La carta de presentación de un político no es hoy en día la que acredita una gestión eficaz y honesta de la “cosa pública” (1), ni una consciencia cabal de las necesidades de una sociedad tan compleja y heterogénea como la nuestra, ni una garantía probada a la hora de resolverlas. El político se presenta ahora como el más capaz de ilusionarse él mismo y de ilusionar, es decir, de crear ilusión en los ciudadanos. Y quede constancia que esto no lo decimos nosotros, sino ellos mismos, cosa que no ha dejado de sorprendernos, pues, confirma por un lado lo que ya se sabia y por otro revela abiertamente que la clase política no siente ya el menor pudor en admitirlo, tan poco que además lo imprime como el mejor de los reclamos electorales, de mascarón de proa a sus programas de partido, pensando quizá que al “rebaño” ciudadano les complacerá sus carismas de magos de salón, de Flautistas de Hamelín, como ha podido verse, por ejemplo, en las últimas campañas a la alcaldía de Barcelona (Febrero 2011).
En efecto, la posibilidad de ilusionar, es decir, de sugestionar, de hipnotizar, de mentalizar a la población es, ya sin disimulo, la gestión principal de la clase política, gestión más relacionada con la “magia” que con la política en sí. Pero como las intenciones son claramente siniestras, se trata más bien de un cierto tipo de “brujería”, burdo sin duda, pero no menos eficaz, sobretodo cuando los organismos de poder cuentan con todos los medios y los medias a su favor. Habrá de creerse al ministro cuando dice: “Nada de lo que está ocurriendo en el mundo, incluidos los editoriales de periódicos extranjeros, es casual o inocente” (José Blanco, Ministro de Fomento. Declaraciones en la cadena Ser, Febrero 2010). La estrategia de echar “cortinas de humo” a todo lo que no les conviene, de dirigir la atención hacia cosas fútiles enmascarando así las importantes de más urgencia, de crear diferentes “corrientes de opinión” confusas y ajenas a la realidad, enfrentándolas entre sí al mismo tiempo que “globalizando” todo eso dentro de un supuesto “pensamiento único”, si no es brujería, como mínimo es pura “prestidigitación”. Así se explica cómo millones de personas víctimas de una “abducción” colectiva, quedan incapacitadas a la hora de reaccionar cuando, además de ver contradecirse flagrantes evidencias, todo atenta contra sus intereses más vitales y legítimos.