El escenario histórico en el que surgen las primeras vanguardias artísticas en Europa es bastante complejo. Acoge todo un amplio cuadro de acontecimientos: el cambio de siglo (XIX al XX), las dos grandes guerras, la industrialización, la lucha de clases, la revolución rusa, la energía atómica, la fotografía, el cine, el existencialismo, el auge de nuevos espiritualismos, etc… son el caldo de cultivo donde se gestan las vanguardias. En medio de un contexto de convulsiones sociales y de valores en quiebra se busca una reforma del pensamiento, nuevos paradigmas, fórmulas y lenguajes. Se aplica un criterio experimentalista del arte y rupturista con el pasado, con la perspectiva de cambiar la mentalidad al cambiar algunos criterios. La ciencia, aplicada a un incipiente desarrollo industrial, no persigue otra cosa, y no es casualidad que en las grandes “Exposiciones Universales” de la época vayan a la par los últimos adelantos de la ciencia con las corrientes artísticas más novedosas exhibidas en los grandes Salones de Otoño y Primavera. A todo eso deberíamos sumarle el interés que despierta por Oriente y por las culturas exóticas el colonialismo europeo, a la vez que inaugura las nuevas ciencias de Antropología y Etnografía modernas. La influencia de la estampa japonesa en los impresionistas y los expresionistas, la estética oriental en el Modernismo y el Art Nouveau, o el arte africano en algunas obras de Picasso, por ejemplo, es tal que bien podrían llamarse plagios algunas, lo que no les priva de pasar como grandes obras maestras del arte moderno europeo.
Con el tiempo ese primer criterio ha evolucionado bastante, prácticamente en “el criterio del no criterio”. Y lo que ahora pasa por vanguardia es un espeso magma de nociones individualizadas bastante confusas en su mayoría. Si las primeras tenían buenos argumentos para romper con lo establecido y diseñar una “nueva era”, las últimas tendencias no hacen sino sumarse a una complicidad hasta obscena con el show-business.
La intención aquí no es estudiar todas las vanguardias ni todos los ismos, sino aquellas corrientes que inspirarían los que han defendido criterios especialmente espiritualistas o livianamente metafísicos. Y como el lenguaje de la incoherencia y del absurdo es, al parecer, el lenguaje del mundo del arte cuando se refiere a lo espiritual o cuando va de metafísico, es esa supuesta “espiritualidad” lo que interesa analizar aquí.
II. Arte sagrado y arte profano
De cierta espiritualidad se han reclamado muchos estilos modernos, pero lo cierto es que cada estilo ha enfocado de la espiritualidad su particular punto de vista, el que le ha permitido, ni más ni menos, su propio horizonte intelectual. Por ello mismo y para tener una perspectiva menos relativa que la inevitable que tienen las opiniones más particulares, sobretodo las de los artistas modernos, se hace necesario definir primero lo que es la espiritualidad con respecto al arte desde la perspectiva del pensamiento tradicional, su verdadero artífice.
En efecto, pese a sus grandes diferencias formales, todas las culturas no modernas están de acuerdo en lo principal coincidiendo en muchos aspectos de la metafísica, incluso de la cosmogonía y los principios y métodos del arte, sin necesidad de imitarse y guardando cada una su propia singularidad.
El origen del arte, como el del universo y el hombre, es mítico, como sagrada es su práctica, es decir, una actividad ritual. En el mundo romano, por ejemplo, es Saturno, dios de la Edad de Oro, quien inspira las artes y las ciencias a los hombres. Y el dios Jano (bifronte) es el patrón espiritual de las iniciaciones de oficio, que hasta hace bien poco estaban bajo la tutela de santos cristianos. Precisamente, un vestigio de esto lo tenemos en la palabra oficio en francés, métier, del latín, ministerium, ministerio, que como la palabra profesión y profeso, indican una sacralización del trabajo.
Pero artes y ciencias no existen separadas al principio ni se conciben como disciplinas ajenas, cosa que reivindicó también el Renacimiento. Incluso los Futuristas y el programa de la Bauhaus, palabra que precisamente significa “Casa de la Construcción”. En el mundo tradicional es impensable un arte sin ciencia o una ciencia sin arte, siendo aplicaciones de un mismo conocimiento y aspectos de una misma cosmovisión. “Arte sin Ciencia es nada” decían los arquitectos medievales (Ars sine Scientia nihil, lapidario del arquitecto Jean Mignon). También Leonardo, Brunelleschi o Alberti, eran grandes artistas y también hombres de ciencia, como algunos pintores del S-XVII enfrascados en la óptica y la geometría. El arte puede ser todo lo científico que se quiera tanto como artística la ciencia, todo dependerá del talento y del sentido de unidad del sujeto. Sin embargo, es muy significativo que la palabra arte en griego, tékhnê, no sea arte en castellano sino “técnica”, y tékhnon no sea artista sino “técnico”, y que ahora el sentido común los emparenta más con la ciencia que con el arte.
