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sábado, 17 de agosto de 2013

LA POSIBLE SACRALIDAD DE CIERTOS TEXTOS TRADICIONALES: LA “ILIADA”, por Arjuna

Los poemas épicos han constituido siempre un denominador común dentro de las diversas civilizaciones, y todos han sido objeto de una tradición más o menos amplia, que los ha ido rememorando hasta su dilución en el tiempo. Un ejemplo de tradición favorecida en este aspecto, ha sido la griega, pues algunos de sus poemas ya llevan más de treinta siglos sin pasar al olvido, “Iliada” y “Odisea” son un ejemplo de ello, y sobre el primero es sobre el que queremos tratar concretamente en este trabajo.  Así de pronto, sabemos que su autoría le es atribuida a Homero, de quien, en una biografía de urgencia, podríamos decir que se trataba de un aedas ciego, considerado como un poeta errante que utilizó para la composición de sus magnas obras, “Iliada” y “Odisea”, antiguas tradiciones y cantos de otros aedas. Se supone que debió vivir entre los siglos XII y VII a. de J.C., y cuyo nacimiento se le atribuye en Esmirna o en Chíos, aunque han aparecido otras muchas ciudades que pretenden haber sido su cuna. 

Su nombre, en realidad, no era Homero, pues Homero quiere decir “que no ve”, es decir, “ciego”; por lo que, según ciertos historiadores, pudo ser Meónidas, Melesígeno o, más bien, Melesígenes, es decir nacido el día de “las Melesias”, fiestas celebradas en Esmirna en honor a su río, el “Meles”. Pero la posteridad lo ha conocido por su apodo, a causa de haber perdido la vista a mediados de su vida, lo que le incitó más a dedicarse a la escritura de sus obras.  No han faltado quienes nieguen la existencia de Homero como autor de los poemas “Iliada” y “Odisea, atribuyéndoselas a una compilación de la poesía popular griega, elaborada en el transcurso de los siglos. Hecho, que no debe considerarse imposible, cuanto más que, el mismo Homero, las extrajo de antiguas tradiciones y cantos de otros aedas. Federico Augusto Wolf, autor de “Prolegomena ad Homerum sive de opera Homericorum prisca et genuina forma veriisque mutationibus”, afirma que “Iliada” y “Odisea” no podían ser obra de un solo hombre, sino de numerosos poetas, apoyándose en las contradicciones que se observan en algunos cantos de la “Iliada”. Wolf considera, sin embargo, “viva y existente” la personalidad de Homero, aunque como recopilador de todo un caudal épico-poético de siglos anteriores.



Un juicio unánime, salvo excepciones, de quienes han estudiado a fondo este problema, revela, respecto al idioma, que se empleó un lenguaje al se podría llamar mixto, con expresiones jónicas, eólicas e incluso chipriotas. Ello indica que los cantos procedían de diversas tradiciones populares, de forma oral o mediante escritos en los que se recogen hechos legendarios, sin excluir, incluso, las “Sagradas Escrituras”. Y aunque a la pregunta: ¿a quien se le atribuye la “Iliada”?, la respuesta sea: ¡Al viejo poeta ciego, que mora en la pedregosa Chios!, hay que tener en cuenta esas diversas fuentes populares, de donde proceden la gran variedad de “cantos” que componen la “Iliada”, considerando a Homero como el apasionado compilador y transmisor de los mismos, en sus magnas obras “Iliada” y “Odisea”.

Algo que viene a apoyar esta conclusión, no es más que lo que ha motivado la elaboración de este trabajo, pues, de niño, al oír hablar de estos poemas, las versiones verbales de la misma historia, resultaban ser de autores distintos. El ejemplo más claro, quizás sea el del Caballo de madera que ofrece la victoria a los griegos. Todo el mundo parece saber que Troya cayó por picar el anzuelo de Ulises, e introducir el Caballo gigante de madera dentro de la ciudad; pero, si leemos la “Iliada” de Homero, allí no sale ningún Caballo de madera, ni habla para nada de la forma en que cayó Troya. Habla de que caerá, pero no explica como, pues la “Iliada” de dicho autor, concluye con la muerte y funerales de Héctor. También todo el mundo sabe que Aquiles murió por un dardo envenenado que le lanzó Paris en el talón, y este hecho no consta en ningún lugar de la “Iliada” de Homero. La muerte de Aquiles en la gran guerra, es anunciada desde el principio, pero cuando concluye el relato de Homero, Aquiles sigue vivo. Es cierto que en la lucha entre Héctor y Aquiles se hace mención de lo que sucederá, pero no se habla ni de cuando, ni de cómo. Si pasamos a recordar esta escena, al iniciase la lucha entre ambos guerreros, Héctor pide a Aquiles que, muera el que muera, el vencedor consienta el ofrecimiento de unos nobles funerales al vencido, a lo que Aquiles, cegado por vengar a Patroclo, se niega rotundamente; y al caer, después de la larga pugna, vencido de muerte Héctor, le dice a su oponente: “Se que no vas a honrarme con unos funerales, pero te acordarás de este momento cuando Paris te mate a las puertas de Troya”. Aquí vuelve a anunciarse por segunda vez la muerte de Aquiles en Troya. Y, a excepción de la “Odisea”, donde se habla de Aquiles en el Averno, en la “Iliada”, Homero se queda en el anuncio; por lo que, lo de la flecha envenenada que acierta en el talón -al igual que lo del Caballo de madera- es procedente de otras versiones ajenas a Homero.

