Hadith del profeta Muhammad
En su sentido más corriente y superficial, la idolatría es adorar imágenes o representaciones figurativas y naturalistas de todo lo metafísico, pero, como indica el hadith del Profeta Muhammad (slaws), existe una forma de idolatría sutil más peligrosa incluso que esa por lo que tiene de encubierta y disfrazada.
La idolatría o panteísmo, como forma religiosa, raramente ha existido en los pueblos sin la noción simultánea, ya fuera vaga, de un dios supremo, “padre”, “abuelo” o ancestro de los dioses, de un “Altísimo”, de un “Uno” o de un “deus otiosus” que se retira tras crear el mundo dejando el gobierno a sus ministros. Sobretodo, ha sido la visión de los orientalistas occidentales y de la propia iglesia los que han visto idolatrías por doquier al interpretar estas tradiciones desde su propia óptica, tan diferentes a un pensamiento como el moderno exento por completo de referencias de este tipo. No obstante, el cristianismo católico mismo está poblado de muchas devociones particulares a santos que en algunos casos bien podrían calificarse de idólatras. Las sociedades declaradamente “idólatras” han supuesto siempre una decadencia de la tradición primitiva (como Grecia y Roma en sus últimos estadios o las tribus árabes pre-islámicas, p.e.). El ídolo hace aquí de intermediario entre la realidad divina y el hombre, es decir de símbolo, pero precisamente, confundir el símbolo con lo simbolizado es idolatría. Pero ésta confusión tiene aspectos y matices bastante sutiles, tanto que muchos idólatras de pensamiento y de obra son absolutamente inconscientes de serlo, antes bien, convencidos de estar en posesión exclusiva de la verdad.
En efecto, no existe idolatría más difícil de advertir que la que adora al símbolo y no directamente a lo simbolizado; en las religiones más institucionalizadas, burocratizadas, legalistas, proselitistas, misioneras, exclusivistas y monopolizantes de la realidad divina, esto es un vicio y una deriva común. Sería muy ingenuo pensar que el materialismo individualista, como estigma de la modernidad, sólo afecta a los ateos y agnósticos, y no también a los creyentes y a la idea que se hacen de Dios. Y también lo sería creer que la proliferación de sectas de todo tipo obedece simplemente a un incremento general de la fe.
Al enquistar a Dios en su propia religión, como si no estuviera presente en todas y en todo (qué dios sería el que puede estar en un sitio pero no en otro), sin apercibirlo en absoluto, el creyente literalista, acaba idolatrando a su propia religión, dedicando todo su fervor, su atención y su voluntarismo a la “forma” religiosa misma, al continente y no al contenido, a las normativas de su iglesia, a los detalles de su ley, a sus santos y patrones, y a sus hermanos, (todo lo que precisamente tiene la religión de más “humano”, de particular y relativo) ignorando lo principal y más importante, al Dios verdadero y Real al que se refieren todas estas representaciones, formas, ritos y aspectos, y que se ha revelado a través de ellos para señalar no sólo su carácter absoluto sino también inmanente en todo ser humano y en todas las cosas y revelaciones sin excepción. (1) No se ha revelado para quedar encerrado en la forma histórica de su revelación, en su propia ley; no se ha manifestado para quedar atrapado en la letra, sino para elevarse “a través de ella por encima de ella”. Además, la religión sirve principalmente y ante todo para revelar, indicar y señalar al ser humano la presencia del verdadero Dios inmanente en su corazón, en su ser y en su destino, para recordárselo, no para amedrentarlo con amenazas penitenciales o representarle un dios justiciero e inalcanzable, ajeno al fuero humano o bien, al contrario, un dios tan humanizado como improbable. Sin embargo, al implicarse cada vez más en los flujos de los social, la religión se hace de algún modo cómplice de lo secular, necesariamente, ya que una de sus funciones es mantener unido al rebaño del Señor y el orden moral de la población.
Inconsciente de su idolatría y olvidando la omnipresencia divina, se la niega a Dios mismo al encofrarlo y limitarlo exclusivamente en su religión, en la “suya”, pensando quizá que Dios es judío, cristiano, musulmán o budista. En efecto, cualquier verdadero creyente debería tener claro que Dios no pertenece a ninguna confesión humana, y quizá por eso mismo, sea también el único y verdadero ateo, es decir, el que conoce que ningún dios existe a parte de Él.
En cuanto a la imagen mental que el creyente tiene del proceso espiritual, o bien pospone a ultratumba su contacto efectivo con Dios, su inmanencia, (ya que su absoluta trascendencia lo hace prácticamente inalcanzable, un incógnito), o bien lo deja en sus manos resignado con la idea de que él es demasiado imperfecto o poca cosa para siquiera plantearse la cuestión, conformándose en cumplir con sus obligaciones religiosas. Se entra así en un círculo vicioso, en una contradicción inadvertida para él y por la cual acaba dando culto al culto mismo, a la forma y al rito mismos, a un dios imaginario y externo que solo existe en su mente y que excluye de sí mismo al concebirlo como una otridad absoluta, lo trascendente como algo inalcanzable y separado de todas las cosas, pero en cambio atrapado e inmanente en su propia forma religiosa, y sólo en ella, pues, “fuera de la iglesia no hay salvación”; parece que estas graves contradicciones pasan desapercibidas para este tipo de “consciencia religiosa”. “La letra mata pero el espíritu vivifica”, dice también San Pablo al respecto. Y es verdad que fuera de la tradición es rara y difícil la salvación, pero no precisamente que la salvación dependa de una sola, única y exclusiva religión, quedando, pues, invalidadas e inoperantes todas las demás. El propio Jesús-Cristo dice: “el Espíritu sopla donde quiere”, “el que no va contra mi va a favor”, “Hay muchas ovejas mías que no son de mi redil….”. El exclusivismo religioso es algo que solo se podría dar en un ambiente pura y exclusivamente exotérico, formal, dogmático e incluso político, pero ajeno por completo al ámbito iniciático y verdaderamente espiritual y metafísico.