Nadie inventa las artes sino es de manera legendaria, ni aparecen por efecto de meras necesidades utilitarias, aunque la idea de un arte “inútil” no exista en el mundo tradicional, como tampoco un arte simplemente decorativo, o puramente funcional y despojado de toda carga simbólica. Son, decíamos, reveladas o inspiradas a los hombres junto con toda la cultura y sus diferentes elementos, códigos simbólicos y lenguajes.
Vista la deriva actual del mundo moderno, sería muy ingenuo pensar que la realidad de lo sagrado y la complejidad que supone a todo nivel nace simplemente de la ignorancia científica y la superstición para convertirse después en simple convención moral de una época oscura, ilusa y aterrada por la muerte. Y que el mundo ateo, materialista y tecnócrata nos ha venido a salvar de la religión: “esa neurosis obsesiva y universal de la humanidad”, como la definía Sigmund Freud, y Karl Marx “opio del pueblo”. El sentido de una trascendencia es inseparable al de una inmanencia; si el hombre es capaz de concebir una trascendencia, de percibir el sentido exacto de su orden interno, de expresarlo en términos de una coherencia matemática, incluso refinada, es que algo hay en él mismo de trascendente. Hasta el más materialista conviene en que de la nada no viene nada, y que de una tosca fantasía asustada no surgen altas civilizaciones ni culturas sofisticadas.
El hombre religioso moderno tiene, ciertamente, un sentido de la trascendencia, pero el mundo y él mismo, es decir, la inmanencia, la ve separada de Dios. “Mundo, demonio y carne” son fuente de pecado que hay que evitar. El hombre tradicional reconoce la trascendencia en la inmanencia, y por eso todo es sagrado para él. No es panteísta porque sabe que Dios es mucho más que el Mundo. Él es infinito y el mundo no. Pero el Mundo no está “separado” de su Causa ni es distinto de ella, antes bien es su manifestación, el escenario de sus habilidades creativas, de su propio arte y substancia. No hay que confundir aquí lo sagrado, lo espiritual y lo metafísico con lo meramente religioso, y menos con la religiosidad vulgar. De hecho, religiones propiamente dichas solo existen tres: judaísmo, cristianismo e Islam, la mayoría de otras tradiciones espirituales no entran en esa misma definición.
“De los antiguos, (dice el Tao Te King:16), todo lo que se sabe es que existían. Sus sucesores fueron amados y alabados, y los siguientes temidos. Los que vinieron después aborrecidos.”
En todo caso, el sentido de lo sagrado es algo cuya sensibilidad para captarlo ha perdido con creces el hombre moderno, pues el asunto no es solo cuestión de fe y de creencia, sino sobretodo de sintonía. En el caso del hombre tradicional, por el contrario, es la base de todo su pensamiento y su actividad; toda su cultura es una anamnesis, un recordatorio permanente de la Unidad, de ese sentido sagrado de plenitud y harmonía que los “signos de los tiempos” oscurece. Al fin y al cabo, es el hombre tradicional quien ha nombrado todo lo concebible, quien se ha inventado el pensamiento simbólico y el abstracto, el lenguaje, la cultura, el arte y la ciencia, mientras el hombre moderno simplemente ha desarrollando la tecnología mecánica aprovechándose de sus aspectos más inferiores y mercantiles.
La analogía que observan las culturas tradicionales entre el gesto creativo del artista y el cósmico es bien conocida; si el arte es sagrado no es tan solo por perpetuar los modelos de una revelación, sino porque todo gesto ritual o artístico, es decir, conscientemente creativo, reproduce el proceso cosmogónico a escala humana: es una mimesis ritual del gesto creador. Por medio de una acción ritual, es decir, artística, toma forma y cuerpo una idea, se materializa una esencia, el espíritu se corporifica y la materia se espiritualiza.
El “genio” artístico tan sólo juega en esto un papel relativo, ligado a la vocación y al oficio, no al ego individual, siendo precisamente lo contrario, el anonimato, la firma del artista antiguo. El mensaje aquí supera al individuo y al mismo tiempo lo transforma, es decir, le ayuda a ir más allá de sí mismo. Y es por eso que en Europa hasta el S-XVIII, uno de los apodos comunes de filósofos, sabios, y alquimistas era el de “Artistas”. Y su ciencia era llamada Ars Magna, Arte Mayor o Gran Obra. Aquí la verdadera obra de arte no es sólo el objeto artístico sino el propio artista.