Siguiendo con Aquiles, es de conocimiento público el hecho de que era invulnerable, a excepción de su talón, procediendo el relato histórico del hecho de que su madre, la diosa Tetis, lo sumergió de niño, en unas aguas en las que, quien se mojaba en ellas, adquiría la invulnerabilidad, y que, a caer una hoja en su talón o al sujetarlo su madre por ese punto (ignoramos, cual de los dos motivos fue exactamente), el talón de Aquiles no llegó a mojarse, permaneciendo la vulnerabilidad justo en esa zona de cuerpo. Y la “Iliada” homérica habla de Aquiles como del mayor de los guerreros, hijo de una diosa y de un rey, pero no menciona en ninguno de sus cantos la invulnerabilidad de Aquiles, ni mucho menos habla de su talón.

También es harto conocido que Eneas, gran guerrero troyano citado en diversas ocasiones en los cantos que componen la “Iliada” de Homero, se salva del exterminio de Troya, pero como dicha versión concluye con el funeral de Héctor, la sobrevivencia de Eneas brilla por su ausencia en la versión homérica de la “Iliada”.

Y sin perder el hilo de Eneas, vemos que este héroe mitológico (y decimos “héroe” por que era hijo de Afrodita), dio lugar a otra gran obra llamada “La Eneida” que, obviamente, trata sobre su vida, y que fue escrita por Virgilio. Ahí, sí sale el Caballo de madera, cuando Eneas, testigo directo de la caída de Troya, narra lo sucedido en la gran guerra, hasta su huida a nuevas tierras; cuya epopeya, como todos sabemos, concluiría, a través de sus hijos: Rómulo y Remo, en la llamada “ciudad eterna”, construida entre siete colinas.

También pudimos ver en la Eneida, como Eneas hablaba de la muerte de Aquiles por Paris; y, concretamente, en una nota al margen, un escueto relato de la invulnerabilidad de aquél.

Si seguimos profundizando en el estudio de la guerra de Troya, podemos ver que el ciclo troyano, comprende, además de la conocida “Iliada” homérica, los siguientes poemas:

La “Cipríada”, que, atribuida a Estasino de Chipre, está compuesta de once cantos en los que se narran los antecedentes de la guerra de Troya,.
La “Etiopeida”, obra de Arctino de Mileto, da comienzo con la llegada de las amazonas a Troya, en defensa de la ciudad y de su jefe Pentesilea, vencedora de los griegos, hasta su muerte a manos de Aquiles.
“La Pequeña Iliada”, atribuida a Pesques de Mitilene, según unos, y a Pirrhos, según otros, consta de cuatro libros que relatan hechos anteriores a la destrucción de Troya.
“La Iluipersis”, paralela a “La Pequeña Iliada”, consta de dos libros, también atribuidos a Arctino y en cuyo inicio se describe la aventura del Caballo de madera y la historia de Laoconte… “Como se trataba de un sacrificador, llegaron dos culebras desde el mar de Tenedos y le mataron, así como a sus dos jóvenes hijos, deslizándose después, las culebras, hasta el escudo de Minerva. Los troyanos creen ver, en esto, un aviso para que el Caballo no sea quemado ni arrojado al mar. Y Eneas reconoce que la ruina de la casa real es inminente…”
Los “Nostoi” refieren el regreso de los aqueos a sus patrias. Epopeya en cinco libros, que viene a ser como un lazo de unión entre Arctino y la “Odisea”.
“La Titanomaquia”, “La Edipodia” y “La Tebaida”, constituyen poemas que, en modo alguno, pueden considerarse homéricos y en los que constan personajes comunes a la “Iliada” y la “Odisea”.

Como puede apreciarse estamos hablando de una misma historia contada por diversos autores, aunque creemos que la expresión “autores” no es la adecuada en este caso, pues la autoría supone la creación de un relato, y aquí parece ser que todo es procedencia de ciertos cantos populares de los aedas, que se han ido traditando de viva voz, y en algunos poemas escritos más adelante, como sería el caso de Homero, Virgilio y algunos otros, como los mencionados anteriormente. Por ello, más que autores, podemos calificarlos como compiladores de los cantos tradiciones que los aedas y demás pueblos de la antigua Grecia, iban traditando de generación en generación. Y este fenómeno, nos lleva irremisiblemente a pensar si, aquí, la única voluntad presente es la meramente humana o si, además, hay que tener en cuenta una intervención divina al respecto.

