Michel Chodkiewicz, Director General de editions du Seuil hasta junio de 1989, Director de Estudios en la École des Hautes Études en Sciences Sociales. Su familia de origen católico polaca se estableció en Francia en 1832. En el curso de un viaje por los países árabes descubrió el sufismo y se convirtió al Islam a la edad de 17 años. Desde entonces ha realizado incansablemente una investigación de los textos de Ibn’Arabi, que constituye el objeto de su seminario en la École des Hautes Études.
Investigación continuada por dos de sus hijos, como Claude Addas que publicó una obra en la que relata el itinerario espiritual y geográfico del Sheikh al Akbar: “Ibn’Arabi o la búsqueda del Azufre Rojo” (Paris, Gallimard, 1989).
Michel Chodkiewicz está considerado uno de los mejores especialistas del pensamiento “akbariano”. Bajo su dirección, la editorial Sindbad acaba de publicar una edición crítica de Futuhat al Makkiyya – Las Iluminaciones de la Meca –.
La entrevista concedida a Elias para la “Tribune d’Octobre” (Montreuil, nº 19, marzo de 1990) es la prolongación de una conferencia dictada en 1990 en el Institut du Monde Arabe que tenía como título “Certezas y conjeturas sobre la influencia del sufismo en el pensamiento occidental”.
¿Por qué, en su opinión, el Occidente medieval prestó tan poco interés por el sufismo al mismo tiempo que bebía sin problemas de las ciencias árabes? ¿Puede que sea debido a razones puramente técnicas?
No creo que para explicar esa aparente falta de interés se deba recurrir a razones puramente técnicas debidas, por ejemplo, a dificultades de acceso a las obras del tasawwuf. No veo por qué sería más difícil encontrar textos sufís que textos filosóficos o científicos. Por otra parte, la cuestión de la complejidad de tales textos tampoco parece ser ninguna explicación. Los de Averroes o de Avicena no eran menos difíciles. Por lo tanto, este tipo de explicaciones, en caso de tenerse en cuenta, me parecen ser extremadamente secundarias. Veo la razón principal en el siguiente hecho: en materia de filosofía y de ciencias, Occidente era deficitario. Los árabes tenían un considerable adelanto en medicina, astronomía, matemáticas, etc.
El Occidente cristiano tenía también carencias culturales en materia de pensamiento especulativo. Pero su fe, su comprensión de las verdades de la fe, su vida espiritual, eran suficientemente robustas como para impedir la aparición de un sentimiento de vacío que hiciera falta colmar. Creo significativo que el interés por el sufismo y por otras tradiciones orientales haya surgido precisamente en el momento en que la fe y los valores espirituales se habían debilitado en Occidente. El movimiento se empieza a dibujar en el siglo XVIII, se confirma en el XIX y se acelera en el XX: efectivamente, es en el siglo XX cuando, por una parte, se traducen muchos textos sufís, y por otra, asistimos a movimientos de conversión al Islam en Europa y América, determinados por esta atracción por el sufismo.
¿Por qué no “enraizó” antes el sufismo?
No hay pruebas históricamente admisibles que demuestren contactos entre las tradiciones espirituales de Occidente y el Islam. Hay conjeturas, indicios, pero no certezas, contrariamente a lo que afirman ocasionalmente los especialistas y frecuentemente los divulgadores. Al mismo tiempo, me parece impensable que gentes que vivían juntos, sea en Oriente Próximo en la época de las cruzadas, sea en España o en Sicilia, se hayan completamente ignorado. La cultura era compartida. Y esa cultura estaba impregnada de religiosidad. Es increíble que los maestros espirituales cristianos fueran totalmente indiferentes a lo que pudieran pensar y vivir los maestros espirituales musulmanes. Pero esto debe haber sucedido a nivel de contactos individuales que no han dejado traza histórica.
Sin embargo los orientalistas aluden a las influencias que habrían recibido Teresa de Ávila o Raimon Llull.
En el caso de Llull se tiende a sobrevalorar la profundidad de su conocimiento del sufismo. En realidad conoce poco del sufismo, por mucho que haya utilizado términos o conceptos tomados del mismo, como la noción de “habdarat”, o como las de “asma Allah al husna”. Se tiene la impresión de que no ha tratado de comprender el significado de estos términos para los sufís. Los ha adoptado y les ha dado una equivalencia cristiana muy superficial. En Raimon Llull hay más un vestir nociones cristianas con términos prestados por el sufismo que no una comprensión profunda; al menos en base a los textos que conozco. Pero, probablemente, ha habido otros personajes de los que la historia no ha registrado la huella. No siempre se levantan actas de los contactos entre individuos, y menos en aquella época. Yo he formulado la hipótesis de que, tras la reconquista de España por los cristianos, los judíos convertidos al cristianismo pudieran haber jugado un papel de transmisores, lo que explicaría las huellas de influencias sufíes que encontramos en Teresa de Ávila (que tenía un abuelo judío). No hay que olvidar que los judíos participaban de esa misma cultura, escribían en la misma lengua y leían los mismos textos.