Si se precia de serlo, una obra de arte ha de ser útil y adaptada a su finalidad inmediata. Es también una herramienta, un soporte, un símbolo, o sea, un medio y no un fin. También es decir que una obra “de” arte no es nunca “arte” sino que está hecha con más o menos arte; el arte reside siempre en el artista; es su arte o su maestría la que gobierna el proceso de elaboración: armoniza el intelecto, la inspiración y la mano con el soporte material. En la tradición grecolatina estos dos principios: contemplación y acción, inspiración y elaboración, estaban representados respectivamente por Atenea y Hefestos (la Minerva y el Vulcano romanos). El artista no hace sino plasmar con arte, con maestría, la imagen que concibe en su intelecto, sea por inspiración o por meditación.
Esa facultad exclusiva del hombre hace de él el mediador natural y privilegiado entre el mundo invisible de las ideas y el mundo material, un pequeño demiurgo que la tradición entiende como un “Microscosmos”, es decir, no una “parte” del Todo, sino una totalidad en sí mismo, y por tanto, capaz de “auto-recrearse”. Esa es la concepción tradicional del hombre, una síntesis del universo, existiendo una correlación matemática entre el orden cósmico y el humano. Y es por eso, dicen los maestros del Sufismo, que el hombre ha podido “oír” las palabras del Libro de la Vida antes de estar escrito. Ha podido ver su embrión en el vientre de la Madre, la Sabiduría divina. El verdadero artista conoce esta realidad y sabe que para vivenciar esa totalidad que es, debe despojarse primero de la carga de un ego imaginario que pretende una identidad atomizada y parcial. El aprendiz ha de convertirse en maestro de sí mismo, en dueño de sí mismo, y no en esclavo de alguna de sus indefinidas máscaras mentales.
Precisamente, la intromisión del ego y la fantasía particular en la operación creativa altera completamente el resultado, del mismo modo que el tipo de enseñanza y educación que reciba el artista. Hefestos-Vulcano es cojo en el mito, como cojas son todas sus producciones sin la colaboración de Atenea. “El artista tradicional o “primitivo”, dice la Dra. Lilia C. Polo, no hace una proyección individual de su particular visión expresiva, (…) su cometido es proyectar en esos objetos de culto (que crea o fabrica) la tradición ancestral de la comunidad, (…) los objetos (artísticos) sintetizan su cosmovisión, constituyendo un vehículo entre lo humano y lo trascendente”. (Técnicas plásticas del arte moderno y arte terapia.) Es por eso, dice también René Guénon, que el “artífex” antiguo no era ni un artista en el sentido moderno de la palabra, ni un simple artesano, era mucho más que eso y algo bastante más complejo.
La intromisión de una identidad falsa y fosilizada en el proceso creativo, el ego, se considera una posesión mental que bloquea el acceso a lo que es superior a lo psicológico, lo que supera al individuo, a su imaginación y a sus afectos. Nos referimos al mundo de la verdadera inspiración artística, el mundo de los principios al que todo lenguaje simbólico se refiere, el de las realidades perennes, el de aquellas fragancias espirituales que no se encuentran en las cloacas de la mente sino en los estratos superiores del Espíritu. La contemplación ritual de un prototipo sagrado puede despertar estados del alma cuyas luces transfiguran efectivamente la realidad del ser; el arte tradicional siempre ha intentado plasmar y transmitir esas realidades, en la medida de lo posible y de una ciencia sagrada, ya que no todo es representable ni de cualquier manera.
De ahí que el “arte por el arte” sea un lema que refleja a la perfección una de las muchas confusiones del pensamiento moderno; lo mismo que decir “la acción por la acción”. ¿No era la contemplación (como estado superior del alma) el fruto y la finalidad del arte, incluso la del moderno?
Al perderse el sentido de trascendencia y de inmanencia es fácil confundir el medio con el fin. Del mismo modo, ese fin revierte sobre sí mismo y nace el culto fetichista a las producciones artísticas de un ego individual ensimismado, como Narciso mirándose en el espejo de sus propias obras. Un arte impersonal es ahora impensable y quizá también inútil dada la incapacidad general para apreciarlo.
III. Símbolo y lenguaje simbólico
Pero el lenguaje natural y universal del arte es el símbolo, sea antiguo o moderno, consciente o inconsciente, tosco o refinado. Y es precisamente su transparencia, su nitidez, la que juzga ella misma la obra y la intención del artista. Como simbólico es también, decíamos, el propio gesto artístico, creativo o ritual. Y es evidente que todo símbolísmo se refiere siempre a algo que está más allá de él mismo, y es simbólico porque el universo pensante humano es simbólico, morfológico; porque todo lenguaje lo es: las letras, las palabras, los fonemas, los números, las figuras geométricas, las especies naturales, las notas, los colores, las substancias, conforman códigos simbólicos inherentes a la realidad formal de la inteligencia, de la naturaleza y del ser humano.
