El Islam, como el judaísmo y el cristianismo primitivo (hasta su “romanización”), son tradiciones iconoclastas: no conciben hacerse imágenes o representaciones figurativas y/o antropomórficas de lo divino, ya que en su trascendencia lo divino esta libre de materialidad, de forma, figura, condición y limitación alguna, aunque a la vez se manifieste en su inmanencia con todas las formas de la creación mediante una variedad incalculable de seres, modalidades y estados.
Son pues religiones que ponen énfasis en la trascendencia divina más que en su inmanencia, ya que en el segundo caso observan el peligro de caer en un panteísmo o naturalismo, al confundir la acción de la naturaleza sensible con el obrar divino, y de ahí al ateísmo hay apenas un paso.
Apelando sobretodo a la trascendencia, el Islam prefiere representar todo el mundo espiritual de manera abstracta, no figurativa, siendo una cultura de origen nómada. En efecto, el ancestro bíblico de los pueblos árabes –en esa época aún no islámicos- es Ismael, el primogénito de Abraham, hijo suyo y de la esclava egipcia Agar. Los pueblos nómadas, como el hebreo y el árabe original, no se asientan en lugares fijos, no tienen necesidad de construir ciudades ni de practicar sus artes plásticas ya que su vida se desarrolla en ámbitos espaciales siempre abiertos y diferentes al estar en permanente movimiento. Practican sobretodo las artes del tiempo: el canto, la música, la danza, la poesía, el tejido y sobretodo la caligrafía y el arabesco. Pero la base de todas esas manifestaciones artísticas es eminentemente la lengua sagrada, el árabe en este caso.
Al hombre moderno le es francamente difícil comprender qué es una lengua sagrada al ignorar su verdadero alcance, no solo semántico y utilitario para la comunicación, sino revelador, simbólico y espiritual. Las lenguas modernas son realmente mutaciones y residuos de lenguas antiguas, muchas de las cuales ni siquiera eran sagradas en su momento, como el latín (lenguas romances), el normando (alemán, inglés…) o incluso el griego.
Realmente no puede compararse una lengua sagrada con otra que no lo es (ya fuera incluso litúrgica como el latín y el griego). Por poco que se examine, enseguida se aprecia su insondable profundidad y una complejidad y riqueza de posibilidades por completo ausentes en las lenguas vulgares. Digamos que éstas se desarrollan a un nivel puramente horizontal mientras que aquellas poseen una dimensión vertical difícilmente comprensible por una mentalidad configurada en la primera, ya que en gran medida, es el lenguaje y sus posibilidades el que configura la forma misma del pensamiento. Además, ¿el propio pensamiento, cómo funcionaría sin un lenguaje articulado?
Tal y como las matemáticas, ningún ser humano ha podido inventar una lengua de este tipo, esencialmente numérica, algebráica, codificada en símbolos… con asignaciones y correspondencias precisas con todos los niveles y ámbitos de la realidad.
Dicho por ellas mismas, son originalmente reveladas al hombre, inspiradas, no construidas del exterior y sujetas a evolución desde el grito o la exclamación (casi animal) al lenguaje articulado, como cree la modernidad. Todas las lenguas conocidas proceden, se dice, de una lengua primordial o solar (Logâh-Suryâniyyah), también llamada de los dioses, de los ángeles o de los pájaros.
El caso es que con sus veintitantas letras y sus indefinidas combinaciones, ellas sintetizan, tal como la serie numérica también, la totalidad de la realidad, como símbolos vivos de los principios eternos que miden y configuran el mundo en su devenir; y a la vez, como semillas de todos los procesos mentales cognitivos del ser humano, las raíces mismas del pensamiento.
¿Cómo y quién podría codificar de este modo la totalidad de lo comprensible?, Cómo abarcar el todo si no es por captación súbita de su unidad indivisible, por síntesis o revelación, pero nunca por un análisis de los fenómenos externos, de las partes, por sofisticado y exhaustivo que fuera este análisis.
El principio de correspondencia o de unicidad universal no se inventa, se descubre; de ahí que en el verdadero nombre de un ser o una cosa, se dice, exista la esencia y el espíritu mismo de esa cosa. Todo el caudaloso río Nilo, decía Jorge Luis Borges, está en la palabra Nilo. NOMEN IS OMEN reza el adagio latino, el nombre (conlleva o es) un destino, resume la esencia misma de lo nombrado, al mismo tiempo que lo condiciona. En hebreo la palabra Dabar significa nombre y cosa a la vez.
