Mundo Tradicional es una publicación dedicada al estudio de la espiritualidad de Oriente y de Occidente, especialmente de algunas de sus formas tradicionales, destacando la importancia de su mensaje y su plena actualidad a la hora de orientarse cabalmente dentro del confuso ámbito de las corrientes y modas del pensamiento moderno, tan extrañas al verdadero espíritu humano.

sábado, 17 de diciembre de 2016

DIFICULTADES DEL ACERCAMIENTO A LA NO-DUALIDAD, por Georges Vallin

Georges Vallin (1921 – 1983) Francia.  Fue profesor de filosofía y de metafísica (Lyon).  Sanscritista y Maestro de conferencias (Nancy) y uno de los primeros en tocar la metafísica no-dual con rigor y nitidez. Quizá es el primer “guenoniano” que en el ámbito académico expone una nueva visión de la espiritualidad tradicional desde el ángulo del hinduismo advaita, especialmente del Vedanta, señalando de paso los grandes inconvenientes del pensar dual occidental y su modo de procesar mentalmente la espiritualidad y la realidad.

En La Perspective métaphysique (Presses Universitaires, 1959), hemos procurado mostrar que los modelos teóricos de tipo metafísico, cosmológico, antropológico o espiritual que nos ofrecen las grandes tradiciones de Oriente (Advaïta-Vedanta, Budismo Mahâyana, Taoísmo) permiten al pensador occidental capaz de entenderlas, observar con una mirada nueva y crítica a la mayoría de grandes modelos teóricos elaborados por la filosofía o la teología de Occidente. Y creemos que la verdadera “revolución copernicana” de la filosofía que pondría fin a nuestro imperialismo cultural y a nuestro provincianismo metafísico, correspondería al estallido de nuestros familiares modelos teóricos y a su integración en las perspectivas, a la vez más amplias y más profundas, que se expresan en las grandes doctrinas orientales de la No-dualidad, y particularmente en el Advaïta-Vedanta del Hinduísmo.

El carácter fundamental de los modelos teóricos que nos ofrecen las diversas formulaciones del No-dualismo oriental consiste en la afirmación simultánea y paradójica de la Trascendencia radical del Absoluto y de su inmanencia integral en el mundo o en la manifestación. Esta trascendencia a la vez radical e integradora del Absoluto nos parece que constituye la expresión más auténtica y más acabada de lo que Nietzsche llamaba “la afirmación originaria”, situándose más allá del “nihilismo” y de la fuga hacia los “tras-mundos”, pero de la que la propia filosofía de Nietzsche no nos da más que una expresión mutilada.

El Absoluto tal como lo describen los grandes textos del Taoísmo o del Advaîta-Vedanta corresponde a un modelo teórico de una importancia excepcional: lo Divino pluridimensional por oposición al Dios unidimensional de nuestro monoteísmo tradicional. La afirmación del “Divino” se muestra aquí solidario de una integración de todas las formas de la finitud y de una superación de los cortes ontológicos análogos a los que separan Dios y las criaturas en el monoteísmo creacionista. Es de señalar que esta integración está ligada a la afirmación de una dimensión femenina y cósmica de lo “Divino” (Dios “andrógino”  y no sólo macho y padre). Esta forma de lo divino ha sido sin duda atestiguado y experimentado por más de un místico de las tres grandes tradiciones monoteístas, pero a título de excepción o de herejía condenadas al secreto o a la excomunión. Es en el marco de la mentalidad oriental que las implicaciones de estos modelos teóricos podían expresarse con la mayor amplitud  y vigor, en razón del carácter más contemplativo que activo de esta mentalidad.

Todas las formas del pensamiento tradicional (en el sentido que René Guénon da a este término) reconocen, tanto en Occidente como en Oriente, la primacía de la contemplación sobre la acción, como se ve en un Platón, en un Aristóteles o en un santo Tomás de Aquino. Pero en Occidente la contemplación, generalmente centrada en el amor y la persona, no alcanza más que de forma excepcional sus modalidades últimas y radicales, a causa de una inhibición o de un bloqueo que nos parece ligado a la creencia infranqueable en la realidad del ego y de las formas individuales.

