Mundo Tradicional es una publicación dedicada al estudio de la espiritualidad de Oriente y de Occidente, especialmente de algunas de sus formas tradicionales, destacando la importancia de su mensaje y su plena actualidad a la hora de orientarse cabalmente dentro del confuso ámbito de las corrientes y modas del pensamiento moderno, tan extrañas al verdadero espíritu humano.

martes, 10 de mayo de 2016

LA VISIÓN RECONSTRUCTIVA (A modo de manifiesto), por Manuel Plana

La fórmula aristotélica: “somos lo que conocemos” puede aplicarse perfectamente al mundo de la visión y de las artes visuales: “vemos lo que conocemos”.
El ojo no ve sino lo que le dicta la programación mental del individuo. Esta programación condiciona completamente los significados de lo que vemos tanto como de lo que conocemos. Ver, conocer y ser se tornan aquí sinónimos. (1)
La realidad que llamamos objetiva permanece siempre condicionada por la subjetividad del individuo, por su programación cultural, mental y personal, los cuales y a modo de filtros, revisten lo no-conocido con los ropajes y categorías de lo conocido (aprendido y asumido), con lo cual el conocer no implica revelación ninguna, ningún desvelamiento o despertar a un nuevo enfoque capaz de “ampliar” la consciencia, ni una verdadera “recreación” de lo real, que siempre se abre a lo infinito porque no está “cerrado” (ni sobre sí mismo ni a efectos de algo exterior a él) sino que constituye, precisamente, la experiencia de su posibilidad ilimitada de conocerlo y vivirlo.
Aprender a ver o ver en verdad implicaría, ante todo, liberarse de esta programación mental hecha de hábitos y pre-juicios (suposiciones) personificados, extraídos de una “cultura” (un caldo de cultivo mental colectivo) cuya definición y descripción de la realidad está sujeta siempre a los flujos de una mentalidad general que cambia con los tiempos junto a convenciones y limitaciones nuevas. Aprender a ver implicaría re-aprender la realidad, aprender a conocerla con parámetros nuevos y sobretodo verdaderos, y tener de ella una percepción y un conocimiento directos, sin filtros, sin pre-concepciones de ninguna especie. 
Como eso no es fácil o casi imposible a la práctica (2), primero tendríamos que recuperar la memoria del hecho simbólico, y después re-significar, re-nombrar de nuevo la realidad o al menos nuestro imaginario simbólico, nuestro universo conceptual de significados propios, lo que incluiría una reforma completa del pensamiento: la mente traduce la realidad según el significado que da a sus propios códigos simbólicos.

