De la web amiga: Cultura Transversal, de la que hay enlace en nuestro sitio, presentamos una incisiva reflexión del Sr. Esaúl R. Álvarez sobre un tema ahora mismo candente: el turismo de masas. Creemos que nadie podría haberlo tocado mejor y con más acierto, poniendo en evidencia las verdaderas causas de este desmedido empeño en desplazarse, agitarse y consumir, aprovechado como motor económico sin medida para bien de comerciantes, hoteles y agencias de viaje pero para mal de ciudadanos nativos, torturados y acosados por este fenómeno.
Poco a poco el turismo de masas se ha ido convirtiendo en un fenómeno universal cuya fetidez alcanza la práctica totalidad de la superficie del orbe. Pueblos enteros ven alterada su forma de vida y corrompida su cultura por este neocolonialismo que emplea billetes -el ídolo Mammón- en lugar de fusiles. Un colonialismo suave -como corresponde a la postmodernidad- al que todos los pueblos se pliegan sin oponer resistencia: su cultura y tradiciones son transformadas en mercancía destinada a agradar a extravagantes y curiosos, y lo que antes fuera su espacio vital es convertido en un grotesco parque temático que recuerda demasiado a menudo los poblados de los decorados cinematográficos.
El turista por su parte es a la vez víctima y verdugo. Corrompido y vaciado por el nihilismo y la acedia de su propia sociedad viaja a lugares cada vez más lejanos y exóticos buscando una autenticidad que destruya aún antes de encontrar, llevando consigo y contagiando a todos de lo peor de su modernidad corrompiendo y vaciando a los otros, sirviendo así de eslabón en una cadena sin fin. La economización de la vida y el culto idolátrico al dinero se imponen como únicos valores en este multicultural Fin de la Historia. A veces incluso el occidental quiere ocultar su culpa con una gruesa capa de sentimentalismo o “solidaridad”, síntomas también marcadamente postmodernos.
El fenómeno turístico es en definitiva un himno a lo inauténtico, a lo artificial, al poder del dinero, a la ‘democratización’ y vulgarización de los gustos y las costumbres, a la vida vivida y celebrada como simulacro (Baudrillard). El fenómeno turístico supone la metástasis final de la postmodernidad y sus miserias a la vez que un diáfano ‘signo de los tiempos’ de este final de ciclo habitado por el pusilánime Homo festivus (P. Muray).
Por su parte el turista como tal supone la extensión del modelo de ‘espectador’ a todos los ámbitos de la vida, espectadores que transitan por las calles de ciudades de todo el mundo al modo de la santa compaña de antaño pero en versión hortera. Un modo de ver el mundo que supone una cosificación de la realidad, de las gentes y las culturas, así como del paisaje y la naturaleza. A través de conductas como esta, es el mundo entero el que pasa a ser concebido como un espectáculo, espectáculo puesto ahí para el exclusivo disfrute del individuo moderno y cosmopolita, que exige su ‘derecho’ a la evasión y la centrifugación.
Además, en el hemisferio occidental es raro encontrar a alguien capaz de resistir esta fiebre viajera de las últimas décadas. El ciudadano occidental se siente impelido por su sociedad y por sus iguales a abandonarse a esta centrifugación compulsiva, en parte como extensión de una forma de vida en que detenerse ya no es una opción, en parte como demostración de estatus. Por ello la oferta turística abarca toda la variedad de estatus y ‘modos de ser’ occidentales y modernos, lo que es como decir todos los modos posibles de la mediocridad: desde el turismo de aventura en que cada vez más incautos pierden la vida hasta el turismo sexual, todos los tipos posibles del Homo festivus encuentran su forma idónea de hacer turismo.
El turismo como subproducto de la postmodernidad
Es evidente que un fenómeno de masas como el que tratamos aquí resulta inseparable de ciertas características muy propias del mundo actual, como la cultura del despilfarro, la obsesión por la acción, el cosmopolitismo elevado a valor, una vida desarraigada e incluso la idea misma de la vida humana concebida como divertimento. También existe el mito, dañino donde los haya y especialmente extendido entre la juventud occidental, de que el hecho de viajar y ver mundo convierte a un individuo cualquiera en más culto y mejor persona. Esto puede ser así algunos casos, la minoría, pero lo que es seguro en todos los casos es que la persona es socializada en la multiculturalidad y el mestizaje, que son las formas festivas y coloristas del desastre y el etnocidio que supone el globalismo.
De hecho este es el efecto más perverso de toda la actual fiebre turística, el cual es considerado por muchos como algo positivo, pues si el hecho turístico quedara circunscrito al hedonismo o la molicie del turismo de playa y borrachera al menos sus consecuencias no serían cualitativamente diferentes de las que están de por sí presentes en la vida cotidiana del individuo occidental corriente cualquier fin de semana. Pero el turismo con pretensiones culturales tiene un alcance más profundo, convierte a menudo al turista en un agente activo del globalismo y de la demolición de su propia cultura, además de en un sujeto cargado de soberbia.
