Paramârthasâra. Abhinavagupta. V-46. Comentario de Yogarâja.
El Divino Juego, Lîlâ, Kridhâ
En el Shivaísmo advaita de Cachemira, la idea de Universo, Manifestación o Creación como juego divino, como pasatiempo gozoso (Kâma, Râga) del eterno Sí-Mismo jugando consigo mismo, es más primordial y destacada incluso que en el propio Vedanta advaita. Ciertamente, algunas formas tradicionales no comparten esa perspectiva de lo mismo, incluso veríamos alguna que la consideraría una frivolidad y un desatino. (1) Sin embargo, la doctrina espiritual que la apoya es tan solidamente coherente que ningún argumento podría en verdad rebatirla.
Su doctrina metafísica se despliega como una íntima dialéctica que establece la Suprema Conciencia entre Ella Misma como Sujeto eterno (Yo supremo, Parâmahamta) y a la vez como Objeto eterno de Sí Misma, como un juego entre la “yoidad” (aham) y la “esoidad” (idam) suyas.
Es posibilidad inherente a la omnipotencia divina proyectar un alter ego, reflejar en el seno de su realidad infinita la ilusión, “real” pero pasajera y condicionada, de finitud, de universo, manifestación o “creación”, en suma, de crear la ilusión de límite dentro de su ilimitación misma, de un “eso” u “otridad” (aparente y diferenciada) además del Yo único o Sí-Mismo. En lo ordinario, eso se experimenta como la realidad de un sujeto conocedor separado y diferente de la realidad conocida, con todas las implicaciones que eso conlleva.
Llamamos creación al génesis permanente (simultáneo y cíclico) de la finitud en el seno de la infinitud. Y en lo íntimo de cada cual, a la aparición, en y dentro de la pantalla de la conciencia, de un epifenómeno “ilusoriamente” externo que llamamos vida, el cual empieza con una corporalidad u objeto material diferente del sujeto espiritual y mental. En efecto, uno mismo es sujeto y objeto de sí mismo, lo cual entraña realmente una paradoja y un misterio.
Este proceso “creacional” (metafísico, ontológico y cosmogónico), es entendido siempre como protagonizado por un mismo Principio, Conciencia o Yo supremo absoluto, pero activado por energías inseparables suyas, como es el caso de la inseparabilidad o no-dualidad de Shiva y Shakti. Shiva es pura, libre y plena auto-conciencia infinita, Shakti es todos sus ilimitados poderes.
Un poder y una libertad (Svatântrya) inherentes a la Auto-Conciencia suprema (Shiva) en tanto auto-luminosidad infinita (Prakâsha), es el de auto-reflejarse a Sí-Misma (Vimârsha), auto-conocerse (Jñâna-Shakti) como Yo o Identidad Suprema (Sujeto último), única e indiferenciada, y también al mismo tiempo, como Universo o despliegue diferenciado de sus propias potencias, posibilidades y contenidos, el “Eso”. Y en ese vaivén de Sí-Mismo a Sí-Mismo como Sujeto y Objeto de Sí-Mismo, reside el juego divino de Shiva que, naturalmente, no consiste en ganar a nadie, sino en ocultarse y revelarse a sí mismo, como en el juego del escondite.
La propia Creación es una paradoja, un oxímoron, pues el propio Shiva, al mismo tiempo que se revela y manifiesta a través de ella, es decir, de todos sus estados y formas posibles, también a la vez se oculta permaneciendo escondido detrás de esas mismas “apariencias”. Se auto-limita a Sí Mismo permaneciendo a la vez libre e ilimitado, lo cual es pura magia.
Precisamente, en el Shivaismo advaita cachemir, este doble poder de la Suprema Conciencia de auto-revelarse y de auto-ocultarse bajo las apariencias, esta determinado por dos shaktis especialmente importantes en relación a este tema y al de la realización espiritual, respectivamente: Anugrâha-Shakti y Tirodhâna-Shakti. La primera, símbolo del descenso o “desborde” de las emanaciones espirituales (Shaktipata), es Gracia pura, efusión desinteresada, gratuita, iluminación, reconocimiento directo de lo Real que retira el velo ilusorio de las apariencias para revelar la única y verdadera Realidad de Shiva, su plenitud (pûrna) y permanencia absolutas.
La segunda, al revés, corre un velo de ignorancia (Akhyati) sobre esa auto-conciencia, quedando oculta tras el disfraz ilusorio y múltiple del Samsâra, pero también real a su modo; la ilusión de “limite”, de limitación y separación, vela esa plenitud compacta, homogénea e ilimitada. Y es así que el Vedanta advaita es tajante al respecto, no admite otra realidad al Universo sino es como una pura ilusión urdida por Mâyâ.
El Shivaismo cachemir es más prudente, le otorga realidad en cuanto expresión misma de la libertad creadora del Sí-Mismo, y apunta como ilusión no al mundo mismo, sino verlo separado y diferente de ese Sí-Mismo, ver la inmanencia separada de la trascendencia. La verdadera ilusión es aquí la ilusión de “separación” (dualidad como oposición), la cual conlleva, igualmente, confundir las apariencias con la realidad y al Ser verdadero con el ser efímero y mortal.
La acción de “velamiento” u ocultación (tirodhâna), atribuida también a Mâyâ (otro aspecto de la Sakti), es también y sobretodo, un acto de “disimulación” (de símil: semejante, parecido (“aparente”), pero no el mismo; de “par”: dos). El acto de disimulo es un acto hipócrita, pero hipócrita, palabra griega (hypocrités), es ante todo y literalmente el “actor”, y el teatro es el arte del disimulo por excelencia sin ápice peyorativo alguno. Y el actor, el buen actor, es rey y maestro del disimulo, aquel que borda los personajes que interpreta, por disímiles que sean, como verdadero camaleón. Precisamente, para disimularse ante posibles peligros, este animal se camufla también para pasar desapercibido, de tal modo que su verdadero ser desaparece bajo el disfraz del camuflaje.
