Irrealidad del ego
El individuo humano no puede definirse a sí mismo sino como una suma de condicionamientos diversos. Primero los que signan su lugar en el cosmos, su tiempo y espacio vital, después los que recibe como herencia de sus ancestros y progenitores, y correlativamente los que incorpora del medio familiar, social, escolar, profesional, etc… del que surge y en el que vive inmerso.
La concepción que el individuo se forja de la realidad y de sí mismo siempre es en base a lo que conoce según lo que ha recibido y asimilado del ambiente, es decir, a esa perspectiva mental que todos esos elementos han configurado por aglomeración, creándole una identidad, el ego social, el Nafs, tanto como una historia personal. Ese ego o Nafs, le proporciona una “personalidad” (literal. del griego: una “máscara”), un distintivo para diferenciarse y asimilarse a la vez con el medio y con sus “semejantes”.
Esa “personalidad”, que esencialmente es un concepto extraído del medio que el individuo se hace de sí mismo, una imagen o “construccion mental”, se ha instalado en la consciencia desarrollando hábitos, rutinas, comportamientos, tendencias y patrones reactivos con los que se identifica plenamente; esa es, según él, su identidad, su “alma”, su mente o su mentalidad, a la que ve como suya y propia. Todo nuevo saber, conocimiento o experiencia no hace sino reforzar esa personalidad, vale decir, ese concepto relativo de sí mismo creado por la perspectiva mental. De manera muy improbable, sólo una toma de contacto efectivo con una realidad superior al ego individual, es decir, a la descripción egótica del mundo y egolátrica de la realidad que hemos heredado, puede orientar la consciencia a mirar más allá de sus topes, a conocer otra realidad libre del filtro que crea los límites del ego mental y social. En tal caso, podríamos preguntarnos donde está la verdadera libertad del individuo pregonada a bombo y platillo por la sociedad moderna cuando todo en él es pura condición, pura limitación, sea o no consciente de ello.
Parafraseando un hadith del Profeta Muhammad (slaws), decía que, al nacer, el ser humano conserva su Naturaleza original, la Fitrah, gozándo del estado de unión con su Ser Real, luego, al crecer e incorporarse al mundo, sobretodo del lenguaje, es decir, el de los conceptos, sus padres le dicen: eres judío, eres cristiano, eres musulmán, eres árabe, eres blanco, eres negro, etc… quedando poco a poco esa Naturaleza original, ese fondo inmaculado, escondido por completo tras la máscara del Nafs, como también escindido –ilusoriamente- ese estado de unión con el Ser Real. Esa Naturaleza original, esa Fitrah, es lo que queda cuando todas las formas y tendencias del ego han desaparecido, es aquella virginidad primordial, esa santa inocencia, que se reconquista tras la Victoria de la Jihad contra el Nafs. Es por ello que Jesús, Sayidna Aîsa, dice que si no es con el alma de un niño nadie entra en el Reino de los Cielos.
Pero el problema del Nafs es, ante todo, lógico y ontológico. El Nafs no es una entidad sino la tendencia, podría decirse, autoafirmante y apropiativa del sujeto mental, asumida por la identificación con el “objeto” corporal, dentro del cual se ve encerrado. De ahí que, el individuo como tal y en su estricta identidad egótica, no pueda actuar sobre sí mismo sino es limitándose más aún, ni tampoco trascenderse o perfeccionarse a sí mismo, del mismo modo que la mente no puede comprenderse ni resolverse a ella misma. Y después que, como hemos visto, el ego es basicamente un concepto, una imagen o construcción mental creada por la identificación con nuestro cuerpo y por los vínculos con el medio social, una ilusión o en el mejor caso, un elemento de la consciencia sin ninguna verdadera entidad ni autonomía.
Sin embargo, nada impide al ego dejar de ser un poderoso filtro por el cual toda la ilimitada e inmensa realidad que nos penetra y envuelve, y con ella todas sus indefinidas posibilidades, quede reducida a él, a su propio horizonte, a su propio suburbio, al “mi” y a lo “mío”. Todas las tradiciones sagradas coinciden en que el Nafs es el terreno de juego preferido de Shaytan, y el Sufismo incluso lo asimila a él, pues, abandonado a sí mismo, el ego no puede sino reafirmar su propia limitación a través de un individualismo despótico, negando así toda realidad más allá de ella e imponiéndola, si puede, a los demás.
Como concepto o convenio social, el nafs no es bueno ni malo, es veíamos una “máscara”, una herramienta de expresión y relación, la etiqueta de una historia personal, pero se convierte en el obstáculo más eminente al despertar espiritual en tanto obstruye la percepción directa de la naturaleza original del ser y la realidad, la Fitrah, que es una sola cosa con la Realidad divina (Haqiqa). Y dado que el ser es todo lo que conoce (ser es conocer y conocer es ser decía Aristóteles), lo que se concretizará en él como aquello de lo que debe liberarse para recuperar la Fitrah, será todo lo que conoce bajo la perspectiva del Nafs, del ego.