Conscientemente o no, el hombre no tiene más remedio que manejarse constantemente con esos códigos, todo concepto está incluido en una secuencia simbólica y toda cultura también. Pensar es combinar símbolos, sólo que se usan como algo funcional en el sentido utilitarista y vulgar de la palabra, cuando se ha perdido la consciencia de su significado profundo y de su función vertical de articular realidades de distinto nivel. En el caso del artista esa ignorancia es menos excusable dado que trabaja con formas simbólicas; hasta los albores del S-XIX, por ejemplo, los pintores de profesión conocían el lenguaje iconográfico, resumido en el compendio de emblemática de Cesare Ripa, verdadero manual internacional de figuras alegóricas.
Cierto que el símbolo comporta una didáctica, un aprendizaje que el hombre moderno ignora, pero siempre resuena lo que está en la base misma de todos nuestros esquemas de pensamiento, resonancias de verdades y paradigmas ancestrales que tenemos integrados en el ADN de la consciencia.
Porque el símbolo sagrado no es convencional, parte de una visión totalizadora inherente a la unidad de todo lo real y a la propia condición humana, pero independiente de las simples convenciones morales o culturales de un momento, e incluso de la estricta razón individual y sus medios de conocimiento. El símbolo revela la unidad de lo complejo mediante una síntesis exacta de su estructura primordial presente en todas las cosas pero enmascarada por su propia complejidad. Todas las vías analíticas de conocimiento dependen de esa síntesis primera.
Y es por ese carácter primordial del símbolo, eminentemente sintético y no solo analítico, que es la base de todas las lenguas, las artes y las ciencias, como de todo gesto significativo.
El arte iconográfico cristiano, los yantras hindúes, los mándalas budistas, las pictografías chamánicas amerindias, la caligrafía taoísta o sufí, el paisajismo Zen, el templo románico o la catedral gótica, por citar algunos ejemplos, están diseñados para que su contemplación evoque algo más que una emoción estética de tipo religioso, sino un despertar espiritual, una resonancia del Ser verdadero, en todo caso una elevación del alma, una sublimación y purificación de sus escorias (la “catarsis” de la tragicomedia griega) y no precisamente un descenso a las letrinas del psiquismo bio-emocional, es decir, instintivo, infra-racional e infra-consciente.
La construcción de la obra de arte como su finalidad son rituales y poco interés decorativo anima en el fondo su creación. Si es bella es porque se conforma a la verdad fundamental que refleja, ya sea mediante formas sencillas o sofisticadas.
El arte popular, las artesanías y los oficios, no tienen en el mundo tradicional un tratamiento o consideración menor, ni se distinguen de un “gran” arte, y en Europa tampoco hasta el Renacimiento e incluso hasta la primera revolución industrial; cualquier objeto útil hecho con arte tiene la misma dignidad simbólica.
La propia utilidad de cada objeto cotidiano, antiguamente artesanal, es un elemento significativo que se añade al de su forma y al de su decoración. Recordemos toda la teogonía y la mitología del mundo maya, griego, etrusco, chino o micénico plasmado en cráteras, urnas, vasos y todo tipo de enseres domésticos, algo ahora impensable. Si a eso sumamos el carácter sagrado del tiempo y del calendario ritual de esos pueblos, vemos que constituye un lenguaje perpetuo entre el hombre y todos los objetos que lo rodean, que, siendo naturales o artificiales, están todos en una misma sintonía simbólica. Esa es la verdadera cultura, una cosmovisión que nada excluye de lo real, la vivencia de un tiempo y un espacio significativos, capaces de actualizar permanentemente sus orígenes, es decir, de regenerarse y de regenerar el tiempo.
También la cultura moderna es una forma de anamnesis, el recordatorio constante de un consumismo inducido por todos los medios posibles, pregonando un “mundo feliz” perfectamente robotizado donde ya no existe el artífice sino un “obrero” anónimo que apenas se distingue del “artefacto”, como en el país de Truman Burbank, que no es Disneylandia, pero casi peor.
Naturalmente, al hablar de artesanía y de objetos artesanales descartamos todos los que son un producto fabricado en serie y en el que no ha intervenido prácticamente para nada la mano del hombre. Ninguna actividad puramente mecánica podría ser artística ni un objeto industrial ser arte. Es el toque humano el que hace una obra humana, es decir, artística.
IV. Algunas definiciones
Por su componente creativo mismo, (no mimético ni mecánico), la práctica de cualquier arte u oficio puede y debe ser una forma natural de realización del individuo si esa es su vocación. De ahí que en el mundo tradicional todos los oficios artesanales han servido y sirven de forma de transmisión iniciática, y han estado organizados en cofradías de raigambre mítico-sagrado.