¿Qué, porque decimos esto?

Pues porque el hecho de que versiones del mismo relato, emitidas por personas distintas y, sobre todo, por generaciones distintas, incitan a pensar que la Divinidad no esté jugando a su intervencionismo sagrado, haciéndose patente en la transmisión entre las diversas generaciones humanas, o, dicho en términos más conocidos, dando lugar a una Tradición Sagrada. 

Sí, puede parecer osada la expresión, pero hay que tener en cuenta que una de las características que indican al hombre la sacralidad de una Tradición, es su permanencia continuada durante el tiempo, y, con ello, queremos decir: durante mucho tiempo. Nos explicaremos. Las tradiciones meramente humanas, suelen extenderse como máximo a algunas generaciones y luego desaparecen; las sagradas, sin embargo, gracias a la intervención de lo que los metafísicos designan como “elemento no humano”, permanecen durante múltiples generaciones. ¿Qué tradición humana, ha permanecido entre los hombres durante dos mil años, como es el caso del Cristianismo, o durante más de cinco mil años, como los casos de Budismo y Judaísmo? Evidentemente ninguna. Y es porque esa presencia divina (el “elemento no humano” de los metafísicos) ya se encarga de hacerla durar lo que crea conveniente, como guía para ese determinado sector de la humanidad. 

Ahora, volviendo a Grecia, concretamente a la “Iliada”, recordemos cuando Aquiles pide consejo a su madre, la diosa Tetis, sobre su presencia, o no, en la guerra de Troya, y ésta le dice: “Si te quedas en Grecia, vivirás pacíficamente y serás recordado por tus hijos, los hijos de tus hijos y los hijos de éstos, y luego pasarás al olvido como todo ser humano que destaca por sus habilidades entre los demás; sin embargo, si vas a Troya serás recordado por múltiples generaciones y tu gloria sobrepasará el límite humano del tiempo; pero debes saber que, si vas a Troya, ya no volverás de Troya. Ahí vemos como el “factor tiempo” entra en juego, pues la garantía que le ofrece la diosa a su hijo, sigue vigente aun hoy en día. Hace poco más de tres mil años que data la existencia de Homero, y podemos confirmar que, después de treinta siglos, Aquiles sigue sin estar en el olvido. Ello implica que la característica del tiempo, en las Tradiciones Sagradas, se cumple en el caso de las obras atribuidas a Homero.

El hecho de que, según los historiadores, las obras fueron perfeccionadas durante años -además de ratificar la intervención de varias versiones individuales en la tradición-, podría dar lugar a considerarlas como textos inspirados más que sagrados; lo cual es posible, pero no por ello dejaría de estar presente el “elemento no humano”; pues si las obras sagradas son consideradas “palabra directa de Dios” y las inspiradas tan sólo influenciadas por Dios, ello no evita que Dios, sea por acción directa o inspirando a su ser creado, esté presente en el elemento tradicional.

Si acudimos a la comparativa, podemos ver que “El Canto del Divino Señor”, más conocido como “El Bhagavad Gita” -que es considerado como el texto sagrado Hindú por excelencia-, constituye el Upanishad que narra la revelación espiritual de una enseñanza secreta, impartida por Krishna mediante sus conversaciones con Arjuna, en el desfallecimiento de éste; escena central de la famosa obra teatral “El Mahabharata”, que no es más que un extenso poema del que los Vedas dan referencias de sus personajes, cuya escritura, atribuida a Vyasa, data de hace cinco mil años. Aquí vemos la intervención de los Vedas en la tradición de un extenso poema y, que, como ya sabemos, los Vedas son versiones orales que se traditan de boca a oído, y cuyos conceptos escritos constituyeron posteriormente los Upanishads, escritos tradicionales del Hinduismo. El hecho es palpablemente parejo a lo sucedido con “los cantos” de los aedas que se traditaban cantando de generación en generación, narrando gestas que constituían la epopeya que más tarde fuera compilada, por escrito, por Homero y otros, referidos más arriba.

Y, para no trasladarse tan lejos, podemos acudir a la vida de Cristo (es curiosa la semejanza del nombre, con el de Krishna, aunque no chocante, pues sabemos que se trata del Verbo, que es “uno” para toda Tradición Sagrada), la vida de Cristo decíamos, de la que, aun después de dos mil años, hay escritas más de ochenta versiones, y si bien la mayoría de ellas son consideradas apócrifas por la Tradición, cuatro, se tienen por texto sagrado, es decir por “Palabra de Dios”. Y ahí tenemos que, las versiones de la misma historia cuyo redactado es atribuido a los Apóstoles: Mateo, Marcos, Lucas y Juan, constituyen el mismo relato, explicado por cuatro individuos distintos y considerado sagrado, en sus cuatro versiones, por la Tradición.

