que la suya. No se encuentra en el Islam griego de los filósofos de la falasafa o el kalam, ni en el Islam persa de los ishraquies, ni en el Islam cristiano de los sufies, ni en el Islam wahabbi al gusto de los intereses colonialistas”; “para hacer de Muhammad el Hombre Universal que es hay que situarse en el desierto de la Arabia del siglo VII”. Pero aquí nuevamente habría que debatir qué entiende el autor por “Islam cristiano de los sufíes”. Respecto a la necesidad de adentrarnos en el mundo cotidiano del Profeta, depurándolo de todo anacronismo, es cierto que nos ayudaría a entender más su naturaleza humana, excepcional por lo demás, y a perfeccionar el modelo a seguir, pero por sí sólo no nos permitiría acceder a la interioridad misma de Muhammad, a la haqiqa muhammadiana, sino que sólo nos sugeriría posibles aspectos espirituales inducidos de su exterioridad. Tal vez sería más provechoso centrarse en la exégesis esotérica del Corán, pues como Muhammad mismo dijo: “Quien realmente quiera conocerme que lea el Corán”.
Como conclusión a la obra, Abdelmumin nos desvela, por fin, el Secreto de Muhammad: “su transpariencia, su sinceridad, su falta de pretensión. El secreto de Muhammad es que no tenía secretos”. Es cierto, el secreto de Muhammad hombre era este, pero el secreto de Muhammad rasul Allah no puede estar en otro sitio más que en la Revelación.
Para acabar este libro extraordinario por su enfoque, así como muy recomendable por su propuesta y su documentación, el autor recopila tres interesantes apéndices de hadices: el primero una semblanza de Muhammad, con descripciones tanto físicas como espirituales que nos han llegado; el segundo testimonios que describen la forma que tenía de producirse la Revelación, no tan simplificada como solemos imaginarnos; y finalmente una narración literaria del Viaje Nocturno muy completa y llena de simbolismo.