¿Y los Judíos adictos al sufismo, como por ejemplo ciertos descendientes de Maimónides?
Hablando con propiedad, no son sufís. Seguían siendo judíos (Michel Chodkiewicz nos precisa en varias ocasiones que para ser sufí hay que ser musulmán).
Pero se dieron cuenta de que había en el sufismo unos inmensos recursos espirituales. A este respecto, véase el libro de Paul Fenton publicado por Verdier y titulado “Deux traités de mystique juive” (“Dos tratados de mística judía”). Esos dos tratados son debidos a descendientes de Maimónides. Copiaron literalmente pasajes de autores sufís. Sólo que, cuando había una cita de alguno de los compañeros del Profeta, traducían, por ejemplo: “Un sabio de entre las naciones dijo que…”. Igualmente, cuando había una cita coránica, buscaban un pasaje de la Tora que conviniera al contexto.
Es por ello que prefiero la hipótesis de que la transmisión de determinadas disciplinas se hizo más por la intermediación de los judíos que por la de los moriscos. Los judíos convertidos al cristianismo, en forma aparente o real, conservaban mucho más de la cultura arabo-islámica que no los moriscos, pues en realidad, la elite musulmana se había marchado hacia Oriente y los que quedaron eran culturalmente pobres.
¿Es posible sin una práctica personal captar, si no ya percibir, lo que es el sufismo? En otras palabras, ¿debemos proceder a una especie de antropología participante?
El ejemplo de numerosos orientalistas demuestra que se puede trabajar toda la vida sobre textos sufís sin comprenderlo nunca de manera profunda. Es lo mismo en cualquier tradición mística. Si simplemente se trabaja en los textos con un espíritu abierto se pueden llegar a comprender los conceptos pero no a captar el dhawq (sabor). Los sufís suelen utilizar la siguiente metáfora: si tratas de describir la miel a alguien que jamás la ha probado, por muchos recursos expresivos que utilices nunca conseguirás hacerle sentir el sabor de la miel.
En consecuencia, pienso que una percepción que penetre de verdad en los valores del sufismo implica un cierto grado de participación, cosa que se refleja directamente en los textos, incluso en los musulmanes. De hecho no basta con ser musulmán. Hay autores musulmanes muy brillantes pero que, cuando comentan un texto sufí no utilizan más que sus recursos mentales, mientras que otros captan intuitivamente lo esencial.
Tomaré como ejemplo dos personajes bien conocidos. Uno vivió en el siglo XIX y el otro murió no hace mucho. En el XIX tenemos al Emir Abdelkader, que era sufí. En su Kitab al Mawaqif (Libro de las Estaciones), hace un comentario de Ibn’Arabi. No es trabajo aplicado, riguroso, de buen alumno tratando de comprender un texto. Es un comentario escrito de forma muy simple pero que va directamente a lo esencial. Y por otra parte, hay un texto que descubrí recientemente: el comentario a los Fusus al Hikam de Ibn’Arabi, realizado por Jomeini cuando era estudiante de teología. Es un comentario en árabe, muy brillante, de alguien que posee una vasta cultura y una aguda inteligencia, pero que en ningún momento nos hace sentir lo que sentimos en el texto del Emir. Es decir, el dawq, el sabor, al que me he referido. No me pronuncio sobre el estado espiritual del Imam. Simplemente constato que es concienzudo e ingenioso, pero poco más.
¿Se puede hablar, en el caso del citado comentario, de una lectura exotérica obra de un mutakallim?
Es preciso saber que en el Islam chiíta, particularmente el iraní, se evita el uso del término “sufismo”, que está mal visto ya que se identifica con el sunnismo. Se prefiere el término ‘irfan (gnosis). La característica del ‘irfan es ser especulativo y acusadamente filosofante. Es una de las características del “sufismo” iraní.
¿Sería posible traducirlo por teosofía (conocimiento de las cosas divinas)?
Literalmente, es una gnosis. La palabra se forma a partir de la raíz ‘arafa. Pero de hecho designa lo que en el sunnismo se conoce como tasawwuf (sufismo).
