Siempre desde una hermenéutica akbariana centrada en la noción de Derecho Sagrado, comienza Gilis este pequeño libro con unas consideraciones sobre la Ley Universal: “ante la incapacidad de los Occidentales para comprender lo que es el Derecho divino y admitir su legitimidad, (…) la noción más adecuada para hacer comprender lo que es verdaderamente el Derecho sagrado, es la de “alianza”; El hombre fue creado para Dios, es decir, iniciáticamente, para que pueda conocer-Le y el Altísimo es el único verdadero detentador del Derecho. Es Él quien determina la Ley universal y quien fija los términos de las alianzas.” Prosigue el autor exponiendo dicha Ley como el Sanatana Dharma hindú y el Din al Islam musulmán, “Religión esencial de la que los profetas y enviados divinos tienen como misión adaptar a las sucesivas fases y a las modalidades particulares del ciclo humano”, dando lugar a “diversas formas tradicionales, como adaptaciones de esta Ley primordial”.
Si bien el judaísmo está regido por la Ley de Moisés y el Islam por la Ley de Muhammad, el cristianismo se presenta como una excepción, pues no tiene una ley sagrada que le sea propia, al haberse constituido por el abandono de la ley mosaica. Respecto a esta singularidad cristiana Gilis explica: “Hay en ello un estatuto de excepción que reposa sobre la idea de que la espiritualidad es un “superación de la ley”. Además, ese estatuto es interpretado unilateralmente como la señal de una superioridad, cuando en realidad representa una modalidad particular y una adaptación a un mundo en perdición (que prefigura el nuestro) en el que, según René Guénon, las tradiciones “existentes hasta entonces, y especialmente la greco-romana que se había hecho predominante, habían llegado a una extrema degeneración”.