Pero los verdaderos símbolos no son meramente subjetivos ni una convención cultural que imponen las circunstancias, sino que la verdadera eficacia de los símbolos radica en que: entre el símbolo y lo simbolizado hay una relación íntima y real, verdadera y objetiva, aunque no una identidad perfecta, pues, ya no sería un símbolo sino lo simbolizado mismo. (3) Y es esa analogía o relación íntima con lo real, en el caso de los símbolos más universales, lo que los hace sagrados y no fruto de una convención humana. Cuando decimos “los más universales”, pensamos por ejemplo en los números o las formas geométricas que les dan cuerpo, o los ritmos y prototipos del mundo viviente (el nº Phi), módulos invariables que signan toda la realidad sensible e inteligible que conocemos, tanto como todas las estructuras de la lógica y el pensamiento humanos, ya sean las del hombre más arcaico o el más contemporáneo. Y es por ese carácter originalmente sagrado, es decir universal de los símbolos, capaces de revelarnos una realidad desconocida (superior) por medio de otra conocida (inferior), que las artes, visuales o fonéticas, tanto como el pensamiento en general y la civilización, tienen que retornar periódicamente a las significaciones originales de las cosas para renovarse ellos mismos, pues se pierden y acaban ignorándose a la par que se petrifica la letra. Eso es lo que han hecho desde su aparición histórica no solo las nuevas revelaciones doctrinales, las reformas culturales y los estilos artísticos de todos los tiempos, sino también las vanguardias más modernas con pretensiones reformistas, llenas de connotaciones simbólicas extraídas de las nuevas psicologías.
Pero estas nuevas psicologías parten de un falso paradigma: confunden el espíritu con el subconsciente, es decir, con el psiquismo más bajo, y por eso interpretan el hecho creativo y la práctica artística como un proceso guiado tan solo por automatismos inconscientes, instintivos, casi mediuímnicos e irracionales, donde los protagonistas son, a parte del “ego artístico”, las pulsiones psíquicas, oníricas, sexuales, emocionales o meramente vitales -bio-orgánicas- del individuo. El dadaísmo, el surrealismo, el expresionismo figurativo, el expresionismo abstracto, el informalismo, el art-brut, etc… son un ejemplo entre otros. Desde esta perspectiva, los símbolos evolucionan de lo irracional (superstición) a lo racional (ciencia moderna) y son fruto del imaginario colectivo y no un legado tradicional trans-histórico en el que los significados esenciales no cambian porque precisamente los prototipos de la realidad no cambian, y en eso el símbolo tiene un aval de certeza axiomático, como son, decíamos, los códigos numéricos, los módulos geométricos y psico-biológicos, o los alfabetos sagrados por ejemplo, pero también las facultades de los seres, las leyes constantes de las formas, el ciclo de los elementos, las estaciones, las eras, la ley de coagulación y disolución de las estructuras vivas, el espectro luminoso de los colores, los ciclos y ritmos temporales, las dimensiones espaciales, etc… por el hecho mismo de vivir en un cosmos y en un mundo en el que él mismo es el símbolo viviente de una inteligencia creadora, es decir, una inmensa obra de arte y el hombre su consciencia más capaz. 
Los principios o arquetipos no son aquí los de la psicología moderna, que los confunde con determinadas pulsiones tipológicas del instinto, ellos preexisten como causas universales de todas las cosas, tal como el proyecto artístico del artista preexiste en su intelecto antes de tomar forma, el árbol en la semilla o el fuego en el pedernal. En este sentido, puede decirse sin tapujos que son más “reales” que sus apariencias momentáneas, que también lo son pero de un modo bastante más efímero, o dicho de otro modo, que ellos detentan en grado permanente y absoluto lo que ellas en grado relativo. El orden cósmico y el natural no son sino entrecruzamientos constantes de leyes e influencias formativas que no hacen sino manifestar estos principios, causas o arquetipos. Si únicamente lo símil puede conocer lo símil, la inteligencia humana no es tampoco sino una función aparentemente relativizada de esa inteligencia universal, una participación o prolongación suya en un mundo o estado determinado. Negar este principio de inteligencia o consciencia universal a las formas relativas cuya existencia individual ella misma ilumina, es negar la realidad misma del hombre en tanto ser no solo consciente sino auto-consciente.


Símbolos y simbología

Desde su perfil más original, la simbología es una ciencia sagrada (revelada), como lo son todos los lenguajes sagrados; su enorme capacidad de síntesis, su poder de fijar, por ejemplo, en veintiocho letras y diez números, la totalidad de lo real, múltiple y huidiza pero también perfectamente unificada, de codificar sus armonías inteligibles, de revelar analogías constantes entre realidades de distinto nivel, entre el hombre y la totalidad de lo manifiesto, da una idea de su origen revelado y no-humano testificado por todas las culturas tradicionales. No obstante, es necesario advertir que el símbolo así entendido no es ni la alegoría, ni la metáfora, ni el signo, sino un prototipo de realidad, sea metafísica, cosmológica, religiosa, matemática, artística o ética. Y el arte, otrora una ciencia, siempre ha sido el principal medio de expresión del símbolo. (4)