Según el mismo simbolismo advaita (no-dual) del teatro, Âtma (Sí-Mismo, Ser supremo, Chaitanya, Conciencia o Espíritu puro), se convierte y es también Jivâtmâ, alma viviente, individuo (Cid-Anu). Mientras el segundo ignora al primero, el primero “encarna” o disimula simplemente la posibilidad de auto-ignorarse como tal en favor del personaje, es decir, ilusoriamente. El Actor supremo se convierte e interpreta indefinidos papeles y se mete en la piel de indefinidos personajes. Así pues, hay una directa correlación de identidad entre Âtmâ y el actor, y Jivâtmâ y el personaje, entre el Yo verdadero o auto-conciencia y el ego mental o “sentido de individualidad”, que no es sino conciencia refleja, máscara.
En el ser mismo coexisten pues dos “yóes”, o mejor dicho, dos aspectos de un mismo Yo, uno verdadero y otro falso o bien real pero en tanto máscara o disfraz del otro, ya que no existen dos “Sí Mismos”: “Dos pájaros, siempre unidos y conocidos por el mismo nombre, están estrechamente asidos al mismo árbol. Uno de ellos come los frutos dulces, el otro observa sin comer”. (Mundaka Upanishad, 3. 1, 1)
Retomando el sentido que tiene la máscara en el teatro mítico sagrado, René Guénon asimila Âtmâ a la Personalidad (el ser espiritual y permanente) y Jivâtmâ a la individualidad (psico-somática e impermanente). Persona es lo que en griego significa la palabra “máscara”. (2) El actor tradicional asume el papel que la máscara simboliza, sea dios, hombre o demonio, y el individuo o ego desaparece bajo ella. En la vida “ordinaria” es el verdadero actor que desaparece detrás de la máscara del personaje o ego individual-social.
Y aquí se abre toda una ontología metafísica sobre la paradójica y misteriosa unidad (indivisibilidad) entre el Sí-Mismo y el no-Sí-Mismo, entre Âtmâ y Jivâtmâ, entre el Yo eterno y el ego mortal, unidad que se extiende también a lo metafísico y lo físico y entre el actor y el personaje según la perspectiva del teatro sagrado. (3)
Sin embargo, esa indivisibilidad de los dos no excluye en absoluto el poder diferenciarlos, discriminarlos (Vivêka) perfectamente, ya que la relación de identidad no es la misma ni reversible, uno es principio y razón de ser del otro, pero no a la inversa. Su confusión e inversión es precisamente lo que conlleva ignorar este hecho. El verdadero conocimiento (Vidyâ, Jñâna) es, pues, el que elimina esa ignorancia, por el re-conocimiento de la verdadera identidad.
Âtmâ y Jivâtmâ, Actor y Personaje, Yo y Ego
El actor no es ni está condicionado por el papel que interpreta, no está limitado por el personaje sino sólo mientras dura la representación y de modo relativo, simulado, es decir, falso. Si en medio de la obra se siente indispuesto, puede dar por acabada la función o ser substituido por otro actor, incluso puede improvisar. La suerte del personaje, en cambio, no depende de él, sino del estricto guión que le corresponde, previsto al detalle. De hecho no existe como entidad propia, sino como elemento imaginario del guión, como proyecto o invento de otro. Carece absolutamente de libertad, todo en él está predestinado y destinado, hasta el más simple gesto, acción, emoción o palabra. Incluso si su papel es de hombre libre, rico o santo, es falso; su libertad, su riqueza y su santidad son papeles del guión y un simulacro su puesta en escena.
Es evidente que el actor no es el personaje, pero al mismo tiempo lo es mientras lo interpreta. Él da “vida” al personaje, lo “actúa”, es decir, lo manifiesta, lo crea y recrea, lo cual es un arte y también un sacrificio (de sacrum-facere), pues renuncia a su identidad para dársela momentáneamente a él. Pero ni es el personaje ni se confunde con él ni su destino es el suyo. Ni tampoco su vida empieza o acaba con la de aquel. El actor no sufre realmente las vicisitudes del personaje. Mientras dura la función parece que sí, pero solo lo “parece”, es una ilusión, un juego, un engaño.
Es cierto que si el actor, por un episodio de ofuscación, de confusión mental o emocional, se identifica con el personaje y “pierde los papeles”, se esclaviza a él, queda prisionero en su pequeño mundo, siempre mezquino y limitado por su propia definición particular. Sin embargo, él no cesa ni puede dejar de ser el actor y no el personaje. Por mucho que se lo crea, que lo sufra, que lo “encarne” o imite, nunca será el personaje sino una paranoia momentánea, porque el personaje es una invención suya –o del guionista-, una interpretación, no al revés. No es el actor el producto imaginario del personaje sino a la inversa. Éste no podría ni imaginar ni sospechar las posibilidades del actor. Del mismo modo, en la medida que el actor despierta de su ilusión obsesiva, de su confusión con el personaje y de su sumisión a la esclavitud que, ilusoriamente también le impone aquel, puede recuperar su libertad, su identidad que no había perdido nunca sino acaso olvidado, descuidado.
En todo este episodio, el personaje no ha jugado ningún papel activo, consciente ni voluntario, más bien lo contrario, negativo, pasivo, pero no exento de interés. Antes bien, ha supuesto la escenificación de una trama ilusoria para recrearla, resolverla y escapar de ella (liberarse) al reconocerla como tal. Ha supuesto un perderse para encontrarse, un olvidarse para recordarse.
Recordemos que la raíz de la palabra latina ilusión tiene dos acepciones inseparables: engaño (illudêre) y juego (ludêre), lo cual confirma el propio sentido del Lîlâ, que incluye también la ilusión (Mohâ). Pero también el de arte y artificio (“juguete”), magia, prestidigitación, fantasía, sugestión, maravilla (Camatkâra) y sorpresa, que es precisamente el aliciente primordial del juego, y no precisamente “ganar”. En el niño es claro que su inocente inteligencia posee una ilimitada capacidad de sorpresa, y toda ocasión es un motivo de juego para él.