En este contexto, el artista, como dice A. K. Coomaraswamy, no es un tipo especial de hombre sino que todo hombre es un tipo especial de artista. Y si el artista antiguo es anónimo e impersonal es porque tenía muy clara esta evidencia, no se sentía tan “especial” como ahora. Hasta el propio Oscar Wilde opinaba lo mismo: “Mostrar el arte ocultando al artista: tal es el fin del arte” dice, (en el prefacio a: El retrato de Dorian Gray) a pesar de su simulada arrogancia y de afirmar que “Todo arte es completamente inútil”.
De igual modo, el arte no es una “delicatessen”, una sofisticada golosina para el paladar exigente, cosa de entendidos, ricos y estetas, sino algo mucho más simple y directo: es la gracia, la perfección, la exquisitez, la agudeza, el encanto, la soltura, el atractivo… O en tono más coloquial: el “garbo”, la “chispa”, el “salero” o el “primor” de lo que está correctamente concebido y hecho; precisamente por ello, en algunos pueblos y lenguas no existe una palabra concreta para definir nuestro concepto de arte, va incluido en su idea de “hacer” dándolo por supuesto. Es “la recta razón de las cosas factibles”, según la exacta aunque lacónica definición de Santo Tomás de Aquino, añadiéndole un criterio universal que prevaleció en Occidente todo a lo largo del medioevo, pero ignorándose a partir del Renacimiento: “que el artista no imita las producciones de la naturaleza sino su forma secreta de operar”. (Suma Teológica I,qu.117,a 1)
En efecto, la valoración fetichista del genio egótico, ya desde el Renacimiento, no ha podido darse sin una previa confusión de funciones y niveles. Su andadura empieza, primero, al liberarse del yugo de lo religioso; después del de la Corte, y después del “buen gusto” burgués. Pero no tarda demasiado tampoco en proclamarse “espiritual” de manera autónoma, es decir, avalado por el criterio exclusivo de su capricho y fantasía, para después declararse baluarte del snobismo más burgués y “postmoderno”, es decir, burgués-desencantado.
Confundir la originalidad con la novedad y la libertad con el capricho, es un hábito mental generalizado. Pero la verdadera libertad, no sólo a nivel creativo sino a todos los niveles, no consiste en seguir los caprichos de la fantasía del ego, sino en someter y trascender las propias limitaciones, las que nos hacen esclavos de nuestra ignorancia. Toda disciplina artística ha servido siempre de correctivo a los vicios del instinto y a los defectos de la ignorancia, no los ha mimado precisamente en interés de la “autoestima”. Por hacer lo contrario, la “originalidad” moderna ha derivado hacia un subjetivismo cerril librado a sí mismo y desordenado hasta lo estrafalario, lo grotesco y lo estrambótico, por decirlo de alguna manera. Si exigimos precisión y eficacia a la ciencia ¿no se la vamos a reclamar al arte? Y no nos referimos al virtuosismo, sino sobretodo a la eficacia simbólica.
V. Antecedentes
Las vanguardias quedan definidas a partir del momento en que se produce no una adaptación lenta como hasta entonces de nuevas “maneras”, sino una escisión con lo que supone un arte “oficial”, que al modo de ver de la vanguardia está caduco y obsoleto, lo que ocurre, decíamos, a caballo entre los S-XIX y XX aunque hay importantes antecedentes.
Menos de un siglo antes, el llamado Romanticismo sería quizá quien con más derecho podría reclamar para sí la primera vanguardia, o al menos una de las primeras reacciones al arte oficial del momento, el Neoclasicismo, a sus ojos decadente y amanerado, el verdadero “clasicismo” académico. Pero el espíritu Romántico reacciona, sobretodo, contra un racionalismo materialista ilusionado por la “magia” de la ciencia y del incipiente “maquinismo” moderno. Precisamente, Frankenstein o el moderno prometeo, es una genial advertencia de Mary Shelley, la esposa del gran poeta inglés, ante el peligro de “una ciencia sin consciencia” que venía venir.
Contra eso se predica un idealismo culto y sensible que anhela volver a las fuentes, al mito, al símbolo, al espíritu heroico, a la Arcadia de la humanidad, aunque el nivel general no sobrepasa casi nunca lo alegórico. Lo mismo podríamos decir de los Prerrafaelitas y los Simbolistas en la misma línea, más marcados aún por un espíritu literario que impregna sus obras de gran belleza y meticulosa ejecución, aunque no sin una tendencia al efectismo teatral a veces patético.