La contemplación occidental parece siempre depender de la afirmación de la realidad del ego en función de la cual el propio objeto de la contemplación es descubierto. Pero, en las formas más características de la espiritualidad o de la metafísica orientales, esta inhibición desaparece, y la contemplación, no crispada sobre la realidad de un ego que ella trasciende e integra simultáneamente, alcanza sus últimas posibilidades con la realización de la identificación del ser individual con el Absoluto transpersonal (1). Se trata aquí de un “éntasis”, como dice Mircea Eliade a propósito del samâhdi yóguico, más que de un “éxtasis”, y que está ligado a un poder de concentración psíquico y mental y a técnicas muy elaboradas para desarrollar este poder (el estallido del ego hacia lo Universal). El cuerpo y el mundo no son rechazados o excluídos, sino integrados en la plenitud de su verdad ontológica.

Esta afirmación espiritual, que nos parece corresponder a un espíritu de afirmación (2), excluyendo toda forma de negación, y que se expresa como un estallido en los representantes orientales de lo que hemos llamado “la perspectiva metafísica, supera el espíritu de alternativa que domina la espiritualidad occidental: el alma no es afirmada contra la carne, ni Dios contra el mundo. La afirmación integral de la trascendencia del Absoluto es simultáneamente afirmación integradora de la finitud o de lo “relativo”.

Esta contemplatividad, que se funda en el descentramiento del hombre en relación al ego, se expresa en una actitud espiritual “gnoseológica”, desembocando en modalidades a la vez “existenciales” y “objetivas” del conocer – como en el jnàna-mârga vedántico – y de la que Platón, con su doctrina de la Inteligencia intuitiva (noesis) constituyendo la forma más elevada de la Ciencia (episteme), nos proporciona un notable ejemplo. Esta actitud es en un sentido más “filosófica” que “mística”, o mejor dicho, va más allá de esta oposición familiar a Occidente. Henry Corbin ha mostrado en sus recientes obras (3) cómo la noción de Oriente se relaciona, en ciertos filósofos iranís, como Sohrawardî, con el conocimiento considerado como “conocimiento presencial, unitivo, intuitivo, de una esencia en su singularidad ontológica absolutamente verdadera”, de manera que esta noción de Oriente no posee únicamente un significado geográfico sino espiritual: el Oriente corresponde a la salida del sol del conocimiento original e integral que el hombre contemplativo de Oriente o de Occidente puede experimentar, pero que la mentalidad oriental es naturalmente más apta a experimentar que la nuestra.

Por oposición a esta mentalidad oriental, la del hombre occidental – en el sentido al tiempo geográfico y espiritual -, parece centrada en la acción transformadora de lo real más que sobre la contemplación, fundada sobre el querer y no sobre el conocimiento, y profundamente tributaria de la creencia en la realidad del ego y de la individualidad en general.

Pero la verdad última del ego, como señala el existencialismo sartriano, en la nada o la negación al estado puro, que fragmenta y limita lo real y obstaculiza la manifestación de las dimensiones últimas y fundamentales del Ser. Desde esta óptica, es el hombre occidental en general quien corresponde a lo que Nietzsche denomina la “decadencia”. Y el nihilismo denunciado por este último en el platonismo, el cristianismo y el advenimiento de los tiempos modernos se reencuentra, en nuestra opinión, en todo el pensamiento occidental anti-platónico, tradicional o moderno, fundado en la primacía del ego y del querer que se encuentran tanto en el monoteísmo creacionista como en el existencialismo ateo.

Tomando consciencia de la divergencia que existe entre estas dos formas de mentalidad, es posible delimitar las dificultades con las que choca el hombre de Occidente (incluyendo los Orientales occidentalizados) cuando se confrontan a los modelos teóricos que acabamos de mencionar. Estas dificultades están basadas en un imperialismo cultural que creemos profundamente ligado a la esencia misma de la mentalidad occidental, es decir a su fundamental crispación sobre la realidad del ego y sobre las categorías ontológicas y antropológicas que ella implica. Una de las tareas que corresponde al buscador occidental deseoso de conocer las doctrinas de la No-dualidad, es hacer inventario de los errores de interpretación que le amenazan en este acercamiento.