Aquí no hay nada que ganar ni nadie a quién ganar; no hay adversario ni contrincante, ni ningún otro con quién competir sino es en modo ilusorio, jocoso, término que, por cierto, incluye el sentido de juego, diversión y comicidad. Al verdadero jugador, al actor, no le falta nada ni necesita nada, más bien trata de jugar por jugar, para encontrar en el juego mismo la clave, el sentido y el goce de reconocerse como juego mismo y no como entidad separada que necesita hacer algo para conseguir algo que no tiene. Él se manifiesta a sí mismo como espectador y espectáculo siempre abierto a lo infinito, es decir, a lo sorprendente. Sorprenderse a sí mismo es aquí la cuestión. En efecto, el “asombro” y lo “asombroso”, es aquello que se revela o se descubre al salir a la luz, apartándose de la “sombra”, de la oscuridad.
Sobre esto mismo dice la Sra. Fernández Gómez: “Frente a la realidad humana, caracterizada por la escasez y la limitación, el ámbito divino (del juego) representa la plenitud carente por ello de deseos o necesidades. Su actividad dimana de la sobreabundancia, y es absolutamente libre y autónoma, carente de finalidad alguna, pues nada le es externo ni, por lo tanto, objeto de deseo.” (El columpio de los dioses: hacia una estética comparada del juego. Rosa Fernández Gómez. Pg. 55.)
Sigue la misma autora: “Gadamer define el juego como un movimiento pendular –como el columpio- dotado de una dinamicidad intrínseca y autónoma, es decir, carente de objetivos o finalidad externa: <El juego representa claramente una ordenación en la que el vaivén del movimiento lúdico aparece como por sí mismo. Es parte del juego que este movimiento tenga lugar no sólo sin objetivo ni intención, sino también sin esfuerzo. Es como si marchase solo.>
En efecto, marcha solo porque en él se disuelve la estructura sujeto-objeto, y si de algún <sujeto> puede hablarse es el juego mismo el que desempeña ese papel; (“el juego juega”). La disolución de la tensión dialéctica entre sujeto y objeto, es debida al hecho de que el juego posee una esencia propia independiente de la conciencia –relativa- de los que juegan. En la actividad lúdica los participantes pierden hasta cierto punto la consciencia individual de ser por separado, y ello permite que el discurrir del juego sea espontáneo y carente de esfuerzo. (…) Si los jugadores mantuvieran la consciencia de sí que tienen en la vida ordinaria, diríamos que <se toman el juego demasiado en serio> o incluso, llevado a un extremo, que son unos <aguafiestas>. <El sujeto del juego no son los jugadores, sino que a través de ellos el juego simplemente accede a su manifestación.” (Ibid. Pg. 57)
Por el hecho mismo de ser infinito, no solo en duración y extensión sino en poderes, el infinito siempre puede sorprenderse a sí mismo, para él no existen cosas difíciles o imposibles, porque no acaban nunca sus posibilidades, son ilimitadas. Y si parece que se acaban, eso forma parte del guión, es decir, de la ilusión, tanto como el comienzo. Se cierra un “acto” o un ciclo para pasar a otro más sorprendente aún. Como un gran Mago, Él puede hacer surgir de la nada un universo siempre nuevo y renovado.
En cuanto a la libertad del personaje, evidentemente es siempre nula; el verdadero libre albedrío no le concierne en absoluto, de hecho ignora por completo qué sería eso. Todas sus decisiones ya están consignadas, programadas, tanto como las situaciones que atraviesa y el destino que le depara el guión. Alguien dijo: “ser actor no es algo que hagas, es algo que eres”, y el personaje no es un ser sino una máscara, un papel.
Pero abandonado a sí mismo, y creyéndose el actor (el que crea su propio destino, su propio papel), el personaje sueña con ser libre pero ignora su verdadera identidad, su principio, su final y su verdadera función en la obra. No cree que sus propias características individuales, que reitera sin cesar, su propio “papel”, son el guión de su vida y su destino… Incluso cuando se le advierte de su condición real de personaje, de su confusión, no se lo cree, no se conforma con ser producto o máscara de un actor invisible para él, ya que está escondido, velado en su propia mismidad, en su más íntima singularidad o subjetividad.
Del mismo modo, el personaje no puede atribuirse realmente ninguna acción propia, ya que precisamente quién “actúa” es el “actor”, el personaje es “actuado”, recreado, representado. Esa falsa autonomía le induce a compararse y a competir con otros personajes, tan ilusorios como él, y establecer categorías, clasificaciones, etiquetas, filias y fobias, etc… Y en lugar de reconocer al verdadero actor, imita a los personajes que son de su agrado. Pero hasta eso está incluido en el guión, que básicamente trata de todas las peripecias que surgen de la interacción entre los diversos personajes.
El teatro sagrado considera también la íntima relación que suscita la presencia simultánea de actor y personaje.
La vida del personaje es transitoria, dura lo que dura la obra, empieza y acaba con ella; la del actor es anterior y posterior, es permanente. Cuando acaba la función, el actor se quita la máscara del personaje y vuelve a ser el actor que nunca ha dejado de ser. El personaje surgió del actor y se ha reintegrado al actor. Aparece al abrirse el telón y desaparece al cerrarse.
En el escenario, cuando miras al actor ves al personaje; realmente ves a los dos, pero reconoces al actor por el personaje; el actor se esconde tras el personaje, y en verdad pasa desapercibido, sobretodo si es un buen actor. En el escenario nunca puedes ver sólo al actor ni sólo al personaje, sino que ambos son inseparables. Pero realmente, el personaje nunca ha existido de modo independiente y separado del actor, ni por sí mismo, sino decíamos, como representación, como actuación. El único verdaderamente “real” es el actor… antes, durante y después de la obra.
Al acabar la función los papeles también se acaban, como los personajes. El cuadro de actores al completo sale al escenario para saludar y despedirse. Los actores que han interpretado los personajes más “malos” y los que han hecho de “buenos”, son igualmente aplaudidos, ya que igual mérito artístico tienen esos papeles en el teatro. No se aplauden a los personajes buenos y se silba o abuchea a los malos, no se trata de un “juicio” a los personajes, sino que se aplaude el buen hacer de los actores según su papel necesario en la obra. Los juicios, premios y castigos que se dan entre sí los personajes forman parte del guión y su validez caduca al concluir la función.