Si a eso sumamos las variadas tendencias naturales de cada individuo, su amplitud de miras, sus posibilidades y limitaciones reales, tenemos que cada cual ve en la religión lo que puede ver, pero muchas veces también lo que quiere ver e incluso lo que le interesa ver. Y concibe a Dios según sus parámetros propios, sus preferencias, intereses y expectativas más personales, como si Dios fuera el espejo de nuestro propio ego,“imagen y semejanza” de nuestras propias limitaciones espirituales. Y así se interpretan los símbolos, las leyes y las doctrinas religiosas, en base a esa ignorancia inicial que hace confundir al símbolo con lo simbolizado, el mapa (religión) con el territorio (espiritualidad), a Dios con las normas religiosas.
Y así, insensiblemente, el espíritu se petrifica dejando de fluir en todas direcciones; las sugerencias se dogmatizan, las parábolas se tipifican, las indicaciones se elevan a categoría de verdades inmutables, el fanatismo ignorante se confunde con el verdadero celo espiritual y el más vulgar moralismo o puritanismo con la metafísica. Según la propia forma religiosa se juzga a las demás tachándolas de falsas o caducas si no se encuentra en ellas resonancias claras a la propia (exclusivismo). Y de encontrarlas igualmente se menosprecian justificándolo por el hecho de ya hallarse todo en la suya (inclusivismo).
Estos fenómenos ocurren en el plano religioso, es decir, social, formal y exotérico de las tradiciones espirituales a consecuencia de perder el sentido verdaderamente universal de las mismas, el cual coincide con el más metafísico. Desgraciadamente, la religión está hoy más anclada en lo social, moral e histórico que en lo metafísico; parte de una noción de lo metafísico que no es verdaderamente metafísica, sino teológica (es decir, filosófico-religiosa, moral especulativa) basada en un dios personal antropomorfo coagulado en sus símbolos, normas y ceremonias que no solo aplica sino interpreta en clave moral exclusivamente.
En ese estado, la religión no hace más consciente al hombre de la realidad espiritual que lo sustenta constantemente, que es, en última y primera instancia, su verdadera esencia, sino que lo enmarca en un código de normas de comportamiento a fin de darle una forma precisa a la piedra bruta y caótica que es.
Asumiendo esa forma y dejando sus caprichos egoístas se supone que podrá salvarse del pecado, es decir, del error y la culpabilidad inherentes a su imperfecta condición humana. En suma, lo hace “mejor persona”, es decir, mejor individuo, que por la fe se salva. (2) Ella misma, la forma religiosa misma, se erige en intermediaria entre Dios y el hombre, en Vicaria, en un intérprete del primero y en un pastor del segundo, que así pasa a ser como individuo parte del rebaño elegido. La religión, ciertamente, convierte a los brutos en hombres, pero es la metafísica tradicional, la espiritualidad iniciática -el legítimo dominio de lo espiritual- lo que convierte al hombre en espíritu puro.
Podría pensarse por estas consideraciones que negamos todo papel positivo a la religión. No creemos, como los ateos, que la religión sea el opio del pueblo; el verdadero opio del pueblo son, hoy por hoy, las múltiples pseudo-ideologías de una oligarquía tecnócrata parasitaria, que adula al pueblo con retórica de borregos prometiéndole no ya un paraíso celeste como la religión sino un mundo feliz material y colectivo más inverosímil que aquel. El opio del pueblo es el consumismo, el materialismo egócentrico, el individualismo, el culto al cuerpo y tantos reclamos publicitarios elevados a la categoría de forma de vida. Muy al contrario, somos conscientes de que sin siquiera una religión blanda y afeminada, la colectividad humana deriva rápidamente en brutal por grueso que tenga el maquillaje democrático, laico, progresista, liberal o científico con que apaña sus verdaderas intenciones. Perdida u olvidada la noción de transcendencia, el ser humano, que es mucho más que un “animal racional”, pierde con ella también y rápidamente no sólo el sentido de inmanencia sino la verdadera racionalidad para convertirse en un mero animal mental, es decir, ególatra.
Aquí tan solo restituimos de la religión o tradición religiosa su verdadero papel original, el cual no tiene excusa tampoco descuidarlo por complicadas que sean y hayan sido las circunstancias histórico-sociales que han tenido que vivirse. Ese papel no es religar tan solo a los hombres entre sí, sino a los hombres con Dios.
La idolatría es una forma de ignorancia muy difícil de advertir en quién la padece, al poderse convertir ya mismo la propia religión en una forma de idolatría y de fanatismo exclusivista radical, como desgraciadamente podemos atestiguar a diario en los noticieros.
Si toda imagen de lo trascendente no es sino una “re-presentación”, un reflejo formal (limitado y no trascendente), dar fe y culto a un reflejo no es malo mientras hay un grado conciencia que no lo confunde con la fuente misma de luz.
Por otro lado, concebir lo divino como externo a uno mismo, y rendir culto a una entidad externa a uno mismo, es la peor idolatría.
1.- Nos referimos a las revelaciones originales no tanto al estado de decadencia en el que se encuentran algunas en mayor o menor grado.
2.- Se “salva” significa que va al Cielo de los Justos o al Paraíso, o lo que es lo mismo, a estados póstumos felices.