Ante estas comparativas, vemos que, al igual que en el Hinduismo y en el Cristianismo, las obras consideradas homéricas: “Iliada” y “Odisea”, gozan de no proceder de la voluntad de un solo individuo, si no de la tradición de varios, del hecho compilatorio de otros individuos y de su permanencia continuada durante un tiempo mucho mayor, al que podría conseguir una tradición meramente humana. Ello hace suponer claramente que, sin entrar en si son texto inspirado o sagrado, encierran un mensaje divino que, como tal, debiera encerrar a su vez, un valor simbólico, si, de su lectura, pudieran emanar varios niveles de interpretación, dentro de una escala meramente espiritual. Y ello es lo que nos ha motivado a la elaboración del presente estudio.

En unas reuniones de carácter metafísico a las que solíamos acudir, el maestro que llevaba la voz cantante, hablando una vez sobre el eje principial -ese eje único de donde procede toda manifestación divina y de cuya unión nace el “Hombre Universal”- puso el ejemplo de Ulises que, ligado al palo mayor de su barco, pudo oír a las sirenas, sin ser arrastrado por sus cantos a una condenación segura. El ejemplo era suficientemente indicativo que todo hombre que, en su paso por la vida, esté unido al eje principial, por muchas tentaciones que le rodeen, tendrá la fuerza suficiente para eludirlas a todas. Es cierto que en el narrativo homérico, Ulises propinaba grandes gritos a sus remeros para que le soltaran y poder acudir a la irresistible llamada de las sirenas, pero el hecho de éstos tuvieran los oídos tapados para evitar oírlas, ejercía la doble función de no poder oír a Ulises. Lo que indica claramente que, en nuestro viaje al eje principial que atraviesa perpendicularmente el centro de la circunferencia, debemos armarnos de la simbología suficiente como saber permanecer sólidamente en esa unión con el Principio. Los tapones en los oídos de los remeros y las cuerdas que no dejaban desunirse a Ulises del eje que mantiene el barco vertical, permiten pasar por la manifestación en presencia de las tentaciones y con las garantías de poder evitarlas; es decir, poder estar en la manifestación trascendiendo la relación espacio-temporal. El relato es evidentemente aleccionador a nivel de desarrollo espiritual.

Este indicativo del maestro de las reuniones metafísicas, conllevó a creer en el aspecto sagrado que encerraban las obras homéricas y a analizar qué sacralidad podría contener un poema épico como la “Iliada”, no sólo en la versión homérica, sino también en las versiones de los otros autores citados con anterioridad, pues el conjunto de la historia es lo que se ha ido traditando durante esos treinta siglos.

La “Iliada”, vemos que se inicia con la presencia de Crises, sacerdote de Apolo, en el campo griego y con el propósito de liberar a su hija, cautiva de Agamenón (el rey con más poder político-militar de Grecia). No solamente, no solo no lo consigue, sino que es vejado e insultado por éste, lo que le mueve a suplicar venganza a Apolo contra sus enemigos. La divinidad, acogiendo sus súplicas, envía una epidemia de peste al campo de Agamenón, que produce una terrible mortalidad. Enterado de ello, Aquiles, a través del adivino Calcas, explica a los griegos el origen de sus males, afirmando que el único medio de calmar la cólera de Apolo, es devolviendo Criseida a su padre. La formula irrita a Agamenón y le hace enfrentarse a Aquiles, a quien obliga a entregarle a Briseida (fruto de un botín de guerra), para compensarle por la pérdida de la hija de Crises. Aquiles, se ve obligado a ello e, indignado, se retira a sus cuarteles con sus tropas, negándose a luchar junto a Agamenón.

Llegada la decisión de ir a la conquista de Troya, Agamenón inicia la recaudación de tropas, incitando a los demás reyes a tal empresa. La propuesta no es acogida con fervor, pues, una guerra tal, supone muchos años fuera de casa, pero el rapto de Helena, esposa de su hermano Menelao, por el príncipe de Troya, Paris, ayuda a inclinar la balanza a su favor y organizar el ataque. Obviamente, Aquiles se niega por el odio que le profesa a Agamenón por haberle quitado a Briseida, pero éste envía a Ulises, rey de Ítaca y amigo de Aquiles, a convencerle para acudir a la guerra más grande jamás librada. La inteligencia de Ulises, tiene su peso, pero lo que inclina a Aquiles a acudir a Troya, es la predicción, mencionada anteriormente, que recibe de su madre, la diosa Tetis, de que, a pesar de no volver de Troya, le hará ser recordado por miles de generaciones.