El espectáculo era una ilusión, una ficción, un juego, un entretenimiento para divertirse, para disfrutar, para gozar de una manera mucho más plena que la pequeña suerte de los personajes singulares, ya sean felices o no, que aparecen en la obra. Contemplar y participar al mismo tiempo es un goce completo, ser testigo y actor al mismo tiempo es la plenitud del espectáculo teatral y de todo acto creativo y de juego divertido.
Efectivamente, la palabra teatro procede del griego y significa contemplar (theonomai: yo contemplo, con la partícula theos: dios; de ahí también teoría, teorema, etc…). El “theatro” es el lugar idóneo para “ver” y contemplar “variedades” (Variétés), es decir, la diversificación aparente del “theos” y reconocer (Pratyabhijña) a la vez su unicidad esencial; también con el contemplador o “espectador”, de ahí espectáculo, algo creado realmente por un espectador, por alguien que con tan solo fijar la atención, la visión o la mirada, crea un encuadre, un espacio simbólico, un “escenario”, que a modo de espejo refleja su propio rostro.
No en vano, la palabra Dios, del latín Deus y éste del griego Theos, deriva del indoeuropeo: Dev, (Deva o Devatâ en sánscrito), cuya raíz es doble; Diw: brillar, resplandecer, iluminar (de ahí: día, diurno, etc…), y Diiv: jugar, divertirse. De hecho, la palabra universo significa un-verso, discurso o palabra (Vâc), el “Discurso único”, de donde también: di-versión y verso. Así, la palabra Dios viene a decir literalmente: Luz que juega consigo misma, “Luz juguetona”, así llamada precisamente (la “juguetona”) a Lâlîta Tripura Sundari (o Shodashi), uno de los aspectos principales de la Shakti en el tantrismo y el Sri-Vidyâ, presentes también en el Shivaismo advaita cachemir.
Para establecer las correspondencias de modo preciso, en el hombre ordinario, ignorante de su Sí-Mismo (Ser o Yo verdadero), el “personaje” no es solo el papel o máscara que asume de cara afuera el individuo, los roles sociales que despliega a conveniencia, sino el individuo mismo como tal (Jivâ, Cid-Anu), o sea, el ente psíco-somático. Esos roles o “egos” son “legión”, dice la Biblia, y forman parte de lo mismo, sub-máscaras o copias de la misma máscara. Además, ya veíamos que el verdadero arte del disimulo no reside en el personaje, sino en el actor. El ego tiene muchos personajes sub-contratados, tan ilusorios como él, no son sino aspectos del bien hacer del actor.
El Actor, Âtmâ o Sí Mismo (el Yo) es inmanifestado, incondicionado, informal, continuo y eterno, pura auto-conciencia. El personaje o Jivâtmâ (el ego o el Âtmâ con upadhis: límites, condiciones…) es manifestado, limitado, discontínuo y formal; es solo mente y cuerpo. Actor, vimos, viene de acto, en sánscrito kriyâ, karma, acción o hacer, el que realmente “hace”, y no el personaje, que es producto de la acción artística o actuación del actor. En el Shivaismo advaita cachemir, más que la palabra Lîlâ para juego divino, es Kridhâ, de Kry, hacer (Kârma, etc…), la cual señala más netamente el “acto” creativo o “artístico” en sí mismo que su condición puramente ilusoria que trae aparejada la otra.
Así pues y vista desde su perspectiva tradicional, por cierto aquí unánime, la pretendida autosuficiencia y “libertad individual” del ser humano, que enarbola como “mantra” identitario la modernidad, es una perfecta falacia porque tal libertad no le corresponde para nada en tanto mero individuo o ser “atomizado”, en tanto “personaje”. Es Âtmâ en forma humana, como “Hombre” (o “compendio de todas las cosas”, “medida de todas las cosas”, “imagen y semejanza” o Hijo del Cielo y de la Tierra), que realmente es una totalidad, un Microcosmos, y no un pedazo, producto o porción de algo. Es su visión “individualizada” de sí mismo, es decir, fragmentada, parcializada, quién no le permite verse como una sola cosa con todo. De ahí que en tanto tal, como Hombre, sea, por un lado, muchísimo más que un “animal racional” (sino un Micro-Theos), y por otro, muchísimo menos de lo que se piensa como simple individuo, “ciudadano” o unidad de la especie o masa social, como simple mente-cuerpo.
Personaje, individualismo y egotismo
El culto al “personaje” (literal.- ego-latría) merece una atención especial aquí, siendo uno de los cultos preferidos de la mentalidad moderna, como el culto al cuerpo y a la idiosincrasia ilusoria, voluntarista, impositiva y “competitiva” del ego.
Como efecto del egocéntrico individualismo moderno, basado en una supuesta supremacía del individuo humano por encima de todo, la confusión entre alma y espíritu, personalidad e individualidad, actor y personaje, ha llegado a su paroxismo.
La modesta sencillez o “naturalidad” del hombre tradicional antiguo -o contemporáneo-, las “buenas costumbres”, las leyes de cortesía, caballerosidad, “urbanidad”, amabilidad… más elementales de antaño, han mutado en una nerviosa afectación a la defensiva y en una arrogancia nada disimulada, más bien insolente, como talante general para relacionarse con el prójimo. Ha creado una actitud normalizada de “arrogancia”, de reafirmación de la egoidad basada en una supuesta y democrática libertad, autonomía y libre albedrío suyos, tan ilusorios como sus pretensiones. Las causas no son otras que una grave confusión e inseguridad interior, y los efectos, armar y blindar lo mejor posible al precario ego –imaginario- siempre a la defensiva ante posibles conflictos con el destino y con otros egos diferentes. El resultado final es añadir nuevas limitaciones colaterales a la limitación esencial que presupone la propia individualidad. Añadir más ilusión a la ilusión.