Quizá fuera ese respeto al oficio y a la representación de meticuloso realismo la que acabara por imponerse una vez despojada la obra de toda su carga literaria, mística y simbólica, concluyendo en un Naturalismo realista cada vez más anecdótico aunque también con sus grandes genios y pinceles como Millet, Courbet o Corot.
VI. Arte imita Natura o Natura imita a Arte
De hecho, tanto el dogma de tener que “imitar” como el de tener que “romper” con las imágenes del mundo sensible, el “real” que percibimos con la visión, nace de un malentendido. Los propios Impresionistas subordinan la realidad a los estados interiores, como los Expresionistas; la desdeñan “fotográficamente” para expresar más bien un estado emocional mediante efectismos cromáticos. “El motivo es para mí del todo secundario, dirá Claude Monet, lo que quiero representar es lo que existe entre el motivo y yo”. Y Maurice Vlaminck confiesa: “Empleo el color del modo más arbitrario para expresarme con más fuerza”. También, la aparición de la fotografía alejó de la pura imitación a muchos artistas.
Segundo, para el artista tradicional, tanto la realidad sensible y objetiva, como la psicológica-mental de un ego subjetivo que la percibe, son “irreales” por su propia e ilusoria separación, por su dualidad, impermanencia y caducidad, por su constante flujo imposible de atrapar sin hacer trampa y sin engañar de algún modo al ojo. Para el hombre tradicional el mundo no es “real” sino como espejo de la actividad creadora del Espíritu; en su sola materialidad sensible carece de todo interés, es efímero e inestable como la vida terrena, como los sueños y como el tiempo, una “imagen móvil de la eternidad”, según lo definió Platón con tanto acierto. El mundo sensible no es un modelo a imitar para el artista tradicional, aunque sí fuente de inspiración y espejo donde contemplar la obra divina. Recordemos que imita a la Naturaleza en su “forma” de operar, no a sus producciones.
No le interesa copiar o evocar la naturaleza, la tiene demasiado cerca, vive con ella, es ella, no la ha excluido de su entorno urbano como el hombre moderno que ha creado un mundo absolutamente artificial, a modo de jaula mecánica donde está atrapado y para quien la naturaleza le evoca algo lejano, bucólico y vacacional. “Los hombres primitivos, dice Emil Nolde (Escritos), viven en la naturaleza, forman una sola cosa con ella, y son parte del Todo… Yo pinto y dibujo procurando conservar algo del ser primigenio. Los productos artísticos de los pueblos primitivos son la única supervivencia de un arte primero”, …es decir, original.
Si cualquier imagen pintada en una superficie plana ya es de algún modo una ilusión, una re-presentación, el substituto de otra realidad, tanto más lo será una imagen que pretende imitar la fugaz realidad sensible. Por eso nadie se reconoce del todo en una fotografía, tan solo si ha quedado “favorecido”. El arte de la pintura nunca ha consistido en imitar lo visible, sino como bien decían los antiguos: “en hacer visible lo invisible”, frase que luego han hecho suya muchos artistas modernos.
En una sociedad tradicional, esa operación es un sacramento, un ministerio, un arte y una ciencia a los que ha de ser iniciado el que aspira a conocer los “secretos del oficio” y del Arte, secretos no sólo técnicos, sino igualmente simbólicos que resumen toda una enseñanza iniciática. Para ser un verdadero maestro el artista debe alcanzar el sacerdocio de su arte, y convertirse él mismo en obra de arte. Alcanzado ese grado, todo lo que haga después serán obras maestras.
La dicotomía entre arte abstracto y arte figurativo no existe en el arte tradicional, y de hecho ambas posibilidades se funden armoniosamente en el de todos los pueblos de estas características, incluso entre los que no utilizan imágenes figurativas normalmente, como el Islam, pero que no duda en dar formas zoomorfas e incluso antropomorfas a muchas de sus caligrafías, por no hablar de las miniaturas persas. La pictografía, el hiero-glifo o jeroglífico (que significa precisamente signo sagrado), y el ideograma, están en el origen de la escritura de todos los pueblos, pero también de sus artes plásticas en general. Ellos no copian la realidad, sino que la interpretan y “estilizan”, la “escriben” podría decirse, desde su prisma metafísico y su cosmovisión.