Con Aquiles incorporado, Agamenón ya dispone del heroico y más temido rey conocido hasta ahora, y las naves griegas parten hacia la inexpugnable ciudad amurallada de Troya. Aquiles y su ejército de mirmidones, van en el grueso de las naves, pero aparte, como por su cuenta, y, desembarcando antes que nadie, se mantienen a la observativa, sin intervenir en la batalla. Incluso, Aquiles, ruega a su madre, Tetis, la más bella de las Nereidas, que suba al Olimpo para pedirle Zeus que ayude a los troyanos a fin de castigar la soberbia de Agamenón. Tetis, consigue su propósito y los troyanos, acaudillados por Héctor, consiguen, no sólo mantener a raya a los griegos, sino reducirlos prácticamente hasta su naves. Uno de los hechos acaecidos es el reto a muerte de Alejandro (Paris) a Menéalo, con el acuerdo de que quien venza se quedará con Helena. Al empezar a llevarse Paris la peor parte en la lucha, Afrodita envía una niebla que le aparta de la contienda, dejando a Menéalo sólo, y llevando a Alejandro a y Helena al palacio de la diosa. Allí, Helena reprocha a Paris su cobardía, mientras fuera, Agamenón reclama a la princesa, más todo lo convenido, considerando que el combate fue de Menelao; la negativa de los troyanos da lugar a una feroz batalla y el campo se llena de muertos. 

En Troya, el príncipe Alejandro -llamado por este nombre en la obra homérica, en muchas más ocasiones que Paris-, es reprendido por su hermano Héctor y otros troyanos, por considerarle causante de la guerra. Hecho, que se va apaciguando con el transcurso del tiempo.

Hera, esposa de Zeus y partidaria de los griegos, yace con éste con la intención de convencerle para eliminar su influencia a favor de Troya. Zeus se siente traicionado y la situación hostil la resuelve Hefesto invitando a Zeus y a Hera a un festín.

Las influencias de los dioses entran en descanso por orden Zeus, pero las batallas de la Tierra siguen sin cuartel, y los dioses intentan intervenir favoreciendo a quienes les imploran y así se crea un periodo de cierto equilibrio. En esta fase, Héctor reta al más fuerte de los griegos para una lucha. Como nadie responde al reto, Menelao decide ser él, hecho que impide Agamenón, incitando a otros guerreros. La suerte decide que sea Ayax quien se enfrente Héctor, y, después de una larga y heroica pelea, no hay vencedor ni vendido y ambos contendientes vuelvan a sus respectivos campos aclamados por las tropas.

En uno de los momentos de ayuda de Zeus a Héctor, los principales jefes griegos son heridos, la ayuda de Ayax y Menelao libra de sucumbir a Ulises, Diómedes, Eurípilo, y Macaón. Aquiles, imperturbable y vengativo, lo contempla todo desde lo alto de su navío.

Héctor consigue acosar a los griegos hasta sus atrincheramientos y desde allí se defienden desesperadamente, pero Héctor hunde una de las puertas de la muralla de los griegos y el ataque troyano llega a alcanzar a una de las naves, que acaba en llamas. Héctor conmina a los griegos a la rendición, pero se niega Ulises. Y Poseidón da la fuerza suficiente a los griegos para soportar el ataque. Mientras, Hera, engalanada con sus mejores atavíos, pide a Afrodita que le preste su cinturón y, conseguido éste, va en busca del dios del sueño y sume a Zeus en un dulce adormecimiento. Sin la ayuda del dios, Héctor es derribado por una enorme piedra lanzada por Ayax. La lucha cambia de signo, y los, hasta ahora, vencedores troyanos, huyen a la desbandada. Despertando Zeus, prende a Hera por el engaño, Héctor se recobra y la guerra se recrudece en feroz carnicería por la conquista de las naves.

El impasible Aquiles, ya ha recibido las visitas de algunas misivas encabezadas por Ulises, para convencerle de entrar en batalla, pues todos saben que constituye el elemento necesario para inclinar la balanza a favor de los griegos, aunque Aquiles disfruta con el padecimiento de Agamenón y se niega a intervenir. Pero su talón anímico, no era el de su pie, sino su querido Patroclo, quien alertado por el fuego de algunas naves, ve el principio del fin, y le pide ayuda. Aquiles presta a Patroclo su armadura y parte de sus tropas, y éste consigue reducir a los troyanos hasta las murallas de su imbatible ciudad.

Hera, nerviosa por saber las decisiones de Zeus, le implora, incluso reprochándole, que no se puede favorecer a unos y perjudicar a otros, a lo que Zeus de contesta: “no te preocupes más, Héctor matará a Patroclo y Aquiles a Héctor, y deja ya de molestarme”. Y en el combate que se libra a los pies de la gran muralla troyana, una influencia divina, hace que Patroclo y Héctor luchen frente a frente; en el combate, el dios Febo Apolo envuelto en densa nube, golpeó con la mano la espalda de Patroclo entre su anchos hombros, y los ojos del guerrero se turbaron en un vértigo. Zeus quiso que el casco de Patroclo -que era el de Aquiles- fuera rodando a los pies de Héctor, para que lo llevase, porque su muerte estaba próxima.