El egoísmo es la ilusión del ego de hacerse suyas todas las cosas, empezando por la identidad, por el “yo”, que se confunde con el estado corporal, siendo el ego un mero constructo mental. Pero también se arroga la voluntad, las ideas, el pensamiento y la acción, atribuidas como “suyas” en particular, que no es sino lo que significa la palabra “arrogarse” y arrogancia. No en vano, ego, en sánscrito, se llama Ahamkâra, es decir: aham: yo; kâra: hago, yo hago, definiéndose el ego como un acto ignorante de apropiación del acto y de la “personalidad”. Eso es decir que el personaje, la máscara, se atribuye el papel de actor… el títere se pretende el titiritero.
Como ente “democrático”, o sea libre y “auto-suficiente”, el ego ahora tiene derecho a todo y casi ningún deber; es libre incluso de negar, ningunear o tergiversar todo lo que ignora… y también lo que sabe. Tiene derecho a rechazar o doblegar todo lo que no se adapta a sus expectativas e intereses particulares, ya que bajo la máscara de un derecho de iniciativa del ego, está la “competitividad”. Pero es una competitividad falsa, perversa, no actúa ni se define como solvencia real, ser “competente”, profesional y honesto, sino como pura estrategia egoísta de “salirse con la suya”.
El ego moderno, liberal y democrático, tiene derecho a dudar de todo, creer en lo que quiera y, sobretodo, a satisfacer, si puede, todos sus deseos, sueños y fantasías; ese es su derecho natural y su razón de ser. Pero no se da cuenta que vivir en la dualidad que implica estar de-finido y además de-finirse, es estar “doblegado” a ella, doblemente doble-gado, siendo de hecho la misma palabra. Parece olvidarse que es un ente limitado, mortal y caduco, un producto del momento y del lugar, el minúsculo episodio de un gran drama… aunque los hay que se ilusionan en perpetuar su nombre e incluso la forma… y ser inmortales en el futuro, cuando la ciencia avance más…
Nada podría estar más cerca de la “inversión” o “pérdida de papeles” como estos argumentos. Ni ser más falsos en teoría y en la práctica. Las pretensiones del personaje han hecho del individuo una verdadera caricatura de él mismo, que se retroalimenta sin cesar de un medio cultural igualmente caricaturesco, esperpéntico. Es la Gran Obra en clave de Farsa, Sainete o Tragicomedia escatológica (el Kalî-Yuga del Kalî-Yuga), o de Carnaval perpetuo como decía Guénon. (4)
El ego aquí, pues, se convierte en el “parásito” del Yo, en un ladrón, intruso o suplantador de la identidad, en un falso “actor”. Se invierten los papeles y las funciones. Y a falta de nada mejor a su alcance, es la fantasía mental del ego, excitada por una ignorancia radical de la verdadera identidad y los múltiples deseos y necesidades que la falsa le reclama, su fantasía, decíamos, queda consagrada en los altares como el más preciado de sus valores, el pensamiento “libre”, que coincide perfectamente con el “pensamiento único”, es decir, el colectivo y “políticamente correcto” de la mayoría. El arte moderno es la expresión más neta de esta tendencia, donde todo le está permitido ahora al artista y a la genial fantasía de su ego creativo.
La gran paradoja del ego es que, a pesar de no tener existencia real ni propia, de ser una sombra, imagen o construcción mental que se hace el individuo de sí mismo, no deja por ello de tener menos poder sobre él, hasta el punto de hacerlo una parodia o caricatura suya, un esclavo. Porque mientras hay residuos de confusión e ignorancia de identidad no hay plena consciencia de la estafa, ni posible verdadera felicidad. Viviendo una vida irreal, creyéndote alguien limitado que no eres, no se puede ser verdadera ni plenamente feliz. La felicidad o libertad esta en el actor, no en el personaje, y especialmente en su absoluto libre albedrío, el que le permite ser Él Mismo y además todo lo que quiera .
El ego solo existe en el pensamiento, es un producto de la mente. En el intervalo entre pensamiento y pensamiento, sea corto o largo, el ego no existe. Tampoco existe en el sueño profundo ni en la mente concentrada o absorbida en algo. Como decía Ramana Maharshi: “Es como el gusano que deja el asidero sólo después de agarrar otro” (Evangelio de R.M. C-5, pg.21). Su no-existencia como Yo particularizado, parcializado, “atado” (Pashu), sólo puede conocerse cuando está fuera de contacto con los pensamientos, es decir, con la mente, ya que él mismo es un concepto.
Ignorante y desprovisto de discriminación, el intelecto (Buddhi) confunde el cuerpo y el ego mental con el Yo o Sí Mismo verdadero.
El verdadero Yo no es un concepto, ni la mente ni la imagen mental de uno mismo, sino el Testigo o Uno-Mismo en Sí Mismo. Es pura luz auto-consciente, pura presencia consciente sin forma ni adjetivo. El Yo, el Sí Mismo, el Ser, el Espíritu o La Conciencia, son lo mismo, por que: ”Si Dios no tuviera (o no fuera) Sí Mismo, no sería Dios”, como decía Ramana Maharshi; el ego es el: “yo soy esto… y lo otro” … es decir, atribuciones, préstamos, adjetivos, no una verdadera identidad o ser.
Como el ego se sustenta de su historia personal (desde que nació el cuerpo), siempre recurre al pasado para no perder el hilo de su identidad, imprimiendo guiones al carácter y repitiendo siempre los mismos esquemas asumidos. El ego no es más que una lista de actitudes recurrentes siempre las mismas. Por eso al conocer bien a un individuo se hace perfectamente previsible y, normalmente, aburrido. Y este aburrimiento puede llegar al odio y al desprecio… no solo del “otro”, sino del propio. Y en ese momento es que aparece el deseo de liberarse de él y buscar una plenitud que él no proporciona por dilatado que pueda llegar a ser.