El ejemplo de la juventud europea en este sentido es esclarecedor a la vez que inquietante: una juventud ansiosa de viajar y “conocer mundo” en una suerte de parodia del Grand Tour, mientras desconoce y desprecia su misma historia y tradiciones. Una juventud que se muestra ‘solidaria’ con las realidades más alejadas pero que sin embargo reclama a menudo activamente la demolición de su propio sustrato cultural y abraza un globalismo que es causante precisamente de la destrucción sistemática del otro, pues en la aldea global no hay lugar para la diferencia o la alteridad. Es evidente que aquí encontramos una inversión de las relaciones y sentimientos que se pudieran considerar normales.
Pero si reflexionamos sobre las causas que posibilitan la existencia de este fenómeno la realidad es que las razones profundas del mismo son de índole sobre todo psíquica. Básicamente reconocemos en el turismo de masas dos tendencias constitutivas de la mentalidad moderna:
- el desarraigo intrínseco a la postmodernidad y la sociedad líquida;
- el carácter centrífugo y la obsesión por la acción propios de la modernidad clásica.
Una civilización sin cimientos.
Para el escritor Valentín Rasputin (1937-2015) la civilización tradicional debe proporcionar cuatro pilares básicos sobre los cuales se desarrolla la vida de cada uno de sus miembros. Estos pilares son:
- Familia
- Trabajo
- Hogar
- Amistad
Como es fácil comprobar la modernidad ha socavado paulatinamente todos y cada uno de estos cuatro pilares tradicionales, disolviéndolos o ‘licuándolos’ a lo largo de un proceso histórico que la mayoría de los filósofos occidentales han descrito como de liberación o emancipación. No compartimos esta visión tan optimista. La interpretación de la modernidad como un proceso de individuación o un camino hacia una mayor autonomía -particularmente moral- oculta la realidad de un proceso de despojamiento y de desarraigo. El proceso de modernización implica inevitablemente desarraigo incluso en su sentido más literal y básico: alejamiento de la tierra y la naturaleza. Y no solo en este sentido literal sino también en un sentido cultural: la pérdida de la identidad a lo largo de lo que hemos denominado en ocasiones cultura del palimpsesto.
Es sobre esta ausencia de cimientos sobre la que el fenómeno turístico tiene lugar.
En un sentido splengeriano podemos asemejar una determinada cultura a una planta. Como la planta, la cultura requiere de un substrato sobre el que desarrollarse y echar raíces. Este sustrato lo proporciona la tierra, el factor ctónico, a menudo despreciado por las ciencias sociales. Hablamos de la tierra considerada no como entidad abstracta -como gustan hacer los globalistas- sino como lugar concreto y hogar, es decir como sustrato sobre el cual se desarrolla una determinada cultura y una vida humana plena.
Las raíces por su parte son lo que va a permitir a esa cultura o sociedad crecer y desarrollarse en altura, esto es, siguiendo el símil vegetal que empleamos, elevarse sobre el suelo y dirigirse hacia el sol. Culturalmente la dimensión del pasado -y esta es una de las funciones de los mitos fundadores- permite generar un proyecto de futuro y un destino.
Postmodernidad y globalismo son forzosamente desarraigo, ausencia de raíces. Ausencia de raíces y orígenes implica también la ausencia de principios. Así se celebra que todo quede al albur de las circunstancias del momento, en dependencia absoluta del entorno, del ambiente exterior –fluir, adaptarse, flexibilidad, expresiones muy empleadas en la neolengua de la postmodernidad-. En este sentido fenómenos como las modas, y en concreto las modas juveniles, son inseparables de esta carencia de identidad y arraigo del individuo postmoderno. Y es muy importante advertir que este carencia de identidad y arraigo es promovida por la cultura hegemónica -o mainstream-.
Al hablar de una sociedad que rechaza su sustrato cultural -la tierra en que crecer- y amputa sus raíces -su historia y su pasado- hablamos de una sociedad incapaz de movimiento ascendente pues carece de suelo -de referencia- desde el que elevarse.
En definitiva, hablamos de una sociedad carente dimensión vertical, y que por tanto solo piensa y actúa horizontalmente, sobre la materialidad y la literalidad, los planos más bajos de la existencia. Y esta conclusión nos conduce precisamente al segundo factor psíquico clave que consideramos ha dado lugar al fenómeno turístico.
