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lunes, 18 de enero de 2016

MODERNO Y MODERNIDAD, por Manuel Plana

La palabra moderno es un adjetivo que prácticamente se ha sustantivizado con el uso, de aquellos que quizá más acepciones tiene. Pero cabe destacar que la palabra en sí poca importancia tendría si no fuera porque ha pasado a denominar el “espíritu” de una sociedad como la occidental, hasta tal punto que todo lo que no es moderno es prácticamente sinónimo de anacrónico, desfasado, primitivo, incluso salvaje, tal como se consideran a muchas de las sociedades no-modernas que aún existen en el planeta. Moderno aquí es sinónimo de progreso, de sociedad “avanzada”, laica, tecno-industrial, científica, democrática, bienestar, riqueza y calidad de vida. Sin embargo, el significado original de la palabra es bien otro y mucho más modesto, palabra modesto que, precisamente, procede de la misma raíz latina que moderno, modus, modo, con muchas acepciones (modismo, modalidad, modoso, modista, manera, modular, molde, moda, modelo, modificar…). La mayoría de estos sentidos originales han desaparecido del concepto general que evoca la palabra, que ahora puede referirse, decíamos, a cosas muy distintas e incluso contrarias a parte de las ya dichas.
Es palabra que puede servir para ponderar como para execrar cualquier cosa según se considere la perspectiva. Para definirse bien necesita sinónimos y antónimos según el contexto en el que se usa, como el que decíamos de anacrónico o retrasado cuando se combina con el factor progreso y avance (especialmente científico-tecnológico). Antiguo, por ejemplo, se opone menos que viejo con moderno pero sí con nuevo, que también parece es un sinónimo suyo. De hecho aquí lo más moderno es lo más nuevo, lo más reciente, que es el sentido literal y original del término. También lo clásico es contrario a lo moderno y a lo nuevo, pero éstos no deben confundirse con lo actual, que incluye un sentido sutil de permanencia del que carece lo moderno y lo nuevo; lo clásico, según como, puede ser incluso más actual que lo nuevo en ciertos momentos. Lo moderno más se identifica con lo novedoso, con la novedad, es decir, lo cambiante, lo fugaz, lo efímero, que con lo verdaderamente nuevo. La misma necesidad de lo nuevo surge de convertir todo en viejo de prisa, usándolo, consumiéndolo y tirándolo. Todo lo nuevo pasa pronto de moda y el mundo moderno es una celebración de este fenómeno, cambiar por cambiar. Pero no es por terror a no repetirse, porque la repetición, la cuantificación y la uniformidad son precisamente las señas de identidad de lo moderno, señas que pueden ser verdaderamente asfixiantes para el individuo sean del color que sean las tendencias que enmascara lo moderno.