Los modelos teóricos fundamentales que caracterizan lo que hemos propuesto denominar “la perspectiva metafísica” dan lugar a una serie de confusiones y errores que no basta con señalar o denunciar, sino que hay que tratar de encontrar su razón. La trascendencia radical e integradora del Absoluto transpersonal – que está ligado a las técnicas de la formulación de la teología negativa – es objeto de un contrasentido clásico que aparece con la mayor claridad en la interpretación schopenhauriana según la cual el Nirvana búdico equivaldría a la “nada” y estaría ligado a una visión del mundo fundamentalmente “pesimista”. Pero el Nirvana corresponde de hecho, como el Atman vedántico del que es un equivalente, a una plenitud ontológica absoluto que no puede ser enfocada adecuadamente más que mediante negaciones, y a la que el hombre puede acceder por un camino a la vez “gnoseológico” y “ascético”. Y si es verdad que la existencia es sufrimiento para el Budismo, - y de ahí la acusación de pesimismo -, hay que recordar que la “existencia” se relaciona con el ego del que el Budismo, más de dos mil años antes de los modernos “filósofos de la sospecha”, ha denunciado las ilusiones que le dan vida y lo constituyen.

Está claro que el pensador que esté indefectiblemente orientado a creer en la realidad del ego no puede concebir más que una sola forma de negación, la que corresponde a su destrucción, y no a su transmutación. El Nirvana (que corresponde a la extinción del querer o de la “sed” (trsnâ) constitutiva del ego se plantea naturalmente como nada para una mentalidad condenada a confundir el Sobre-ser constitutivo del Absoluto suprapersonal, y la nada que es exactamente su opuesto. Allí donde el Hindú habla de tres cuartos de Brahma (Absoluto suprapersonal), estando el otro cuarto constituido por lo que nosotros llamamos Dios  y el mundo, el Occidental no verá más que el vacío y la nada, al igual que Aristóteles no veía más que el “vacío” en las ideas platónicas y en la misteriosa trascendencia del “Bien”. Cuando el Occidental afirma Dios, siempre es a partir de su invencible idolatría del ego, de su “egolatría”. Más allá del Individuo supremo no puede haber, para él, más que la “nada”. Pero es en función de la plenitud de esta pretendida “nada” que se ordena la encaminamiento más característico de las metafísicas orientales, el surgimiento progresivo del conocimiento esencial apoyado en las técnicas de concentración psico-mentales y de transmutación ontológica del ego.

Es esta misma imposibilidad de pensar en una superación del reino del ego la que inspira, especialmente en los teólogos cristianos, una crítica de la pretendida confusión entre el orden del ego y el del “Divino”, y respecto de las actitudes espirituales que implicaría una tal confusión. El teólogo hablará de panteísmo cuando está en presencia de la inmanencia integral del Absoluto en lo manifestado, que encontramos en los Upanishads, queriendo señalar con ello una reducción de lo divino a la realidad del mundo, cuando de hecho la Transcendencia del Divino no está aquí para nada puesta en cuestión; de hecho la inmanencia integral del Absoluto en lo manifestado, es una expresión de su Transcendencia integral o integradora. ¿Por qué este contrasentido? Porque la única identificación efectiva que puede concebir sin problema nuestra egolatría occidental, es la reducción del Absoluto a lo manifestado, o de Dios al mundo (como en los Estoicos o en Hegel). Es pues natural y casi inevitable que el Occidental hable de “naturalismo” cuando se trata en realidad de una auténtica transcendencia del Divino en relación a la “Naturaleza” tal como tenemos costumbre de concebirla, es decir en función de la realidad de las formas individuales. Cuando el Vedanta shankariano afirma la identidad entre Atma (el Sí mismo o Absoluto transpersonal) y jivâtma (el alma individual), la realización a la que tiende concierne a la transmutación de lo individual en lo Supraindividual o lo Transpersonal. Pero el pensador occidental que no concibe más que la posibilidad de una reducción a lo individual y no a la de una ascensión transmutadora hacia lo Universal, hablará de orgullo o de prometeísmo a propósito de esta identificación entre lo humano y lo Divino, cuando el orientarse a esta identificación corresponde de hecho a una humildad fundamental, radical, objetiva y no pasional (4), a una extinción transmutadora y no a una exaltación prometeica del ego.

Este contrasentido puede, por otra parte, parecer perfectamente legítimo en el contexto cultural y espiritual del Occidente monoteísta. El ejemplo del Maestro Eckhart nos parece significativo. Cuando el papa Juan XXII condenó los pronunciamientos heréticos del místico turingio , nos parece legítimo y natural afirmar que en el marco del monoteísmo judeocristiano las audacias espirituales y metafísicas de Eckhart –que corresponden a un descubrimiento casi “salvaje” de lo Transpersonal-, no podían ser interpretadas como signos de una exaltación prometeica del hombre, y en consecuencia, como una puesta en cuestión condenable de las formas corrientes de la fe monoteísta. Basta para convencerse pensar en la entusiasta acogida del joven Hegel a la afirmación de Eckhart: “El ojo con el que me veo y el ojo con el que Dios se ve son un mismo y único ojo”. El panteísmo humanista y prometeico de Hegel proviene de un contrasentido en cierta manera natural y necesario sobre la audaz y sutil identificación planteada por Eckhart. De ahí la muy legítima prudencia de los teólogos que condenan formulaciones de este tipo, cometiendo el mismo contrasentido que Hegel, en razón de los postulados que dominan la ideología occidental, tanto la tradicional como la moderna.