Las turuq (cofradías místicas) han tenido, según los países, una suerte desigual. ¿Cuál es, en estas condiciones, la vitalidad del sufismo?
Ante todo, es importante distinguir claramente entre presencia o ausencia del tasawwuf y la cuestión de la vitalidad o decadencia de las turuq. Son dos cosas distintas. Hay una tendencia, sobretodo en el Maghreb, a identificarlas. El tasawwuf empezó antes de que existieran las turuq. Puede existir también allí donde no las haya.
Las turuq son la forma de arquitectura social con la que se revistió el tasawwuf en un determinado momento de su historia. Empiezan en el siglo XIII, más o menos, y van cristalizando cada vez más… Lo importante en el tasawwuf es más la noción de silsila (cadena iniciática) que la de turuq. No hay que creer que una silsila genera forzosamente una tariqa.
El caso de Ibn’Arabi es diáfano. Su silsila se prolonga hasta nuestros días. Los que se transmitieron la Khirqa akbaria o la baraka akbaria no constituyeron jamás una tariqa. Se puede estar ligado a la genealogía iniciática de un sheikh sin que ello se convierta en una institución. El sufismo puede existir al margen de estas formas institucionales. Así era antes del siglo XIII. Habían configuraciones muy fluidas en torno a un maestro, pero no adoptaban esa forma jerárquica, piramidal, organizada y codificada que será la de la tariqa. A partir de esta distinción, diría que el tasawwuf nunca ha dejado de existir y que su vitalidad no debe reducirse a sus manifestaciones exteriores. Pues es algo que concierne al batin, al interior del ser. No es un partido político cuya fuerza se mida por el número de afiliados.
A pesar de esta distinción, hay que admitir que la crisis de las cofradías repercute en cierta manera sobre el sufismo.
En Argelia, por ejemplo, sea la que haya sido la crisis de las turuq, sigue habiendo personas que considero auténticos sufís. Sigue habiéndolos en todo el Maghreb y en todo el mundo musulmán, incluida la China y la URSS. Y hablo de hechos que he constatado personalmente.
Creo que las turuq se han visto obligadas, en el caso de los países donde el Islam se ha visto perseguido como en la URSS, a ocuparse no sólo del aspecto esotérico sino también del exotérico. En el libro de Bennigsen publicado por nosotros, Le soufi et le commissaire (El sufí y el comisario; Paris, Senil), se explica que había en la URSS un Islam oficial con imams nombrados por el poder, pero que la religión verdaderamente viva era la de las turuq. Estas se convierten en movimientos de masa que asumen una función de enseñanza, de respeto a la práctica y de acciones caritativas que, normalmente, corresponderían a la parte exotérica.
¿De la misma manera que en la época colonial las turuq paliaron el déficit de estructuras institucionales?
La situación es aún más llamativa en la Unión Soviética. En Argelia, el Islam no estaba perseguido. No se prohibía a los musulmanes acudir a la mezquita.
En la URSS, bajo Stalin, la práctica religiosa podía significar la deportación. El papel de las turuq fue tanto más fuerte cuanto más violenta era la persecución. Esas turuq se convierten en una mezcla de asociación cultural, partido político y cooperativa educativa, y lo que es específico del tasawwuf tiende a desaparecer.
Creo que en el mundo que vivimos, el tasawwuf experimentará una especie de polarización. Habrá, por una parte, cierta presencia del tasawwuf que seguirá la vía que siguieron muchas turuq de Asia central, es decir, hacerse cargo de una comunidad cuando las instituciones normales dejan de existir o se encuentran desacreditadas. Y por otra parte, inversamente, habrá un tasawwuf cada vez más discreto. No quiero decir clandestino.
He utilizado un término quizás exagerado al hablar de persecución. Tomemos el caso de Egipto. No se puede hablar de persecución. Sin embargo, desde los Otomanos hasta Nasser, el gobierno ha ejercido siempre un control riguroso sobre las turuq con el fin de utilizarlas.
¿Cómo es posible que funcionen decentemente cuando, como en Egipto, las turuq están encuadradas por el Estado?
Egipto ha sido siempre un país muy centralizado. Lo era en el tiempo de los faraones y ha seguido siéndolo. Existe un “sheikh al-shouyoukh”, que es una especie de superior general de todas las turuq. Todo está muy reglamentado. Las turuq deben comunicar el número y nombre de sus miembros. No se puede nombrar un moqaddam sin autorización de la administración. No conozco a fondo la experiencia egipcia. En cualquier caso, en Argelia, las turuq no han sido realmente perseguidas sino censuradas, en cierta manera, especialmente mediante la nacionalización de la enseñanza privada y de los lugares de culto.