Aprender a ver exige necesariamente una “deconstrucción” de la visión vulgar y ordinaria, un abandono completo, decíamos, de los hábitos del pensamiento y de sus vicios conceptuales, emocionales, pasionales, interesados, miméticos y literalistas, y recuperar, en cierto modo, la “inocencia perdida”, aquella virginidad anímica que nos permitía de niños vivir cada situación como un acontecimiento único, importante e intenso. 
Para reconstruirla hemos de conocer en primer lugar la propia constitución interna del ser humano en tanto Microcosmos, es decir, en tanto totalidad (espíritu, alma, cuerpo) y no sólo como individuo o “parte” psicosomática, conocer su estructura real y la relación efectiva entre sus dimensiones y posibilidades identificadas efectivamente con las del Mundo en cuanto totalidad de lo posible, pues, todo lo posible es real y es lo que somos en verdad. Y paralelamente, reconocer los significados permanentes de las formas y los lenguajes, es decir, de todo lo inteligible, y esas significaciones sólo las encontramos en los códigos simbólicos y los lenguajes sagrados universales, y en sus expresiones artísticas más genuinas, es decir, en la Tradición. Aquí no pueden hacerse concesiones al pensamiento moderno o modernizado, y menos a su filosofía de vida, visto que es él, precisamente, el que se caracteriza como una verdadera anomalía histórico-antropológica y un ejemplo de dispersión en lo material de lo más aberrante e infrahumano. El hecho de negar una inteligencia trascendente a la realidad inmanente, de negar un principio de infinitud a lo finito, implica, a parte de un grave obscurecimiento del intelecto, acabar negándose a sí mismo y todo su ámbito vital.
En un momento cuando más se habla de “deconstrucción”, pues toda verdadera reforma la incluye, tendría de aplicarse efectivamente al hombre contemporáneo, regenerar un imaginario colectivo y una “weltangchaung” decadentes y putrefactos, liberarlo de los miasmas seculares impuestos a la mentalidad colectiva desde la aparición de los paradigmas modernos, nacidos de una concepción invertida, egocéntrica y materializada de la realidad, alentada por un pensamiento materialista-progresista orientado exclusivamente al consumismo y al beneficio económico, el mismo que ha hecho del hombre una caricatura siniestra de si mismo. 
La salud de una sociedad humana radica en la salud mental de sus individuos y en la orientación elevada de sus pensamientos, actos y actitudes, no tanto en su renta per-cápita. 
Esa reforma implicaría al sujeto (espectador-actor) en una cosmovisión nueva, en una poética inteligente que resalta incesantemente la organicidad de la realidad, la unicidad de lo múltiple, -y también la vanidad de la mayor parte de nuestras opiniones, acciones e intenciones- un gesto que se reconoce en lo individual como una perenne meditación sobre el ser verdadero y su papel en la reorganización de las potencias internas, y en lo universal en el acto creativo mismo, el que crea “ahora” conjugando los opuestos, el que renueva constantemente el tiempo, el espacio, la materia, la forma y la vida. Con la ayuda también de referentes formales y artísticos, amén de los específicamente tradicionales, a fin de que el sujeto pueda sacar él mismo sus propias conclusiones, con mente abierta y otra sensibilidad. 
A favor de esa posibilidad ha de decirse que quien opine que el programa es extravagante o arto ingenuo y que propone un imposible, dada la relatividad con que se juzgan hoy en día las verdades más flamígeras, se equivoca aunque no del todo: no es la posible ingenuidad del proyecto lo que lo hace quimérico o imposible, o quizá difícil para muchos, sino una mentalidad obtusa y ciega a todo lo que no sea material, cuya ignorancia y también cobardía ante la Verdad desnuda, disfraza con la arrogancia del escepticismo, temerosa en el fondo de perder “su” pequeño estatus, su precaria identidad o su pasado. 
La Obra Magna o Gran Obra de los antiguos sabios, artistas y alquimistas europeos, es la obra de cada cual pero llevada a su perfección. 