Todo lo que es susceptible de conocer es susceptible de nombrar, y todo lo que tiene nombre es susceptible de ser conocido. Conocer el nombre es conocer la cosa. En ambos casos, todo lo cognoscible y lo nombrable es lo real por excelencia… lo innombrable, lo desconocido en verdad no se manifiesta o bien es irreal. La frase: “… santificado sea Tu Nombre” del Padrenuestro cristiano no significa otra cosa.
No es casualidad que las tradiciones abrahámicas, de origen nómada, se definan como las religiones del Libro, ya que todas tienen como fuente principal de su universo un solo libro, sea la Torah, el Corán o los Evangelios. De hecho, entender o comprender (abarcar) la Creación, es poder “leerla”, es decir, articular o unificar en un todo sus indefinidos fenómenos gracias al intelecto, que aprecia la unidad de las cosas al ser él mismo la dinámica de esa unidad, su acción cósmica-creativa y también humana (microcósmica) en el mundo.
Sin embargo, históricamente no es sino hasta bastante después que la revelación pasa a fijarse por escrito, ya que originalmente son tradiciones orales donde la palabra o Verbo es el corazón mismo de la revelación. Su medio de transmisión es de boca a oído, y la palabra sagrada o mensaje tradicional es aprendida de memoria, recitada, salmodiada, cantada (sama’a), es decir, ritmada, ya que el ritmo le da a la palabra una poderosa fuerza de penetración en el alma humana, tal y como puede comprobarse en la poesía y el canto, en el dhikr, el mantra y el japa.
El origen de la escritura, en efecto, es relativamente reciente en la mayoría de pueblos. Y se explica por situaciones cíclicas y por el peligro de que la tradición ancestral se olvide o se diluya al no disponer el ser humano de las mismas capacidades anteriores. En el pueblo hebreo, por ejemplo, la fijación por escrito de la Torah coincide precisamente con el fin de su existencia nómada en su peregrinaje por el desierto, con su asentamiento y con la construcción del templo de Jerusalén (de Salomón). De nómadas pasan a ser sedentarios.
No obstante, también es cierto que ningún texto escrito, por sagrado que fuera, es capaz de contener toda la Verdad ni la totalidad de la experiencia espiritual, sino es en modo sintético, abstracto, simbólico y codificado, susceptible entonces de interpretar, desarrollar y comentar al dirigirse a una considerable variedad de mentalidades.
De ahí que tanto en el hebreo, como en el árabe o en el sánscrito, (también llamado “devanâgari”: lenguaje de los dioses), cada letra, cada sílaba, cada palabra, cada frase coincide exactamente con una realidad metafísica, cósmica, física, humana y natural, incluyendo lecturas superiores a la literal inmediata. Igualmente, en las dos primeras de estas lenguas, las letras tienen además un valor numérico que se añade al semántico y simbólico, ver el Tseruf en la Cábala judaica y el Ilm-al-Hûruf (ciencia de las letras) del árabe islámico, ambos sinónimos. Tanto la Biblia como el Corán podrían interpretarse en clave puramente matemática valiéndose del simbolismo numérico.
Antes de crear los seres y las cosas Dios determina la existencia de las 22 –o 28- letras arquetípicas, síntesis primera de todo lo existente, y en base a ellas y combinándolas entre sí, todas las cosas toman nombre y forma en el universo. Es decir, que el mundo material está permanentemente prefigurado en el mundo espiritual, mente o pensamiento divino, en forma de letras, esencias, nombres o arquetipos. En efecto, encontramos la misma idea en el cristianismo bajo la figura del Verbo divino, segunda Persona de la Sª Trinidad asimilada al Hijo.
El poder de nombrar le es dado a Adán por Dios en el Paraíso, con lo que de algún modo, el hombre se convierte en co-laborador suyo, ya que nombrar es dar existencia, realidad a la cosa nombrada, sacarla de la oscuridad a la luz.
Pero, ¿en qué consiste el poder de nombrar? En su sentido más alto, es el poder de crear, de manifestar, de llevar del no-Ser al Ser. En lo humano es también conocer, identificar. Y ¿qué es identificar?... sino observar la unidad, el parentesco, en suma, la identidad entre el propio ser humano y aquello a lo que pone nombre, como una parte de sí mismo, prolongación o extensión suya.
Así pues, la totalidad de lo creado está seminalmente presente en el ser humano mismo, llamado por ello “microcosmos”. Y también lo está en la lengua sagrada, en cada letra, sílaba o palabra, hablada, recitada o escrita. Como decíamos, el mundo es un libro (Liber Mundi) donde las letras y las palabras constituyen los seres y las cosas.