El cuerpo de Patroclo, fue conseguido por Menelao y llevado al campamento griego, y la muerte de Patroclo fue el motivo que hizo entrar en combate a Aquiles, quien, deseoso de entrar en lucha por vengar a Patroclo, hizo pedir a su madre, Tetis, que consiguiera una nueva armadura del dios Hefesto. Con esta armadura se lanzó al combate de tal forma, que los troyanos quedaban reducidos a su ciudad amurallada. Según la opinión griega, el responsable de la muerte de Patroclo, era Héctor, y Aquiles le retó en singular combate frente a las murallas de Troya. Héctor, como ya hemos adelantado, solicitó a Aquiles unos honrosos funerales para el derrotado, a lo que Aquiles se le negó por dos veces, incitándole a la lucha; el coraje inicial de Héctor se desvaneció y huyó de Aquiles, dando hasta tres vueltas a las murallas de Troya, hasta el momento en el que, cambiando de golpe su actitud, se giró y como un valeroso guerrero, Héctor, el domador de caballos, perdió el miedo y decidió enfrentarse a Aquiles, el del los pies ligeros. El combate fue épico, pues constituye el punto central entre las fuerzas griegas y troyanas, pero luchaban un príncipe contra un héroe, el hijo del rey de Troya, contra el hijo de una diosa, y la invulnerabilidad de Aquiles, lo convertía en invencible ante la fuerza de los hombres. Después de la larga lucha, la espada de Aquiles había conseguido entrar entre la armadura y el casco de Héctor; éste, herido de muerte, solicitaba de nuevo la honra de unos funerales, y ante la negativa de Aquiles, le dijo: “Te acordarás de esto cuando Paris te mate a las puertas de Troya”. Aquiles, para mayor humillación, ató con una cuerda el cuerpo de Héctor a su carro y lo arrastró ante las murallas de Troya, llevándoselo luego a al campamento griego. Después de los funerales de Patroclo, sólo la tenaz y constante súplica de Príamo, rey de Troya, quien se presentó sorpresivamente en el campamento de Aquiles, consiguió aplacar su ira, y, Aquiles, después de llorar sobre el cuerpo de Héctor, se lo entregó al rey de Troya, prometiéndole una tregua de trece días. Con los honrosos funerales de Héctor concluye la versión homérica de la Iliada.

Por otras versiones de lo que se considera el ciclo troyano, la inexpugnabilidad de las murallas de Troya era inquebrantable, y en una tregua solicitada por Agamenón a instancias de Ulises, los griegos construyeron un enorme caballo de madera y sus naves desaparecieron por el horizonte. El Caballo, sólo en la playa frente a las murallas, ofrecía el aspecto de una estampa divina, el premio por haber derrotado a los griegos, y a pesar de algunas opiniones contrarias como la de Eneas, el Caballo era introducido por los propios troyanos dentro de sus murallas. Después de la larga celebración en plena noche, dormidos y ebrios ya los troyanos, se abría una portezuela en el vientre del Caballo, y mediante una escala, empezaron a descender griegos; quienes, haciendo señales para que las naves volvieran, abrieron las puertas de Troya y asolaron la ciudad. En una de la refriegas, Paris clavó su flecha en el talón de Aquiles, Helena fue recuperada, y el único que no debía morir era el héroe Eneas, quien, además de sobrevivir a una lucha frente a Aquiles -ayudado por su madre, Afrodita, que, en forma de niebla, se lo llevó- debía constituir el vínculo entre la Grecia clásica y la “ciudad eterna”.

Analizada someramente la guerra de Troya, nadie diría, a primera vista, que se tratara de un texto sagrado y, a decir verdad, ni siquiera inspirado; pero vamos a analizar ciertos aspectos para verificar si la acción simbólica está, o no, patente en estos Cantos.

Lo primero que se aprecia es la gran influencia de la voluntad de los dioses, en comparación de la casi inútil voluntad de los hombres, pues las ansias de combatir o de retirarse, eran imbuidas por los dioses en la voluntad humana, y sobre todo en la decisión del combate. En la “Iliada”, son los dioses quienes, de antemano, han decidido el resultado del combate, de la batalla y de la guerra; y las posibles controversias entre los mismos, quedan resultas finalmente por Zeus, el Dios del Olimpo. 

Este hecho se muestra también en el Sufismo, donde se insiste siempre en aniquilar la propia voluntad, dejando que sea Alá quien decida, y de donde se desprenden afirmaciones tales como: “Si tienes deseos de hacer alguna consideración, haz la consideración de no hacer consideraciones, pues, así, dejas que la voluntad de Alá se manifieste al completo”. En el Sermón de la Montaña (y, con esto acudimos al Cristanismo) se dice textualmente: “No os inquietéis por vuestras vidas, por lo que habéis de comer o de beber, ni por vuestro cuerpo por lo que habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento y la vida más que el vestido? Mirad las aves del cielo no siembran, ni siegan, ni encierran en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? ¿Quién de vosotros con sus preocupaciones puede añadir a su estatura un sólo codo? Y del vestido, ¿por qué preocuparos? Aprended de los lirios del campo, como crecen; no se fatigan, ni hilan. Pues Yo os digo que ni Salomón en toda su gloria, se vistió como uno de ellos. Pues si la hierba del campo, que hoy es, y mañana es arrojada al fuego, Dios así la viste, ¿no hará mucho más con vosotros hombres de poca fe? Los gentiles se afanan por todo eso; pero bien sabe vuestro Padre celestial que de todo eso tenéis necesidad. Buscad pues primero el reino de Dios y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura. No os inquietéis, pues por el mañana, porque el día de mañana tendrá sus propias inquietudes; bástale a cada día su propio afán.