El lenguaje de los pájaros, el lenguaje de los dioses

El racionalismo empírico ha devaluado la realidad de lo sagrado al confundirla con una convención humana de tipo religioso, es decir, “pre-científico”. Su función estaría limitada a las costumbres y estereotipos de un momento y un lugar, perdiéndola fuera de su contexto propio de espacio y tiempo. Siendo además progresista, esta mentalidad no puede dejar de ver a todos sus ascendientes como atrasados, primarios, elementales, o cuando mejor, en una fase “evolutiva” interesante. 
Lo sagrado como valor absoluto no se acepta como no se aceptan las verdades metafísicas, espirituales ni religiosas, ni ninguna realidad que no sea aprehensible o demostrable empíricamente. 
No se cae en cuenta que utilizamos símbolos sagrados constantemente, pero dándoles un uso puramente vulgar, un uso que no elimina su sacralidad, tan solo la ignora, como es el propio lenguaje o, decíamos, las letras, los números, la geometría, los colores y muchas formas e imágenes tradicionales, incluso prehistóricas, que ahora las vemos ilustrando reclamos publicitarios. El número tres o el cuatro, no son solo conceptos cuantitativos, cifras o signos convencionales que indican una cantidad de cosas, sino símbolos de realidades universales que, en forma de fuerzas y cualidades intrínsecas podemos constatar en todo el universo inteligible y sensible. El ternario o el cuaternario no son tres o cuatro cosas, sino leyes que regulan todos los aspectos de la existencia y la naturaleza, normas universales de comportamiento del espíritu y la materia (activo-pasivo y neutro, acto-sujeto y objeto, las cuatro estaciones, los cuatro puntos cardinales, los cuatro humores, los cuatro elementos, etc…), y el hombre es un compendio microcósmico de todo este elenco. 
Tienen un valor significativo y una función operativa que pueden llamarse perfectamente “mágicas” si por magia entendemos un contacto consciente con lo numinoso (lo universal, lo metafísico) y el poder de establecer relaciones efectivas con él. 
Su poder evocador, polisémico, polimórfico y multidimensional, hace que en algunas tradiciones espirituales como el sufismo (el esoterismo islámico), llame al lenguaje simbólico, la lengua de los pájaros, y los antiguos griegos, el lenguaje de los dioses. Igualmente, el sánscrito es llamado originalmente devanâgari o lenguaje de los dioses. 
La palabra sagrado, como la palabra secreto, dan la idea de algo oculto pero omnipresente, de una calidad diferente, de un estatuto distinto de realidad, que es y no es de este mundo, y por eso también es indefinible, sobretodo con las concepciones ordinarias de lo conocido. Es paradigmático tanto como paradójico, pues, es algo desconocido que, curiosamente, da todo el sentido a lo conocido.
La versión moderna de lo mismo no ve tantas posibilidades en los símbolos, les da una interpretación puramente convencional, utilitaria y literal que aplicada al arte, por ejemplo, se detiene exclusivamente, decíamos, en las pulsiones emotivas, estéticas o individualistas del artista codificadas a su modo. O a los números, otro ejemplo, un trato exclusivamente material y economicista, para calcular cantidades y magnitudes. No es casualidad la obsesión de las sociedades modernas por cuantificar y masificar al hombre, ignorando casi expresamente del “número” su aspecto más noble, el cualitativo.


De la multiplicidad a la unidad, de la dispersión analítica a la síntesis
(El objeto como espejo del sujeto)

La dialéctica entre subjetivismo y objetivismo nunca ha resuelto nada con respecto a la naturaleza de la realidad, que no es otra que la identidad, porque ni el sujeto mental (el ego) es el verdadero sujeto, ni el objeto aparente es la realidad verdadera, sino lo que la mente interpreta de ella: como un espejo, la mente polariza la única realidad, convierte una cosa en dos, creando una distancia ilusoria entre ellas, de manera automática, sin que uno lo quiera. De nuestra capacidad de tomar consciencia de este hecho depende el vivir de ilusiones (… y morir de desengaños) o el establecernos en la verdadera Realidad.
El verdadero conocimiento de la realidad, siendo que el secreto de la misma es la verdadera identidad, no podría ser el conocimiento de su aspecto objetivo ni el subjetivo, sino el del Conocedor de ambos. Conocido el Conocedor, conocidas todas las cosas, pues, todas existen dentro de su espejo, es decir, de su consciencia.


