Será en otra ocasión cuando abordaremos en detalle la vía del Sheij Salâma y, sobre todo, estudiaremos su función y expondremos de manera detallada y profunda la doctrina que ha enseñado. Terminaremos ahora estas notas biográficas y las que conciernen a la organización de su tarîqa relatando dos episodios relacionados conjuntamente con el Sheij Salâma y el Sheij ‘Abd al-Wâhid Yahyâ.
En la parte de su libro referida a “los milagros del santo” (130), M. Gilsenan habla de una categoría de milagros (karâmât) que se reproducen periódicamente: se trata de aquella relativa al socorro dado en caso de desamparo (najda), o a la protección y la asistencia del Sheij hacia un hermano de su comunidad. Los miembros de la tarîqa se limitan a considerar estos hechos como “sobrepasando la inteligencia”, “situados más allá de la comprensión de la razón” (fawq al-‘aql), o “sobrepasando la naturaleza humana” (fawq al-bashariyya). Consideraremos dos ejemplos dados en la obra, relatados por los discípulos del Sheij, y posteriormente describiremos otro que hemos oído nosotros mismos.
En un pueblecito del campo egipcio, un hombre fue apartado, con un gesto vivo y enérgico, del paso de un tren que no había visto dirigirse hacia él. Otro cayó de uno de los puentes que franquean el Nilo, en El Cairo. Enseguida fue sacado del agua vigorosamente, y la voz del Sheij le dijo entonces: “¡deberás poner más atención la próxima vez!”.
Ahora, se trata de René Guénon. Estaba paseando en solitario por un bosque próximo a Blois, como muy tarde al final de sus estudios secundarios. Empezaba a caer la lluvia, y fue en este momento cuando se deslizó en un agujero profundo del cual no podía salir. La lluvia aumentaba, volviendo resbaladizas las paredes, y la salida imposible. Además, la oscuridad se iba acentuando con la llegada del crepúsculo. Las probables llamadas de auxilio se perdían irremediablemente. Es entonces cuando surgió una mano que le agarró firmemente, y repentinamente levantado se vio sacado fuera del agujero. En el momento de reencontrarse sus espíritus, el desconocido había desaparecido. Años más tarde, a la edad de más de cuarenta años, el Sheij ‘Abd al-Wâhid Yahyâ se encontraba en El Cairo. Pronto, encontrándose por primera vez con el Sheij Salâma Râdî, sería presa de temblores y, en un estado de “trance”, exclamó: “¡Hâdhihi! ¡Hâdhihi! ¡Es ella! ¡Es ella!”, reconociendo probablemente la mano (131) que le había ayudado en su juventud (132).