Por ello dice el Maestro Jesús: quién no se odia a sí mismo (a su ego) no entrará en el Reino de los Cielos… es decir, quién no pierda su sentido de separatividad egótica (el nombre y la forma) y renazca como hombre nuevo y “completo” a la verdadera identidad, no gozará de libertad ninguna ni verdadera, y por extensión, de felicidad, nociones inseparables.
La persona aquí –el actor- se vuelve el convidado de piedra y, aparentemente, víctima y lacayo del personaje. Pero en realidad sólo aparentemente es que podría quedar limitado por esos esquemas de comportamiento; en verdad siempre permanece como el verdadero testigo interno que observa sin participar, como el espectador, la consciencia.
La mente-ego fabrica un universo conceptual propio, pero extrayendo todas sus nociones del medio. Crea un universo ilusorio, “su” realidad, hecha de apreciaciones personales, subjetivas, fragmentarias y falsas la mayoría, debido tanto a una inconsciencia del verdadero Sí Mismo como a las falsas concepciones del mundo moderno actual.
En este sentido, el ego mental es más “social” que propio, ya que no tiene nada suyo si incluimos (además de lo prestado por el medio) las herencias psíquicas y físicas; pero curiosamente, el individuo pretende “singularizarse”, distinguirse de los demás reafirmándose con argumentos y clichés extraídos del mismo ambiente social pero asumidos como propios. Y así, crea un personaje, una máscara que, más que diferenciarse, lo que hace es imitar y seguir inconscientemente alguna de las pocas pautas y estereotipos posibles de un mismo espectro mental bien pobre. “Cuanto más te disfraces, más te parecerás a ti mismo”, decía José Saramago, es decir, al ego. Las modas ejemplifican perfectamente este fenómeno.
Para reafirmarse, el ego se define en relación a sus propias fobias y filias. Pero “de-finirse” es limitarse, es estrechar más aún el cerco. Tanto su proceder como sus reacciones están siempre condicionadas como él y en la misma medida. Casi nunca son verdaderamente “objetivas”, imparciales y acertadas, de hecho nunca podrían serlo partiendo ya mismo de una visión estrecha y parcializada siempre de la cosas y de sí mismo.
Al no tener otra referencia que los estímulos mentales del marketing ambiental de la modernidad y sus efímeras corrientes de pensamiento, todas las más importantes decisiones y opiniones del ego están ya “pre-cocinadas”, no hay ningún material fresco ni nuevo, todo está “envasado” y con fecha de caducidad.
En suma, el ego puede ser más o menos noble, genial, espiritual, bueno, malo, mundano, majestuoso, mezquino, perverso… más sutil o más grosero, pero siempre será el ego, una entidad ilusoria, una máscara o personaje de ficción. Y es por ello, que las imperfecciones y miserias de los personajes de la obra no equivalen a que el guión del drama sea también imperfecto. Más bien al revés, revela la magnífica interpretación de los actores y del “realismo” que han sabido darle al guión y a los papeles.
El Gran Teatro del Mundo
El Universo, el Mundo o el Cosmos como una colosal obra de teatro (o de Arte, el Gran Teatro del Mundo, la Divina Comedia, etc…), es una perspectiva de la realidad centrada en la razón última de la Creación como un juego divino, un ejercicio de voluntad e inteligencia para goce y disfrute del Creador, para su puro placer, aunque con efectos muy polarizados a veces con respecto a todos los personajes y situaciones que entran en acción, es decir, que “entran en juego” dentro de la obra, ya que como tal, como Gran Obra, ha de incluir necesariamente la totalidad de lo posible así como los géneros, situaciones y personajes más variados, extremos y dispares.
Tal y como todas las artes y ciencias tradicionales, el teatro tiene un origen sagrado y ritual bien reconocido. Pero ¿en qué consiste esa sacralidad, ese elemento “más que humano”? Pues, precisamente, por ser una réplica exacta de la realidad pero en su aspecto más completo y universal. No obstante, si buscamos respuestas en las teorías modernas, sean académicas o puramente artísticas, encontraremos siempre omnipresentes conceptos evolucionistas y progresistas.
Dejando atrás su estadio de primate pero aún ignorante y supersticioso, el hombre antiguo escenificaba puerilmente fenómenos naturales “deificados”, mitos y cuentos sobre la creación, para alejar los malos espíritus (para no enfermar, tener descendencia, buena caza o cosecha, etc…), era una tosca “magia simpática”. Con el tiempo fue evolucionando junto con la cultura, las técnicas y los estilos artísticos. Hasta llegar a la modernidad y a un teatro “liberado” de estos lastres del pasado, un teatro experimental, psicológico, novedoso, que rompe con estereotipos; un producto casi de laboratorio, inspirado en conjeturas emocionales y estéticas como expresión pura del fuero individual, sus sentimientos profundos y sus reacciones primarias ante los azares del destino. Y todo ello, explicado siempre mediante confusas teorías estéticas sacadas del lenguaje psicoanalítico.
Al igual que en muchas otras artes, se ha eliminado del teatro todo sentido simbólico trascendente para centrarse en la psicología más personal y en sus miserias, no precisamente en lo “transpersonal”.
El modelo tradicional de teatro sagrado contempla a la vez lo individual y lo supra-individual, las realidades superiores reflejadas en las inferiores. Sigue fielmente el propio orden y modelo de la cosmogonía, siendo originalmente una recreación ritual de la misma. Un modelo ejemplar sería el de la Divina Comedia de Dante y su esquema tripartito del universo: Paraíso, Purgatorio e Infierno, que vendrían a ser los Cielos (estados superiores), la Tierra (estado humano) y el Sub-Mundo o Inferno (estados sub-humanos) de la cosmología tradicional, unánime en muchas culturas.
El teatro, pues, tiene un origen mítico-sagrado (mito de Mutus: mudo, que no puede explicarse, misterioso) y es una actividad ritual que se perpetua hasta hoy en algunos pueblos. El teatro medieval europeo tenia, en efecto, a los Misterios como centro de atención, pero también géneros más populares y ligeros. Aquellos se representaban en un escenario de tres pisos o niveles, simbolizando cada uno un nivel del Universo, ya que el propio escenario imitaba la estructura cósmica y los actores a ángeles, hombres y demonios.