Estas narraciones procedentes de textos sagrados, indican claramente que la voluntad del hombre dirigida a los problemas espacio-temporales, constituye un desvío en la vía de la realización espiritual, y que dirigida hacia la trascendencia, no sólo proporciona el logro espiritual que cada uno pueda alcanzar, sino que se extiende también a lo logros materiales que precisamos en el espacio-tiempo, pues lo realizado en la Tierra con la voluntad del Espíritu, es un reflejo de lo realizado en el Cielo, o masónicamente hablando: toda arquitectura Tradicional, es el reflejo de un modelo cósmico.

Como vemos, el aspecto de que, lo ocurrido en la Tierra, proviene de la voluntad divina, no es algo exclusivo de la “Iliada”, pues los textos sagrados de diversas Tradiciones, lo aseveran manifiestamente.

Pero hay una fórmula que obedece en gran medida a apreciar la sacralidad del texto, que es su la aplicación en uno mismo, pues se basa en una ley que nunca falla: “Quien está en el error, intenta imbuírselo a los demás. Aquél que conoce la Verdad, se esfuerza en aplicársela a sí mismo”. Esta ley, proveniente de textos sagrados, nos viene a indicar que aquel que esté intentando constantemente enseñar a los demás como debe hacerse todo, lo más probable es que se encuentre en el error, y que, el que normalmente es de pocas palabras y sus referencias acostumbran a ser hacia lo sagrado, estará más ocupado en hacerse “uno” con la Verdad que emana del texto y del símbolo, que en intentar aplicársela al prójimo. 

Partiendo de esto, llegamos a la deducción de que el texto sagrado no lo han hecho para que miremos si los demás lo cumplen, sino para ver si lo cumplimos nosotros; pues, a los demás, por mucho que queramos, no podemos cambiarlos (además de que no es nuestra misión), pero, con nosotros mismos, podemos hacer lo que nos plazca, nadie va a oponerse (a no ser, que nos opongamos nosotros mismos). Y, si el texto sagrado lo han hecho para nosotros mismos, vamos a analizar la “Iliada”, a ver que aplicación podríamos darle.

Observando conjuntamente las dos Obras: “Iliada” y “Odiesea”, podemos intuir una clara comparativa con la manifestación del Principio, lo que cristianamente se conoce como “Creación”. Todo lo que sale de Dios, vuelve a Dios, la parábola del Hijo Pródigo es bastante clara al respecto. Dios coloca al hombre en la existencia, en un plano donde tiene que operar con la materia y tratar con su prójimo. Ahí, las relaciones humanas que puedan producirse -y que, de hecho, se han producido, históricamente hablando- están manifiestamente expuestas en la “Iliada”: los amores, las guerras, los raptos, las ansias de gloria, etc…, constituyen la Iliada en sí. Pero, una vez conquistada la meta, se produce la vuelta a casa, la vuelta al Principio, del que todos provenimos y, ahí, entra en juego la “Odisea”. Alquímicamente hablando, la “Iliada” sería el “Solve” y, la “Odisea”, el “Coagula”.

Partiendo de la base de que hombre es el ángel caído (y de eso no vamos a hablar, pues sería motivo de otro trabajo) y que eso ha sido la causa de su encuadramiento en la materia, vemos que, en la relación entre los hombres, cuentan sus virtudes y sus defectos, y el roce y divergencia entre ellos mismos, es algo cotidiano. Sería la “pequeña guerra” designada en el Islam; y esa “pequeña guerra” islámica, viene perfectamente plasmada en la “Iliada”. Cuando Mahoma habló de librar una “pequeña guerra” y una “Gran Guerra”, hablaba de la lucha físico-psíquica que el hombre padece a diario, y la lucha espiritual que todo hombre lleva dentro de sí para acabar conociéndose a sí mismo. Como suele ocurrir, la inmensa mayoría del pueblo musulmán, se dedicó a la “pequeña guerra” creyendo que era la “Grande” y se volcaron a la lucha contra el prójimo, por la conquista del espacio-tiempo. Eso es lo que viene representado en la “Iliada”: una actitud humana, desea conquistarlo todo (Agamenón y los que le siguen) y otra, que ya ha conseguido aposentarse con firmeza en el espacio (Troya), desea conservar lo obtenido imperecede-ramente y garantiza su fijación espacio-temporal con la presencia de unas murallas infranqueables a toda acción de conquista.