Por sus propias características teológicas, el Islam no ha necesitado desarrollar todas las posibilidades figurativas de las artes visuales como el cristianismo, por ejemplo, al disponer de una lengua sagrada tan poderosamente sintética, haciendo del arte caligráfico en especial su principal disciplina artística, no solo en lo textual, sobre el papel, sino igualmente en toda la arquitectura combinándose de manera portentosa con ella, con el arabesco y con la geometría en edificios religiosos y civiles.
La fijación en el espacio de una realidad espiritual es tarea principal del arte sagrado. El arte islámico no imita las apariencias de la naturaleza, sino “su forma de operar” invisible al ojo humano, pero no menos evidente al intelecto. El arte sagrado hace visible lo invisible.
El arte islámico, como el arabesco y la caligrafía, es abstracto pero no en el sentido moderno de la palabra. La verdadera abstracción de la realidad no es fruto del capricho humano, como muchos artistas modernos pretenden, sino que es una ciencia fruto de una profunda meditación sobre las causas, principios y categorías de lo que llamamos “realidad”, como es la numerología, la geometría y el propio lenguaje sonoro y visual. Y es por ello que en el tasawuuf o sufismo, estas disciplinas sirven de base iniciática de oficio a la realización espiritual, encontrándose entre calígrafos, artesanos, poetas y músicos a grandes maestros espirituales.
La geometría, por ejemplo, es abstracción y síntesis racional del propio mundo corpóreo en toda su extensión, pero contemplado no desde el exterior y la apariencia, sino desde su causa sutil. Desde el punto inextenso, la línea, el plano y el volumen, ella describe todo el despliegue de las formas en el espacio, partiendo de un vacío matricial metafísico. Además, la geometría es el cuerpo mismo del número, es decir, del ritmo, que ella lo expresa como proporciones según leyes precisas. El número se manifiesta como ritmo con respecto al tiempo y como forma y proporción con respecto al espacio, siendo ambos una sola realidad indivisible.
La caligrafía, igualmente, expresa de manera bien clara las propias flexiones de la palabra, que es emisión articulada y sonora del pensamiento mediante el hálito, la respiración. Y la árabe en particular, por su entrelazamiento continuo, es imagen bien gráfica de la articulación y concatenación de los conceptos en un orden unitario coherente. Es pura expresión del ritmo vital, de sus flujos y reflujos, de las pautas de la respiración y los tonos musicales del canto. La caligrafía resume todo eso según una ley de armonía y mediante una abierta estilización de las letras, de gran dinamismo estético en el caso del árabe.
Existen muchos estilos de caligrafía árabe, desde el más austero y geométrico al más barroco y ornamental. Sin embargo todos provienen de tres principales: El Nasj, derivado de la antigua letra cursiva preislámica, usado sobretodo para copiar manuscritos. El Ruq’a, derivado del Nasj, de letra apretada y sin ornamentos. El Cúfico, el más antiguo y con influencias del alfabeto siríaco, muy geométrico y macizo. Y el Thuluth, el más barroco, de letras largas y estilizadas incluyendo ornamentación.
En resumen, todo el mensaje espiritual del Corán podría decirse que está contenido en la gramática árabe, en su geometría y arquitectura, en la caligrafía, y otras ciencias sagradas del Islam, como la música y la poesía, inseparables del arte y su tratamiento ritual.
En cuanto al arabesco, y ya para concluir, Titus Burkhardt dice algo que puede aplicarse perfectamente a la caligrafía:
“No es simplemente un substituto del arte figurativo, que está prohibido por la ley islámica (shari’a). Prescindiendo de que esta ley puede interpretarse de diversas maneras (dentro del propio mundo islámico), el arabesco, con su repetición rítmica, sirve para un propósito artístico bastante diferente al del arte figurativo, hasta es contraria a él, ya que no busca capturar la mirada para llevarla a un mundo imaginario (mental y episódico), sino por el contrario, liberarla de todas las preocupaciones de la mente y la imaginación, parecido al modo que lo hace la observación del agua que fluye, de los trigales que se mecen al viento, el caer de la nieve o el danzar de las llamas del fuego. Tal contemplación no produce ideas específicas, sino un estado del ser que es a la vez reposo y ritmo interior. Esto es arte abstracto, pero nada en él tiene su origen en un tanteo medio subjetivo, medio consciente, más bien es regla consciente. (…) Es el más puro símil de la manifestación de la realidad divina (al Haqiqa), que en todas partes, en cada ser y en cada cosmos es el centro sin que ningún ser, ninguna cosa, pueda pretender ser él mismo su única imagen, de modo que se refleja de centro en centro infinitamente.”
La civilización hispano-árabe. Alianza Editorial. Pg. 241