Guna Rajas y dispersión horizontal
La civilización occidental posee desde sus orígenes un marcado carácter rajásico, es decir expansivo. Esto es acorde con el carácter propio de los pueblos guerreros y conquistadores en general -en que prima la segunda casta- y con la raza blanca y los pueblos europeos en particular. Concretamente este carácter rajásico pasó a ser un factor de desequilibro a medida que los pueblos europeos perdieron la guía y el límite que suponía el marco superior de la Tradición cristiana que imprimía en ellos un impulso sátvico, es decir vertical y trascendente, de índole espiritual. Pues bien al carecer de la guía y el límite sátvico que imponía la Tradición era inevitable que se produjera una expansión, no solo en el nivel más evidente de la era de los descubrimientos, grandes imperios o el colonialismo; este carácter rajásico es reconocible también en la tendencia experimental de la mentalidad occidental -volcada a lo exterior- y ha sido clave en la revolución tecno-científica.
Es así como la modernidad misma es de algún modo consecuencia por una parte de la sobreabundancia de estas potencialidades y por otra de la ruptura con la propia Tradición que la mantenía adecuadamente orientada hacia lo espiritual y limitada en su desarrollo o expansión hacia lo material.
Ahora bien esta tendencia expansiva y centrífuga una vez desatada y superado cierto umbral se convierte en una peligrosa fuerza disgregadora que amenaza la homogeneidad y la unidad de la propia cultura impulsora. Este es el momento en que nos encontramos actualmente.
Hemos dicho que esta civilización carece de dimensión vertical y que por ello su acción es siempre horizontal, pues bien, debe reconocerse que tanto el cosmopolitismo como el turismo expresan esta tendencia horizontal -expansiva y rajásica- de la civilización moderna y que marca sobremanera el carácter impulsivo y dinámico del individuo actual, que hace gala de un psiquismo especialmente centrífugo. Además de lo anterior el ansia viajera es una muestra más de cómo la cantidad -la fiebre por acumular experiencias- se impone sobre cualquier criterio de calidad.
Es decir el auge del turismo que nosotros situamos frente al viejo ideal tradicional de ‘echar raíces’ describe a la perfección una sociedad de la superficialidad incapaz de cualquier acción con sentido de profundidad.
Pero también el cosmopolitismo y el turismo se nos muestran como fenómenos propios de la última fase de este impulso centrífugo y rajásico, en el cual se advierte una pérdida de impulso, lo cual apunta a la proximidad de una nueva fase: la de la inercia tamásica; fase final de la manifestación que probablemente conlleve una forma civilizacional propia.
La unión de los dos factores psíquicos impulsores del fenómeno -desarraigo y centrifugación- explica que la juventud de los países occidentales sea la más golpeada por la fiebre viajera. Primero porque la cualidad expansiva y rajásica está en pleno vigor en la juventud y en segundo lugar porque la juventud es el sector social más sobresocializado, un grupo social al que se invita constantemente -por ejemplo desde la publicidad o la cultura de masas- a una vida hedonista y festiva, a no ni arraigarse a lugares ni personas, a no asumir nada como permanente sino celebrar el carnaval de lo efímero, de modo que se viva hasta sus ultimas consecuencias la condición postmoderna propia del fin de los tiempos.
Libertad frente a desarraigo. La humanidad del fin de los tiempos
Y una vez más para entender plenamente el comportamiento y el psiquismo del hombre actual tenemos que referirnos al hombre primordial y ello se debe a que dentro del ciclo cósmico de la humanidad el ser humano del fin de los tiempos no puede ser otra cosa que el reflejo especular de lo que era el ser humano en los orígenes del ciclo.
Encontramos un ejemplo análogo a otros ya comentados cuando analizamos el valor simbólico del viaje. El hombre primordial, al comienzo del ciclo, era de forma natural nómada, lo que significa que en todas partes hallaba su hogar. Frente a esto, el hombre del fin de los tiempos parece una suerte de reflejo invertido o de imitación burlesca de aquel prototipo del nómada: viaja a los parajes más lejanos y se mueve sin parar, a menudo compulsivamente, pero en ningún lugar encuentra su hogar, pues ha perdido su lugar en el mundo, lo que simbólicamente representa el Centro.
Si el movimiento del nómada primigenio era un movimiento rítmico y ordenado -según el ciclo solar y los ciclos naturales-, que partía siempre de un Centro y siempre volvía periódicamente -cíclicamente- a él, a semejanza del movimiento de los cuerpos celestes [1], el movimiento del hombre del fin de los tiempos es caótico, desordenado, arrítmico, pues no es más que la expresión manifiesta de su carencia de Centro y de referencias.
La conclusión es que el turismo es una marca indiscutible del Reino de la Cantidad y un signo de la decadencia de los últimos tiempos del ciclo humano. En el fondo es el desequilibrio permanente en que vive el sujeto moderno, producido por la carencia de un Centro espiritual ordenador de la existencia lo que ocasiona esta necesidad de dispersión y fuga así como el ansia de experiencias.
[1] Recordemos que planeta, del griego πλανήτης, significa errante, vagabundo.