Los contrasentidos que suscita el yoga son igualmente muy significativos. Muchos Occidentales han sido atraídos por el yoga en razón de las posibilidades de desarrollo del poderío del ego que, desde su visión, comporta – por oposición a la aparente debilidad del querer que, desde una óptica nietzscheana, les parece, falsamente, que implica el Cristianismo. El Occidental anticristiano atraído por el yoga ve su contrasentido redoblado y confirmado por el del teólogo que reprochará al yoga el exaltar la autonomía y el poderío del hombre, ignorar la gracia divina, etc. El teólogo hará el mismo reproche a los representantes más característicos de la mística llamada especulativa (Shankara, Nagarjuna, Eckhart, etc.), igual que a los modelos teóricos a los que se refieren sus doctrinas (identidad esencial del yo y del Sí mismo, técnicas yóguicas) y que excluirían la “gracia” favoreciendo el orgullo del hombre.

Este reproche es natural, incluso necesario y legítimo, aunque injusto y absurdo, pues el yoga tal como lo describen los sûtras de Patanjali no es para nada una exaltación de la voluntad del poderío del hombre. Es, al contrario, una técnica espiritual, metódica y coherente, del despertar y desarrollo de una dimensión o de una energía “supra humana” o “sobrenatural” que no está situada más allá de un ego al que se hubiera previamente aprisionado dentro de sus límites, sino que está planteada como constituyendo la dimensión íntima, fundamental y última o la “verdad” misma del ego, más allá de los límites ilusorios que las técnicas del yoga tienen precisamente como fin sobrepasar mediante un movimiento de trascendencia integradora. Lo “sobrenatural” es vivido aquí como infinitamente más íntimo al yo que el propio ego – dando la plenitud de su sentido a la fórmula agustiniana. Y el Absoluto transpersonal que aquí se ve como el fin último de la realización espiritual puede entonces decirse presente, a la vez detrás y en la apariencia constitutiva de las limitaciones del ego, de una manera “naturalmente sobrenatural” o “sobrenaturalmente natural” – utilizando una fórmula de F. Schuon.

Sin duda no hay aquí, como en el caso de los místicos “no heterodoxos” del cristianismo –como san Juan de la Cruz-, salida extática fuera del ego ni irrupción fulminante de un “sobrenatural” puesto en una exterioridad infranqueable en relación a la realidad del yo. Pero si el ego no tiene aquí que salir de sí mismo, es que nunca ha verdaderamente entrado. El método espiritual del yoga presupone un yo que no es prisionero de sus limitaciones ontológicas. De esta manera la realización progresiva de la identificación del ego con la Transpersonalidad del Absoluto, que evita las famosas “noches” de un san Juan de la Cruz, con su angustia que es como el tributo pagado a la invencible creencia en la realidad del ego, nos parece corresponder a una forma ejemplar de humildad y de presencia auténtica en (o de lo) “sobrenatural”.

No es difícil imaginar otros errores e injusticias que pueden resultar de la proyección de nuestras propias estructuras mentales y nuestras categorías sobre modelos teóricos o prácticas del tipo de las que acabamos de examinar, cuando por ejemplo aplicamos a las doctrinas orientales los términos del misticismo, de la filosofía, del idealismo, etc., por ejemplo en función de los postulados arraigados en la inveterada “egolatría” de nuestra cultura occidental.

(Revue Être, nº 1. 1974, 2 ͤanné)

Traducción del francés al castellano: Arturo Pouza.               
                           
NOTAS:

1 - Según la afortunada fórmula que utiliza O. Lacombe a propósito del Atman-Brahman del Vedanta no-dualista.
2 - Como el de que Nietzsche sentía nostalgia.
3 - Especialmente “En islam iranien” (Gallimard).
4 - Cf. F. Schuon, Perspectives spirituelles et faits humains (Cahiers du Sud), pp. 253 sq.