Un gobierno puede actuar sobre las turuq visibles, que tienen una sede y filiales, pero a partir del momento en que todo sucede en el interior de los individuos ¿qué puede hacer el Estado frente a alguien que practica el dhikr en silencio? Es esto lo que ha permitido subsistir al sufismo incluso en los períodos difíciles cuando el control estatal y, eventualmente, las persecuciones se multiplicaban.
Se puede criticar una zawiya, o encarcelar a un sheikh, pero no por ello se hace desaparecer el tasawwuf porque es primordialmente algo interior. Puede, en un plano secundario, traducirse en procesiones y estandartes por la calle, en fiestas y en “mawalid”, pero lo esencial no está ahí. No son más que manifestaciones exteriores.
Esta interioridad del sufismo, ¿no le priva de la vitalidad que puede proporcionar, por ejemplo, el proselitismo?
También aquí debemos evitar el hablar en términos de partido político. No se trata de distribuir formularios para que lo firmen el máximo de personas y hacer pagar una cuota. El sufismo es la Santidad. Es el hecho de la identificación total del ser con aquello en lo que cree. Y la santidad tiene un efecto irradiante incluso si no se pronuncian discursos ni se publican libros. La Santidad no se transmite mediante discursos, sino por un contacto. Es preciso que el contacto se produzca.
He viajado mucho por el mundo musulmán y he encontrado gente a la que considero Santos. No se entretenían en hacer milagros ante mis ojos, ni en atraer multitudes ni en hacer discursos. Pero se imponían por su aspecto inmediato. Al mirarlos, eran totalmente transparentes. El Santo es un ser que integra totalmente las verdades de la fe.
¿Qué es en definitiva el tasawwuf?
Los sufís han dado definiciones extremadamente complejas, pero el tasawwuf, como todo lo que es esencial en el Islam, puede reconducirse al Corán o a los hadices. La referencia cultural es simplemente el Hadiz sobre el Ihsan: an ta’abuda Allaha Kaanaka tarahu. Hay que medir bien esta frase del Profeta: “Adora a Dios como si le vieras”. Esta respuesta dada por el Profeta a Seyiduna Jibril (el ángel Gabriel) significa que hay seres que se comportan “como si vieran a Dios”.
¿Cómo explicar pues las sospechas que han levantado los sufís tanto al principio como actualmente?
Se ha exagerado mucho esta desconfianza y se olvida, en particular, que muchos sufís han sido al mismo tiempo fuqaha. Uno de los casos más conocidos es el de Abdel Qadir al Jilani, epónimo de la tariqa Qadiriya, que era también un profesor. Era famoso por su conocimiento del fiqh y de los Hadices.
Pertenecía al hanbalismo que, sin embargo, mantenía una actitud severa respecto del sufismo.
La actitud de los fuqaha puede comprenderse hasta cierto punto. Más allá del mismo, es inadmisible.
Los sufís pueden decir en un círculo restringido cosas que, si son mal entendidas por un público más amplio al que no van destinadas, podrían desestabilizar su fe. Comprendo perfectamente que los fuqaha digan que un texto es peligroso para la fe de la gente que no está preparada para recibirlo. Por lo tanto, hay que limitar su difusión. De hecho, los propios sufís comparten este punto de vista.
Diría que, hasta cierto punto, la actitud de los fuqaha demuestra prudencia. Las formulaciones del tasawwuf no están hechas para todo el mundo y pueden ser peligrosas para ciertas personas y desaconsejables para otras.
Hasta ahí, tienen razón. Pero en ocasiones van más allá. No se limitan a recomendar límites a la circulación de un texto. Afirman que hay que quemar a su autor. Pronuncian un takfir contra él. Piden que sus libros sean quemados. Cosa que no deberían hacer puesto que la regla fundamental de la Sunna es escoger la interpretación más benévola. Es decir, que el autor forma parte de “ahl al quibla”, que es posible que no se haya comprendido lo que quería decir y que se deja el juicio en manos de Dios. No hay derecho a declarar Kafir (no creyente) a un musulmán sincero sólo porque no se han comprendido sus intenciones. El límite, cuando no se tiene certeza, es el tawaqqul (remitirse a Dios), por el que o bien uno se abstiene de juzgar, o bien se da crédito al autor.
(*) Traducción de Arturo Pouza, aparecida en la revista Qalam nº1.