Cuestiones de percepción

La opinión ordinaria es que vivimos como objetos individuales (corporales) con una cierta autonomía subjetiva (mental) dentro de un mundo objetivo. La comprensión del mundo objetivo como espejo del mundo subjetivo y viceversa, nos da una perspectiva un poco superior, pero también relativa y provisional. Primero ha de distinguirse el verdadero conocedor del sujeto mental, del ego, pues el sujeto mental es una construcción provisoria, hecha de hábitos y tendencias extraídas del propio mundo objetivo, del medio externo, decíamos, que nos ha conformado mental e individualmente mediante estereotipos culturales de pensamiento, según una cosmovisión o mejor descripción de la realidad hecha ahora de supuestos empíricos relativos, extraídos del mundo objetivo más superficial. El ego es una falsa atribución de identidad producida por la mente al identificarse con el cuerpo, es decir, un verdadero fantasma, que  crece y se fortalece asumiendo e imitando las influencias del medio.
El Conocedor verdadero no es un producto cultural o social, no tiene historia personal, no está involucrado en la fenomenología exterior. No es la mente ni un reflejo de la mente, sino el testigo de todo lo que pasa dentro y de todo lo que pasa fuera, el presenciador último. Siendo en verdad no-dual, al Conocedor solo puede conocerlo él mismo, y se conoce “deconstruyendo” todo lo que no es él, lo que lleva el sello de la dualidad, llevando el discernimiento hasta los confines mismos de su contrario, el conocimiento unitivo, con el cual se completa y se complementa indivisiblemente, pues, todo es “Uno” realmente y el propio conocimiento sintetiza el acto de identificar y el de discernir en uno solo. En Occidente se le ha llamado conocimiento negativo (ver la teología negativa de Dionisio Areopagita), porque opera por exclusión de lo que “no-es” (las apariencias en sí mismas), complemento superior del conocimiento afirmativo que opera no de abajo hacia arriba sino de arriba hacia abajo y que, separado de aquel, puede derivar en conocimiento acumulativo, memorístico, dialéctico y especulativo. También se le ha llamado “docta ignorancia” (Nicolás de Cusa), porque devuelve al ser su percepción original, pura e inocente de la realidad, dotándolo de una sabiduría natural y espontánea.
La ilusión de vivir inmersos en un mundo aparentemente objetivo, fijo, concreto, de ser formas vivientes de carne y hueso, sumado a la ilusión de un protagonista mental, el ego, que lo experimenta como entidad singular separada de las cosas y cerrada sobre sí misma, es una doble ilusión que debe disiparse por completo para conocer la verdadera Realidad, que es Una y sin partes, y no una suma de experiencias distintas e inconexas vividas por innumerables experimentadores ajenos.  Unificar la visión y la comprensión mediante seguidos ejercicios de síntesis, es reducir esa distancia ilusoria que crean los polos de la realidad vista desde la perspectiva falseada de la dualidad. 


Conclusiones

El objetivo de la reconstrucción que sigue a la deconstrucción de la programación mental, es básicamente tomar consciencia de que apenas conocemos una pequeña porción de la inconmensurable trama de la realidad, la capa más periférica de su epidermis. Que no tenemos más opción que tener fe en la realidad sagrada que propone la espiritualidad tradicional una vez entendida en su dimensión más interior y esencial, y no en sus versiones folclóricas, piadosas, morales y sentimentales de mediocre religiosidad. Fe en que, incluso el Dios que imaginamos con devoción, es un aspecto de la Absoluta Realidad y que no es nada en absoluto de lo que imaginamos o podemos imaginar, y que Él mismo “en nosotros” y no “nosotros”, auspicia y alienta el conocimiento de esa realidad que es Él mismo expresándose en todas las cosas.
De que esta porción conocida de realidad que es “nuestra” vida, tiene la virtud, no obstante, de representar el todo una vez comprendido que el verdadero todo es mucho más que la suma de sus partes, que el todo, siendo uno, está en todo y se expresa mediante un lenguaje de símbolos hecho de analogías constantes.
De que la Realidad verdadera no es algo definible mediante un discurso fabricado con elementos conceptuales de lo conocido, y menos en base a sus indefinidos aspectos particulares tomados en modo analítico; ella se revela cuando quiere y no deja aprehenderse por los modos del conocimiento ordinario sino por la pura intuición, es decir, por vía de síntesis.
 Que el conocimiento de la realidad ha de incluir no solo al objeto de este conocimiento, sino también preeminentemente al sujeto.
Que en última instancia, el único y verdadero conocimiento es el conocimiento del Conocedor, pero que como tal nunca llegará a ser un objeto de conocimiento por nadie que no sea Él mismo. 
Que el objeto del conocimiento desde el punto de vista de la identidad, es el propio sujeto, y finalmente, que no hay ni sujeto ni objeto, pues ambos son la reflexión de una única cosa, el Conocedor verdadero.
Que la finalidad del conocimiento no es una acumulación de datos sino el no-conocimiento, pues, conocido (o conscienciado) al verdadero Conocedor, ya no hay nada más que conocer, ni nada que comprender. Se ha llegado al asentimiento silencioso de la unidad sin par, al final de todas las conjeturas y discursos, a la paz mental verdadera, que es la felicidad en estado puro. Si eso lo consigue un solo ser humano, la sociedad podrá estar contenta, pues, germinará en ella y en medio de las “tinieblas profanas”, la posibilidad de su renovación verdadera.
Ciertamente, para aceptar y realizar todo este programa se necesita bastante fe o, lo que es lo mismo, acreditar en algo aún no reconocido, sobretodo cuando uno está muy penetrado de la ilusión general pero, a la practica, no se necesita ni más ni menos fe que la que utilizamos para hacer cualquier cosa, pues, no hacemos sino lo que creemos (o más bien suponemos) que tenemos que hacer. En tal caso, se trataría más bien de retirar toda esa “fe” que tenemos dispersada en montones de cosas, conceptos, suposiciones y vaguedades que no llevan a nada, y depositarla en lo más importante, la búsqueda de la verdadera identidad pasando por la visión reconstructiva.