Ahí quedan definidas dos actitudes meramente humanas: el instinto conquistador y el instinto conservador, y ambos instintos se dan perfectamente en nosotros mismos, de tal manera que podríamos afirmar que, en nuestra guerra interior, hay una Troya que no quiere ser destruida, constituida: por las ansias de permanencia en el espacio-tiempo y por el consecuente miedo a su pérdida. Mi vida ya la tengo controlada, he sabido ganar mucho dinero, he alcanzado una notable posición social, tengo prácticamente asegurado el futuro económico de mi esposa e hijos y, por si algo fallara, tengo varias pólizas de seguros, que se encargarían de cubrir los posibles casos fortuitos que hicieran tambalear mi estabilidad en esta Tierra, en la que me ha tocado vivir. Esto es una Troya en toda regla. Pero quien mucho aparenta, atrae la codicia del ladrón, quien va a la apropiación de lo ajeno disfrazándolo de conquista, y más si uno de los atractivos de Troya -la belleza de su príncipe Alejandro- ha seducido y raptado a una de mis conquistas -Helena, la forzada esposa de Menelao-. E iniciada mi guerra interior entre las ansias de conquistar y las de conservar, aparecen, en mí, cualidades y defectos, como la combatiente honradez de Héctor, el deseo de gloria de Aquiles, la prudencia de Eneas, la confusión de lo real con lo terrenal de Príamo y de tantos otros, la imposición del ego de Agamenón, la inteligencia de Ulises, el cambio del miedo por el valor, en Héctor, en su lucha contra Aquiles, y la nobleza y valentía de muchos de ellos, como la presencia de Príamo en el campo de Aquiles, solicitando el cuerpo de Héctor, y la tregua de trece días concedida por aquél, después de acceder a su petición entregándole el cuerpo de su hijo. Todo este conjunto de eventos que nos “canta” la “Iliada”, nos pueden recodar nuestro quehacer diario por la vida; y ello, es claramente indicativo de que, como todo texto que encierra simbología sagrada, nos ayuda a alcanzar la conquista espiritual, que todo iniciado tiene por meta. 

La fijación en el espacio-tiempo, tiene que caer, y por altas y resistentes que construyas las murallas de tu Troya, ésta acabará cayendo, pues el propio defecto de tu orgullo que te llevó levantarlas, se encargará de derribarlas después, cuando tus ansias por, lo que tú crees, el premio de los dioses, te hagan abrir las puertas para que entre el Caballo de madera que será tu perdición; pues los dioses, no te reservan un destino espacio-temporal, sino todo lo contrario, la trascendencia del mismo para que hombre y Dios sean una sola cosa. Algo difícil de entender desde la fijación a lo sólido.

Podemos ver entonces que “La Guerra de Troya” es nuestra propia guerra, y que, una vez vencida la última batalla, nos quedará la vuelta a casa. Esa sería la vía del iniciado, la del que no ha muerto en Troya, en su deseo de fijación hacia lo grosero, y que, viviendo el presente y creyendo en sí mismo, se ha dejado llevar por los acontecimientos, sin ser los acontecimientos, y tiene la cualificación suficiente para ir superando las trabas de la “Odisea” y concluir el viaje de vuelta.

Si a esto pueden hacernos llegar los “cantos” populares de los griegos, que ellos mismos iban traditando de generación en generación, y que otros, como Homero, supieron plasmar en sus escritos, debemos dar gracias a Dios por una tradición tal, pues la considere, el hombre, sagrada o inspirada, lo verdaderamente cierto, es, que es suficientemente acreditativa de aportar una manifiesta carga simbólica, destinada a servir de soporte para el hombre, en su vía de desarrollo espiritual.

¿Qué requisitos debería reunir para constituir un texto sagrado?

Esa es la pregunta que queda en el aire, que debiera incitar al planteamiento de la posible sacralidad de esos textos tradicionales, que encierran, en sí, manifiestos aspectos de trascendencia. 



* La respuesta que se dio, fue que los requisitos que les faltan a estos textos tradicionales, para ser “Textos Sagrados”, son: 

- La presencia de una Autoridad Espiritual (en Occidente, podríamos hablar del Sacerdocio).

- Su transmisión mediante el Rito Sagrado. 

Sin estos dos requisitos, estos textos que se traditan a través del tiempo y que sin lugar a dudas aportan una cierta trascendencia, no podrían calificarse de “Sagrados”, es decir que no se consideran “palabra de Dios”, digamos, “directa”. Pero sí que transmiten una influencia que sus autores reciben por lo que los metafísicos denominan “inspiración divina” y de ahí que los califiquen como “textos inspirados”.
Como ejemplos de ello, podríamos citar, además de los atribuidos a Homero (Iliada y Odisea), la “Divina Comedia” o “El Quijote”, entre otros; e incluso podríamos extendernos a ciertos cuentos infantiles, que también juegan su papel en este sentido.