El teatro renacentista encuentra en Shakespeare a su más genial exponente, pero más que innovar, el poeta inglés renueva con un lenguaje humanista los mismos esquemas sagrados, ahora “esotéricos”, de antaño, desplegando un caudal de creatividad no superado. El Teatro del Globo en el que representó sus obras, mantenía el mismo esquema cósmico tripartito antiguo pero en forma exagonal. El diseñador fue Robert Fludd, importante alquimista y maestro hermético del círculo de sabios de la corte isabelina con el que Shakespeare estaba directamente relacionado. Precisamente, es recurrente entre los maestros herméticos de ese momento, hablar del mundo no solo como teatro sino como Teatro Hermético o Alquímico, o de la Memoria, ya que la realización espiritual es en la tradición de Hermes la Gran Obra o Ars Magna, idéntica a la Piedra Filosofal. Y el Athanor una imagen del Cosmos (Imago Mundi) y del Microcosmos, del mismo modo que lo es el teatro y el escenario teatral tradicional. Si miráramos los diseños antiguos de teatro veríamos que son mandalas tridimensionales.
Con la Reforma y la Contra-Reforma las directrices y normas del teatro tradicional cambiaron bastante, en general se “vulgarizó”. El puritanismo substituyó en algunos países una visión más natural y abierta de lo sagrado, creando a la vez sus contrarios, la picaresca. El Barroco tuvo sus grandes luces, el Romanticismo las suyas. El Siglo de Oro español vio brillar insignes autores, pero es Calderón de la Barca en especial quién señala al Mundo como un Gran Teatro y también como un Sueño.
Del teatro moderno hemos hecho breve mención y sin duda tiene y ha tenido también sus grandes luces, pero es difícil juzgar el más reciente y sus diversas corrientes, un tipo de arte teatral que, además de huir de todo tinte “tradicional”, se define mayormente a sí mismo como “experimental” y en donde muchas veces el publico hace, no de espectador, sino de conejillo de indias de los experimentos de los actores. Dentro de este teatro experimental, que en el fondo fusiona diferentes géneros y técnicas dispares, lo físico y la corporalidad ha tomado también gran relieve, más que el atuendo, el personaje y el disfraz, dándose una actuación que, a veces, más parece gimnástica que teatral.
A parte del teatro, no hemos hablado de los juegos tradicionales de origen sagrado, como p.e. el Juego de la Oca, el Ajedrez, las Damas, los naipes y el Tarot que, además de un juego, es un libro de sabiduría y un augur. Pero eso sale del tema mereciendo una atención especial y a parte.
NOTAS:
1.- Seguramente, algunos maestros sufíes habrán hablado del Mundo como un gran espectáculo teatral, ya que su guión está escrito en el Libro de la Vida, pero precisamente, en el Islam no hay arte teatral ni se ha desarrollado como tal, ya que la mayoría de ulemas lo han prohibido durante toda su historia a excepción de algunos pocos que lo permiten con bastantes restricciones. Hay tantas prohibiciones al respecto que se ha hecho imposible desarrollarse, (disfrazarse, hacer el papel del Profeta, de ángeles, de demonios, de kafires, de animales… de actores y actrices juntos, darse besos y tocarse, burlas a santos o personajes del Islam, ropas largas, actos de alabanza, de ablución, de oración, personajes malos, malvados, inmorales, hacer de imam, de erudito de la Umma, etc…).
1.- Seguramente, algunos maestros sufíes habrán hablado del Mundo como un gran espectáculo teatral, ya que su guión está escrito en el Libro de la Vida, pero precisamente, en el Islam no hay arte teatral ni se ha desarrollado como tal, ya que la mayoría de ulemas lo han prohibido durante toda su historia a excepción de algunos pocos que lo permiten con bastantes restricciones. Hay tantas prohibiciones al respecto que se ha hecho imposible desarrollarse, (disfrazarse, hacer el papel del Profeta, de ángeles, de demonios, de kafires, de animales… de actores y actrices juntos, darse besos y tocarse, burlas a santos o personajes del Islam, ropas largas, actos de alabanza, de ablución, de oración, personajes malos, malvados, inmorales, hacer de imam, de erudito de la Umma, etc…).
“La actuación se basa en mentiras, y todas las mentiras están prohibidas, como condenado está el mentiroso. La actuación requiere de la presencia de mujeres (…) tema que está terminantemente prohibido.” (Abdullah Ben Saddik. 1910-1995. Mufti de Al-Azhar. El Cairo)
En general, el hecho de “actuar”, de “re-presentar”, de mimetizar con símiles, se ve como un acto de idolatría o con posibilidades de llegarlo a ser, en suma, como una confusión o falsificación expresa de la verdadera realidad. El actor miente, disimula, es un embustero. Sin ser falso, no obstante, la existencia entera es una representación que los individuos no pueden dejar de representar continuamente; incluso los actos piadosos y espirituales lo son, por eso están codificados, ritualizados. El rito no es sino el símbolo actuado, vivenciado. Más bien el problema sería qué es lo que se pretende representar, y si es irrepresentable o no. Y en esto los ulemas no se han puesto nunca de acuerdo, por ello lo más fácil es prohibirlo.
Las únicas excepciones de prohibición se producen en pocos países y en cortos períodos de la época colonial y por efectos de la modernización. Pero, lo curioso del tema, es que no hay mención expresa ni clara de esta negativa en el Qur’an, ni en la Sunna. Ni prohibición manifiesta sobre la actividad teatral o mimética, que al ser sagrada en otras tradiciones, excluye dicha posible confusión entre el símbolo y lo simbolizado. De hecho, cualquier ceremonia sagrada, cualquier ritualización de la acción, es un acto mimético (teatral) que intenta asimilarse al original, al prototipo, a aquello que invoca, fundirse con él, no substituirlo o falsificarlo.