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1.- De hecho entre visión y conocimiento existe una íntima relación; los cinco sentidos no son sino formas de conocimiento sensible. También cuando alguien comprende algo dice: “lo veo claro”, “claro”, “ahora lo veo”; en sánscrito (lengua indoeuropea) la palabra Vêda proviene de la raíz “vid”, que significa por igual ver y conocer: el conocimiento diluye la ignorancia como la luz la oscuridad, estableciéndose una analogía directa entre luz y conocimiento como entre tinieblas e ignorancia.
2.- Incluso aceptando la importante acción “enteógena” de muchas plantas sagradas, cuya ingesta permite explorar no solo los contenidos más profundos de la consciencia (de lo real) sino su propia naturaleza íntima (luminosa), se resume la mayoría de los casos a una experiencia normalmente “maravillosa” pero que apenas puede interpretar y explicarse el individuo a sí mismo con su precario bagaje, y menos estabilizarla en la vida cotidiana una vez pasados los efectos, sin entrar en las posibles reacciones de una psique educada en una mentalidad demasiado materializada.
3.- El símbolo y la simbología implica de por sí una visión dual de la realidad pero no separativa sino unificada (dualidad armónica); el símbolo no es lo simbolizado pero tampoco una cosa absolutamente distinta. Y esa es la dialéctica que crea el pensamiento simbólico,  explicando la realidad desde el punto de vista de su reflexión cósmica,  ni real ni tampoco irreal del todo, dejando siempre un resquicio de ambigüedad. Desde una óptica no-dual el símbolo no existe porque no hay una realidad que simbolice a otra distinta, sino que todo es la misma realidad expresándose simultaneamente a diferentes niveles o grados de la manifestación universal. Un ser humano no es el “símbolo” del Dios cósmico (el microcosmos del macrocosmo) sino el propio Dios cósmico “contractado”  en una forma cuya naturaleza y función es ser vehículo de conocimiento, percepción y acción en su orden. Una letra o un texto sagrado no es un símbolo de la Verdad sino la verdad misma coagulada en letra, en escritura, con todas las ventajas y desventajas que ello puede conllevar. Una imagen de Shiva Nataraja pintada o esculpida en bronce, por ejemplo, no es un símbolo de Shiva sino Shiva mismo coagulado en metal en tanto imagen suya dirigida al devoto, etc…
4.- Hablamos aquí de los símbolos en tanto elementos diferenciados, en tanto códigos culturales originalmente sagrados; en su sentido más amplio, todo el universo y la naturaleza son símbolo de una inteligencia y una voluntad creadora, conservadora y transformadora.