Como ejemplo de prodigio de estilización moderna, además vanguardista, podríamos destacar a Constantin Brancusi (1876-1957). Su obra, no obstante, parte de criterios tradicionales de la antigua cultura rumana, cosa que interesó personalmente a su paisano Mircea Eliade que le dedicó varios estudios. En su caso, como en el de otros, el adjetivo “moderno” quizá ya no sería el más apropiado a pesar de la rotunda actualidad de su obra y de la influencia de la Escuela de París. Su interés por la realidad esencial es una constante en su obra. “Lo que es real, dice, no es la forma exterior sino la esencia de las cosas”. Su interés también por la “esencia del vuelo” no era solo estético sino espiritual. En su caso, dice Eliade sin apelar a teorías del “inconsciente”: “El vuelo es un equivalente de la felicidad puesto que simboliza la ascensión, la trascendencia, la superación de la condición humana. El vuelo proclama que la gravedad ha sido olvidada, que se ha efectuado una mutación ontológica en el ser humano”. (El vuelo mágico. M. Elíade. Siruela) Su proceso de interiorización puede reseguirse muy bien en la trayectoria de su obra, notorio ejemplo de un arte verdaderamente universal e inclasificable, que además ha ejercido de modelo para buena parte de la posterior escultura moderna.
En cuanto a las letras, en el caso del arte caligráfico, son algo más que signos convencionales, sino modelos análogos y matemáticos del orden cósmico, como es el hebreo, el árabe, el sánscrito o el chino.
El verdadero arte abstracto es el que despliega la geometría y la caligrafía, ellos recrean la realidad mediante un código de formas y signos análogos, no convencionales, sino basándose en la propia estructura inteligible de lo real y en los flujos del verbo al coagular en escritura. Números, geometría, letras, colores, notas, tienen todos, decíamos, una base común analógica: sintetizan la complejidad del universo, su orden inteligible y sus ritmos cíclicos. El artista antiguo conocía estos códigos, le eran trasmitidos durante todo su periodo de aprendizaje, el cual debía conducirle gradualmente a la maestría de sí mismo.
El artista moderno-abstracto abandona las formas sensibles para bucear en las que surgen accidentalmente en el proceso de elaboración, o bien las que impone un rigor geométrico de finalidad decorativa. En todo caso son: o bien formas amorfas, o más o menos geométricas, formas cuya finalidad es impactar o alagar la sensibilidad, pues, no conllevan ningún significado expreso o consciente. La palabra abstracto o abstracción significa, precisamente, separar de una complejidad sus principales cualidades y resumirlas mediante un esquema lógico. Pero si ese esquema o código carece de sentido, ha fracasado.
Cierto que todo color, pintura o garabato aplicados de cualquier manera a una superficie ya son de por sí un objeto visual, como una pared vieja, húmeda y desconchada, o una mancha en el suelo. Y seguramente esconden un secreto o algún mensaje que, como diría Borges, un adivino podría interpretar. Los llamados test de Rorschach son ya comunes en psiquiatría médica y penal.
Si el impacto visual es lo único que se busca, si el mensaje es simplemente lo que hay a la vista, manchas o un garabato despojado de todo contenido racional o inteligible, esa sería simplemente la definición de lo decorativo o anti-decorativo, algo que nada tiene que ver con el arte.
Siempre se ha llamado decadente el arte que ha perdido el sentido de la unidad y el significado de las formas; es decadente el arte que acaba imitándose a sí mismo y al final parodiándose a sí mismo, que es a lo que se dedica mayormente el arte moderno en general, de ahí la importancia del absurdo en su caso.
Por el hecho de ser abstractos, muchos artistas modernos creen estar eximidos de tener que “concretizar” ni significar nada, ni siquiera la idea, el mensaje; se confunde lo abstracto con lo insignificante, y lo real con lo objetivo. El mensaje aquí es el mundo mental y subjetivo del artista, que se impone al espectador como algo que debe aceptar sin discutir aunque sea ininteligible para los dos.
VII. Arte, percepción y estilos
Esa dicotomía ilusoria con lo “real” que pretende la abstracción nace, hemos visto, de una concepción literal de la realidad, confundida con el mundo sensible. Y en este sentido el puente entre el Naturalismo, ya sea Realista, Impresionista o Expresionista, y la abstracción es naturalmente el Cubismo, que pretende superar la limitación perspectiva de la composición del cuadro.
Esa limitación es propiamente la del ojo y la de su único punto focal, percibiendo de las cosas tan solo la faz que le ofrecen cuando están orientadas hacia él, pero quedando fuera del encuadre todos los demás focos posibles del campo visual del objeto. El Cubismo añade al plano del cuadro toda la información que excluye la imagen perspectiva; pero ¿cómo la añade y qué resultados?
Partiendo de Paul Cezanne, el primero en diferenciar el trazo del pincel, de aislarlo de algún modo del contiguo, Picasso, Albert Gleizes y Juan Gris, entre otros, desarrollan un estilo estéticamente racional, “analítico”, pero no frío sino meticuloso, ingenioso incluso, con resultados estéticos desiguales pero interesantes. Es curioso, en este sentido, que un metafísico como René Guénon, uno de los principales críticos de la modernidad, apoyara la labor de Gleices en esa dirección, principal teórico del movimiento junto a Jean Metzinger, y seguramente su ejemplar más intelectual, como puede verse en el epistolario que mantenían. Albert Gleizes, en realidad, trabajaba de otro modo. Su interés no estaba en “destruir” o “deconstruir” la imagen perspectiva desde el cubismo, como Picasso aplicando la “perspectiva múltiple”, sino en substituir el modelo perspectivo por otro geométrico plano. Quería recuperar un modelo de composición tradicional como punto de partida de una plástica nueva.