2.- A propósito de esto dice el autor: “La supresión de la máscara (en el caso del teatro moderno y del cine, suplantado por el maquillaje), obliga al actor a modificar su propia fisionomía y parece así alterar de alguna manera su identidad esencial. No obstante, en todos los casos, el actor permanece en el fondo otra cosa (bien distinta) de lo que parece ser, lo mismo que la personalidad (Âtmâ) es otra cosa que los múltiples estados manifestados, que no son sino las apariencias exteriores y cambiantes de las que ella se reviste para realizar, según los modos varios que convienen a su naturaleza, las posibilidades indefinidas que contiene en sí misma en la permanente actualidad de la no-manifestación.” (El simbolismo del teatro. C- XXXVIII, de Aperçus sur l’initiatión)
3.- El simbolismo del teatro a propósito de la relación entre actor y personaje, es perfectamente extrapolable al del espejo y su reflejo. El Shivaismo advaita cachemir despliega toda una doctrina a propósito de esto: la del Pratyabimbâ, de la cual hablaremos quizá en otra ocasión.
4.- “Farsalia” no es únicamente la ciudad de la Grecia central antigua donde, según Lucano y su libro, libraba batalla Cayo Julio César en el 48 a. C. Ni es un país imaginario, sino uno de tantos nombres que podríamos asignar al mundo moderno. De entre todos éste le cuadra perfectamente además de Esperpento, al ser la sociedad actual una auténtica farsa. Y el ser humano que la representa y le da culto, su paisano, un verdadero farsante cuando no una grotesca caricatura, género éste, la farsa, que debe tocarse en algún momento del devenir de la Gran Obra junto a todos los demás posibles.
Como las consecuencias trágicas de este fenómeno rezuman por todos los poros, dado el enorme sufrimiento que eso produce, es el aspecto cómico el que resalta entonces, cuando la ignorancia atrevida cree estar protegida de ella misma y de ese sufrimiento con tan solo disimularlos. Tenemos entonces la Tragicomedia. Y se complace en disfrazarlos bajo una máscara de “normalidad” y con ideas de progreso, evolución, libertad y felicidad material futuras, pero desmentidas día a día por la realidad de los hechos.
En cuanto a los géneros, nacen no solo de la psicología humana y sus facetas individuales, sino de las variadas situaciones que genera el propio devenir cósmico (Samsâra) y la vida condicionada. El Ser Supremo o Suprema Conciencia, Luz pura, incolora y no-dual, tiene también infinitos reflejos, colores y matices que proyecta en el prisma de la creación. Los caracteres psicológicos, como las emociones y temperamentos, son limitados y están codificados en el teatro tradicional. Ellos reflejan dentro del espectro humano las principales actividades divinas.
Curiosamente, la palabra Farsa, del francés farce, significa relleno y la acción de “rellenar” (en catalán farcir). En la Edad Media la “Farce” era una comedia que se introducía como relleno entre actos, entre cada “misterio” o representación auto-sacramental sagradas y/o religiosas, como más tarde sería el Entremés en el Siglo de Oro. Eran piezas jocosas y ligeras en medio de los descansos de la Obra, también llamada Drama a veces. Éste no era sino la Tragedia representada por personajes vulgares y comunes. Y la Tragedia, en la cultura greco-romana, era representación de gestas heroicas y hazañas señaladas entre hombres y dioses.
La Comedia no tenía que ser siempre jocosa sino simplemente vulgar y ordinaria. También hay el Sainete, que es cómico, ligero y jocoso. El Esperpento –creado por Valle-Inclán- es una Farsa trágica o tragedia grotesca en la que se deforma la realidad y se exageran los rasgos grotescos de los personajes y las situaciones.
Otras modalidades de estos géneros serían el Vodevil, el Paso, el Género Chico español, y el Melodrama, con situaciones y personajes muy contrapuestos. Y seguramente muchos más.
En cuanto al teatro sagrado, el enorme poder de sugestión de la Risa y el Llanto (que representaban las dos máscaras del teatro griego y al Arte del teatro mismo), lo hacen catártico, purificativo, además de revelador (asombro, sorpresa, maravillamiento). Él impacta directamente el alma humana y la limpia momentáneamente de sus tensiones, de sus escorias, “polaridades” (dualismos no resueltos) y contradicciones inconscientes, al verlas clara y objetivamente proyectadas, actuadas y “resueltas” ante ella misma: quedan al descubierto sus “ángeles y demonios”, sus propias máscaras, secretos, sentimientos, virtudes y posibilidades interiores plasmadas en el escenario. Es también una forma de educación y re-educación, quizá la más primordial, formando parte esencial de la cultura.
Hoy por hoy vivimos en la cultura del cine y del “culto” a las “estrellas” mediáticas y a los valores y modelos personales que transmiten… lo cual confirma el fenómeno aunque en clave de Esperpento. Curiosamente, en el mundo occidental es a partir del cine, sobretodo, que la figura del actor, el antiguo “comediante”, es apreciada, valorada e “imitada” como modelo, ídolo o “personaje ejemplar”. Más bien, los antiguos comediantes, la mayoría itinerantes, eran tenidos a distancia, como los gitanos, y poco valorada su profesión (por “farsantes”) aunque bien necesaria.
El Teatro es el único arte que puede reclamarse como Arte Total, pues resume todas las disciplinas artísticas: la música, la danza, el mimo, el canto, la poesía, la magia, las artes plásticas, la confección, el diseño, la arquitectura, etc… El cine es otra cosa, aunque su poder de sugestión sea incluso mayor. Dentro de su carácter de por sí ilusorio, el teatro lo es menos que el cine, su inmediatez y presencia real crea una situación diferente en el espectador, menos “mental” y más directa que aquel. A parte de eso, las posibilidades de trucaje de que dispone el cine, y también de “apañar” a un mal actor, no son comparables al teatro.
En la tradición advaita de India, el teatro mítico-sagrado, tanto en el Vedanta como en el Shivaísmo agámico, puede ser en clave dual y en clave no-dual, estando codificados de manera bien pormenorizada en el Natyashastra. El teatro no-dual hindú es prácticamente desconocido en Occidente, y no sigue las reglas del teatro convencional.