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sábado, 15 de marzo de 2014

EDITORIAL PRIMAVERA DE 2014

La única explicación razonable a los desmanes del hombre moderno y al clima de zozobra que está provocando a nivel general, es que se ha vuelto un peligroso imbécil para sí mismo. Pero incluso así, hay que admitir que es un tipo de imbecilidad muy curiosa, es una imbecilidad que intenta justificarse por todos los medios posibles con grandes propagandas de enmienda, renovación y salvamento en un contexto donde son ya irreversibles las derivas de sus muchas inercias e inútiles las medidas a tomar, por lo que se trata de una imbecilidad autoconsentida por ella misma pero disfrazada de cordura ocasional; no es mera hipocresía sino una especie de esquizofrenia suicida.

La religión achaca este imbecilismo criminal no al hombre mismo sino al diablo; es Satanás y sus secuaces quién inspira al hombre ese comportamiento, el cual y debido a su propia anemia espiritual, es un títere en sus manos. Sin ser del todo falso, no podemos ver a Satán, empero, como algo ajeno al hombre, como una entidad separada con una existencia propia y con un poder que supera al humano, y a veces al “divino”. Más bien vemos una actitud, una tendencia oscura y latente en el hombre mismo que despierta y se incrementa cuando la consciencia de lo divino en él se duerme, quedando abandonado a sí mismo como mero individuo. Tampoco esa tendencia es un poder que lo supere sino sólo en la medida que es inconsciente de ella y la confunde con alguna virtud, como ahora ocurre con la ambición, la codicia, el egoísmo, la astucia, la promiscuidad, la indiferencia ante el mal ajeno, etc... tan bien considerados por la mentalidad moderna -junto a la “competitividad”- y tan detestados en cambio por la tradicional. Siendo una tendencia, una actitud latente, forma parte de sus propias posibilidades en cuanto se desvían algunas de su orientación original, pues la falta de luz aparta también a la voluntad de su meta más noble. Es la misma fuerza del bien utilizada para el mal, si así pudiera decirse, pues realmente, tanto o más trabajo exige hacer el mal que el bien. Todo su ingenio lo pone el hombre al servicio de sus instintos más primarios y egoístas –realmente infrahumanos- que anidan en él por su condición misma de “animal humano”, después de quedar exhausto por una controversia interior desgarradora. Ciertamente el hombre es espíritu, pero por su condición corporal insertado a una forma animal, por la que comparte una misma sensibilidad con la fauna planetaria, una misma voracidad e instinto de conservación y, sobretodo en su caso, de posesividad.

El mismo genio constructivo que usa, y sobretodo usaba, para construir y conservar, lo usa ahora para destruir y cambiarlo todo según los intereses más espúreos del momento, lo cual nos lleva de nuevo al principio: el hombre se ha vuelto imbécil, no ve que lo suyo es escupir al aire o mear de cara al viento. Con una mano destruye lo que con la otra construye. Será, como dice el hadith de Jesús, que nadie ve la viga en su ojo pero sí la pajita en el ajeno, o como dice el refrán, que ningún jorobado se ve la joroba. 

Hablamos aquí en términos generales, pues, gracias a Dios, no podría faltar alguien, aunque sean pocos, para  testificar lo que ocurre desde el nivel de la cordura, aunque a veces esa misma cordura sea el aspecto menos malo de la locura general. 

¿Qué puede hacerse al respecto? se pregunta todo el mundo. Sinceramente no lo sabemos (apenas lo que no debe hacerse), sobretodo lo que sería alguna forma de acción exterior dentro del mismo caldo de cultivo del que formamos parte aunque no en espíritu. Una acción externa, mediática, comprometida con alguna etiqueta religiosa, filosófica, o de política reformista, etc... es lo que hacen, por ejemplo, los representantes de las religiones y las oenegés, con mayor o menor fortuna, pero, si no es primero por dentro que cambia el hombre, mediante sincera y severa introspección, nada en lo exterior tomará un rumbo mejor. Fuera de esto, es inútil pretensión querer cambiar nada a mejor o querer escapar del caldo sin salir de la olla.

En cuanto al tema de Satán y el dilema de si existe o no existe, es cosa absurda plantearlo así. Como todo lo que tiene algún tipo de realidad, ya sea nominal, Satán existe, pero cuidado con personificar demasiado esa existencia y verla como algo separado y distinto de lo humano. Si Satán es el mal en sí, no podemos separar el mal del bien, del cual él mismo es perversión y no algo distinto, es decir, el residuo que queda al desplazarse de sitio la luz, ¿Qué queda entonces? Queda sólo un calor oscuro, el de las ciegas pasiones, y una fría penumbra, la de la razón ensimismada. Es pues ignorancia de lo noble pero no ignorancia absoluta. No es una ignorancia inocente o santa, una “docta ignorancia”, sino nesciencia culpable y profana, una ignorancia docta, resabiada y arrogante. No es la ignorancia de un niño impúber, sino la de un viejo con mentalidad infantil, es decir, un imbécil; ya dicen que sabe más el diablo por viejo que por diablo... Y así es como pinta la tradidión al diablo, como un estúpido, eso sí, listo y astuto como un teólogo, un banquero o un jefe se estado, pero estúpido al fin y al cabo, príncipe tuerto de un reino de ciegos dividido contra sí mismo, que no advierte que su propia negación de la Verdad lo niega a sí mismo. Y es por eso que es un imbécil el hombre que se somete al demonio –a sus bajas pasiones- e insoportable si además es arrogante, pues, no hay nada peor que un burro que se cree Sócrates. Que barata venden su alma ahora los modernos traficantes de ilusiones.

De nuevo hablamos en términos generales, pero es responsabilidad de los pocos que testifican cabalmente estas cosas el denunciarlas, pues, como la “sal de la tierra” o “la luz que no hay que dejar bajo el celemín”, los testigos testifican incluso a pesar suyo –y en más de un caso contra sí mismos-, pues no pueden remediar ser conscientes de todas estas cosas. 
No es la locura de este siglo la que merece un elogio, sino acaso la estulticia, que es diferente. Como bien dice el señor Bonilla de San Martín a propósito de Erasmo, Moria (Encomium Moriae) no debería traducirse por LOCURA sino por ESTULTICIA. La palabra latina que corresponde a locura, señala el erudito, es INSANIA, que significa pérdida de la razón. Stultus, en cambio, equivale a necio, insensato, estólido, ignorante, fatuo. Y el mismo Erasmo no opone a MORIA la CORDURA, sino LA SABIDURÍA.


La Redacción