Braque o el propio Picasso, se complacen más en un experimentalismo lúdico y vitalista que en aplicar teorías; en Picasso el cubismo es un episodio de su obra, en Braque es su obra principal.
Si tuviéramos de considerarlo desde el punto de vista “filosófico”, la manera de escapar de los límites de la perspectiva o de la visión ordinaria del ojo, no es añadir más información a un mismo plano visual, añadir a un rostro la oreja, el ojo o la nuca que no se verían en perspectiva; para eso ya tenemos la escultura o el relieve, que al trabajar en tres dimensiones nos soluciona el asunto.
La pintura tradicional no utiliza tampoco la perspectiva, que ya conocían los griegos pero que solo usaban los arquitectos para corregir las aberraciones ópticas de los grandes edificios. Ni su campo se limita, decíamos, a la realidad sensible aunque tome prestados muchos de sus elementos. Paul Gauguin, Maurice Denis, George Seurat, tampoco utilizan la perspectiva, pintan figuras planas, casi como el Románico pero sin perfilarlas en negro, para eso habrá que esperar a Fernand Léger.
Las imágenes del Románico o incluso del Gótico, por no mencionar sino dos estilos tradicionales próximos, no son perspectivas, flotan en una luz dorada hipersensible que nada tiene que ver con este mundo; son imágenes planas pero inmersas en un fondo infinito, en otro espacio distinto al euclidiano o al cartesiano.
Las imágenes del Cubismo no están en un espacio de luz infinita ni tampoco indefinida, sino en un espacio hiper-fragmentado, cubicado, de luces y sombras totalmente renacentistas pero pasadas por el tamiz cartesiano de la retícula. Es la aplicación de un racionalismo estético que desarrollarán hasta el extremo Constructivistas y Neo-plasticistas como Mondrian o Malevich entre otros. Al añadir información extra-visual al ojo, el Cubismo como alternativa a la visión normal perspectiva, lo desborda y le hace perder el sentido de las proporciones. Realmente el ojo no sabe entonces lo que ve. Y no sabe si le gusta o no le gusta, pues lo insignificante no es inteligible. Algunos cubistas eso lo sabían y aplicaron el método con cierto rigor estético, otros no tanto.
Precisamente, de ese rigor geométrico despojado de todo ornamento y puramente “funcional” y “minimalista”, se desprende una tendencia que marcará definitivamente toda la arquitectura moderna, primero en Europa pero casi al mismo tiempo en las ciudades más importantes de EE.UU al importarla a Nueva York de la Bauhaus Walter Gropius y después Le Corbusier a principios del S-XX.
Pero ese afán de racionalizar el espacio despojándolo de sus valores cualitativos a favor de los puramente cuantitativos, no es inocente, ni en su filosofía, en el fondo pragmática y materialista, ni en sus intenciones. Nace con el desarrollo industrial y de un interés político por colectivizar la vivienda, crear ciudades satélite-dormitorio y barrios “colmena” contiguos a zonas industriales. El Constructivismo aparece primero como ideología, después como recurso estético.
El siguiente paso lógico al Cubismo será la abstracción geométrica o lírica, es decir, la que opera según un rigor racional o la que opera según el azar y el mero experimentalismo cromático o matérico. Kandinsky, Marinetti, Léger y muchos otros habían sido cubistas. Pero el “experimentalismo”, sobretodo en la abstracción, copa casi todas las expectativas en ciertos momentos. La idea de situarse ante la tela blanca en “blanco” y de manera inconsciente, “automática”, entregarse al trance de la elaboración, supone un gesto análogo al ceremonial chaman, la sibila o el médium, es decir, de intermediario entre una fuerza creativa superior y este mundo.
Pero no es poca la pretensión aquí, sobre todo cuando se observa el confusionismo entre lo espiritual y lo Infra-consciente, es decir, lo subconsciente, confusión que acuñó definitivamente la escuela jungiana y que ha mezclado la New Age con ideas evolucionistas y retales de Ocultismo, Zen, Budismo y Yoga. Nos referimos a la confusión típicamente moderna entre alma y espíritu que fijó Descartes (con su visión “mecanicista”) y que Jung, decíamos, asimila después al subconsciente, pasando a ser ya un tópico en el mundo occidental moderno.