El afán por lo nuevo y por el cambio nace de una necesidad de cambiar de estado debido a un raro frenesí, una inquietud, incomodidad o confusa agitación interior sumada a una sensación de vacío, de hastío, que se espera satisfacer con alguna novedad, con algo diferente, con algo inesperado que cambie la situación y la mejore.
Pero el sentido original de moderno, decíamos, es el de lo más reciente, en concreto, de lo que ha ocurrido recientemente, lo cual no es exactamente lo nuevo, aunque sí las últimas nuevas, es decir, las “últimas” noticias que también son las primeras de algún evento. Aquí moderno se relaciona con la información y con la manía de estar informado de todo todo el tiempo, informado no de lo más importante que hay que saber, sino de lo que más interesa que se sepa, que es muy diferente, sobretodo lo que más pueda atraer la atención de las gentes contado en primera plana de noticiarios audiovisuales o periodísticos, expresamente condimentado para el consumo de las masas con su inevitable tono sensacionalísta; en el fondo, más que informar se dirige la atención y el pensamiento a lo que interesa, se distrae a la gente de lo más importante, que es su vida, para sumirla en la de otros y otras cosas con la excusa de que les afecta y debe y tiene que saberlo. No podría decirse si las técnicas del marketing moderno y sus estrategias mediáticas copiadas de los programas de propaganda, inducción y reclamo de las ideologías políticas más perversas, no son ahora lo mismo que el periodismo y las “ciencias” de la información. Informar informan, pero es muy patente que cada cual da su peculiar e interesada versión de lo mismo, a veces tan peculiar que ya no coincide con la verdad sino con la desinformación y la mentira.
Volviendo a la relación de lo moderno con lo nuevo, cabe señalar que si lo nuevo define lo más reciente que acaba de ocurrir, lo hace según una convención bastante arbitraria, quizá ya en la época romana, pues realmente lo nuevo, a la inversa, no es lo último sino lo primero, lo nuevo es lo que ha de venir. Una vez vino ya no es nuevo, ya fue, ya es caduco, porque el tiempo no se para después de parir lo nuevo. Lo verdaderamente nuevo está siempre por venir, es la esperanza siempre abierta de un mundo futuro o de algo que es mejor y puede renovar lo caduco. Pero eso solo se encuentra en lo original, en lo primordial, en el retorno al centro o inicio de cualquier ciclo “nuevo”,  que es cuando lo que tiene que ser disfruta de todo el potencial para llegar a serlo sin estar aún desgastado por ningún cambio.  Pero lo original –el origen- se sitúa tanto en el futuro “último” como en el origen “primero”. Está, pues, fuera del tiempo, al menos del tiempo ordinario.
Buscar lo nuevo en el tiempo vulgar y lineal no deja de ser una ilusión, una forma de literalismo convertido en utopía; lo que se considera nuevo o novedoso no es sino la repetición siempre de lo mismo con ligeras variantes, un simulacro de lo verdaderamente nuevo, que es lo original. Es la zanahoria que quiere atrapar el burro sin conseguirlo. Lo verdaderamente nuevo no caduca, siempre es nuevo.
Históricamente, en el momento que aparece como criterio diferenciador, la palabra moderno tiene un sentido prácticamente inverso al actual aunque el actual intente imitarlo; precisamente, se trata de un “estilo” que pretende retornar a las fuentes, a los orígenes, para “renovar” lo que realmente estaba caduco, nos referimos a Dante Alhigieri, que la emplea por primera vez en el S-XIV refiriéndose al “dolce estil nuovo”, y que de hecho supone una renovación de la intelectualidad medieval petrificada por la escolástica, renovación promovida, precisamente, desde ámbitos iniciáticos. En España se emplea sobretodo a partir de 1492, fecha que para ella y para Europa marca realmente un nuevo ciclo de su historia (descubrimiento de América, expulsión de los judíos, conquista de Granada…). Pero es el Renacimiento y el “humanismo” quienes reivindicarán el término con un sentido diferente, sobretodo para diferenciarse no solo de la escolástica, sino del tosco espíritu medieval, aunque será a partir del S-XVIII y la revolución científica, sobretodo, cuando irá tomando la acepción que hoy tiene.  
Si hablamos de estilos, el llamado moderno ya desde entonces a diferentes tendencias bien diferentes, abarca ahora mismo un espectro tan amplio de “modos” que en verdad no nos sirve como tal sino es como eufemismo. En su sentido peyorativo, el quizá provinciano que le corresponde, moderno o “muy moderno” equivale a estrafalario, grotesco, ridículo, ininteligible, absurdo, inútil, innecesario, snob, excéntrico, es decir, “diferente” en el peor sentido, precisamente por el carácter diferenciador mismo del adjetivo, aunque nos preguntamos qué sería algo exclusivamente moderno o muy muy moderno, o algo muy diferente, ¿lo nunca visto? Incluso dándole todo su mejor sentido, lo “diferente” como meta, lo novedoso, repetimos, es una utopía que sirve precisamente de estrategia a la mentalidad moderna, que se nutre de la propia ilusión que ha creado con el mito del progreso y que consume las ideas y los productos antes mismo de poder asimilarlos. Esa tendencia diferenciadora la vemos sobradamente en las modas, palabra idéntica que moderno; pero en el fondo, las modas o los “estilos” (ambigua palabra hoy en día) siguen siempre unos mismos esquemas que se repiten y alternan cíclicamente con ligeras variantes -o incluso ninguna- a efectos puramente de reclamo comercial. Para innovar ha de “romperse” siempre algún tipo de orden establecido, de convención, pero cuando el orden establecido es ya de tiempo el de la moda y su criterio del cambio por el cambio, se anquilosa su propia dinámica repitiéndose hasta la saciedad, entra en un círculo vicioso en el que se agotan, también progresivamente, las ideas y la creatividad, cayendo en un proceso de decadencia acelerado donde todo el mundo copia a todo a todo el mundo según la ley de un mimetismo asumido como bueno, como la mezcla y fusión-confusión de lenguajes, formas, modelos y esterotipos, fenómeno que describe perfectamente también uno de los aspectos de lo moderno, el confusionismo y la ambigüedad.
Es obvio que el único sentido positivo que se atribuye a lo moderno lo avala únicamente el resabio progresista que ahora conlleva la palabra. Lo moderno, se supone, es la cualidad de lo que avanza, de lo que no está estancado, de lo que mejora sin parar o al menos parando poco. Porque todo evoluciona, ya mismo biológicamente, y acaba siendo moderno o bien se extingue; pero esta filosofía, por poco que se examine, es un claro ejemplo de ilusión y engaño, confunde la evolución con el simple cambio, con la modificación constante, como si el cambio mismo supusiera una mejora, un avance o una verdadera renovación, sin considerar, por lo visto, el desgaste inherente a todo proceso de cambio; además, se niega a toda evolución su correspondiente involución, se niega a la diástole su sístole, se le niega al ir el venir y el volver, como si el tiempo fuera un movimiento uniforme e invariable siempre hacia delante y en línea recta. Los ciclos mismos de las modas desmienten esa falsa idea de linealidad. Sólo hay que observar los ritmos de la vida y las revoluciones de la naturaleza para convencerse de lo contrario, del carácter circular del tiempo, es decir, cíclico aunque no cerrado sobre sí mismo, es decir, espiral.
En la jerga mediática se habla constantemente de avanzar, de progreso y de futuro, como si el presente no existiera o fuera siempre algo virtual que ha de esperar a mañana para ser lo que es en toda su plenitud. Y es que el progresismo es, por excelencia, la verdadera religión moderna y el progreso y el futuro su dios. Y ya que Dios como tal no existe, el verdadero dios es el progreso tecnológico humano y el hombre moderno el moderno Prometeo (1), pues, la tecnología humana -claro ejemplo de una “inteligencia superior”- no para de mejorar y con ella la sociedad moderna. Ese es al menos el mito que ha prevalecido, sobretodo, desde la primera revolución industrial, un mito bien zafio que desmiente día a día el panorama real de la sociedad que así se acredita, creando una psicopatología quizá incurable en la mentalidad general, incapaz de advertir la realidad de la decadencia hasta allí mismo donde todo se desintegra por corrupción, como ella misma, y es que es más ciego el que no quiere ver que el que no puede.

1.- Así se llama una obra literaria muy famosa que resume perfectamente y con ingenio la megalomanía científica del hombre moderno, la de Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo, prototipo de toda la literatura que critica lo peor de la modernidad tecnócrata con toques simbólicos de fantasía y a la que podría sumarse una larga lista de obras pasadas después al cine.