Sin anular la acción reductora del Nafs, es decir, el concepto posesivo de un “mi” o “yo” individual, la ilusión de una identidad coagulada, cerrada sobre sí misma como un huevo, al hombre le es imposible tomar consciencia efectiva de su Ser Real, es decir, de la totalidad de sus posibilidades, ya que la realidad del verdadero ser o identidad jamás queda cerrada sobre sí mísma, jamás coagula en un ego sino es ilusoriamente. De igual modo, sin advertir su irrealidad, no podrán anularse tampoco los patrones reactivos que ha tejido en el psiquismo ante las diferentes situaciones de la vida. El “muere antes de morir” del Profeta (slaws) o el “si la simiente no muere en tierra no da fruto” de Jesús, advierten de este hecho. Matar el Nafs es eliminar un falso límite, es destruir una ilusión persistente, es traspasar los límites propios del psiquismo dual, ir más allá, ver claramente los movimientos del alma desde una perspectiva y un campo de acción muchísimo más amplios, es “matar al hijo de una mujer estéril”, como dicen los maestros adwaitas hindúes.
El ego engaña al ser verdadero –que es auto-consciencia pura e ilimitada- haciéndole creer que es limitado y caduco como el propio estado corporal. Engañado, éste se ve encerrado en el tiempo, el espacio y la materia corporal, como el pájaro en la jaula, proyectando siempre a un futuro incierto su salvación, su liberación, su realización y la plenitud de su ser sin poder vivirla nunca en el presente. “ Como ha perdido el contacto con esa plenitud (que el Ser es) en el presente, el ego necesita proyectar la posibilidad del logro de la misma en el futuro; para ello, se constituye no solo como una idea de “lo que es” (o cree ser), sino como una imagen o idea inseparable de su “yo” ideal, de “lo que ha de llegar a ser” (en el futuro). Cree que superará la sensación de limitación que le constriñe acumulando, engrandeciendo su auto-imagen, “mejorando”, es decir, “llegando a ser” todo aquello que supuestamente reforzará y engrosará su pseudo-identidad. Lo que está en la raíz de esta dinámica –que no equivale a un proceso de crecimiento real (...) sino a un ilusorio juego de imágenes- es la auto-limitación imaginaria del Yo (verdadero). Pero el ego nunca cuestiona esta limitación, pues ello supondría cuestionarse a sí mismo. No la cuestiona, aunque verifique permanentemente que es ocasión de sufrimiento, pues achaca ese sufrimiento, no a la dinámica egótica en sí, sino al hecho de que todavía no ha sido, tenido, hecho o logrado “esto” o “lo otro”. (Mónica Cavallé. El Vedanta advaita ante el sufrimiento. Pg. 16)
Deconstrucción y desvelamiento
El sufismo brinda un tratamiento ritual al proceso de “deconstrucción“ del Nafs, una Alquimia espiritual y una suficiente instrucción para una Jihad invisible y oculta, que es la verdadera Jihad. Pero toda forma de acción contra una no-entidad, contra un concepto, contra una ilusión entretenida por sus propias tensiones y acreditada solamente por nuestra ignorancia, debe ser consciente ante todo de este hecho. Y es en este sentido que todo ese tratamiento ritual está inspirado y circunscrito dentro de la doctrina de la Unidad, el Tawhid, la propia del Sufismo. Ésta está implícita en el Qur’an, la Sunna y la tradición oral y escrita del esoterismo islámico, el Tasawwf, pero también está resumida en el Testimonio, la Shahada islámica: La ilaha il-la-Allah, (No hay más dios que la Divinidad, No hay más realidad que la Realidad. No hay más yo que el Yo divino). Éste testimonio es sobretodo una revelación que nos advierte del carácter ilusorio de todo lo que aparece como un “otro” que Él, como una realidad a parte, pero también al mismo tiempo del carácter unificador y totalizador de Allah, pues, ningún otro podría ser verdaderamente “otro” distinto o aparte de Él mismo, la trascendencia y la inmanencia divinas son inseparables. Y Él, dice el Qur’an: “está más cerca de nosotros que nuestra vena yugular”. Ante el Uno sin segundo, sólo cabe la Perplejidad, que es una importante Estación espiritual (Maqam), el ser conscientes de nuestros propios límites. Dice un hadith del Profeta: “Percibir la impotencia de la percepción, es una forma de percepción. Alabado Aquel que ha trazado como vía única para conocerLo, la impotencia misma de conocerLo”.
En efecto, lo único que nos hace verdaderamente sabios es conocer nuestra propia ignorancia, nuestros propios límites, y es esa consciencia el verdadero Conocimiento en materia espiritual, la verdadera Gnosis, o dicho de otro modo, el conocimiento del Conocedor mismo.
La ciencia de la invocación, de la rememoración de la verdadera Realidad (al Haq), el Dhickr, y la Alquimia espiritual aplicada a la purificación del Alma, toman en el Sufismo el mismo relieve que el conocimiento especulativo esotérico del Tawhid, sino más, especialmente en los primeros estadios, en los que incluso se desaconseja demasiadas lectura para evitar acumular más conceptos, lo que decíamos antes a propósito de los hábitos mentales del ego y su tendencia a hacer suyo lo que no tiene dueño.
En línea con toda la espiritualidad oriental, el Sufismo ve en la experiencia, en el sabor (Daugth) y no en la mera especulación, el verdadero motor de la progresión espiritual, sin embargo, esta economía iniciática administrada por el Sheik de cada Tariqa, no ha de ser pretexto tampoco para negar la realidad y el nivel operativo del Conocimiento, al-Marif’ah, de la Gnosis espiritual, lo que sería negar al agente intelectual, al verdadero conocedor de todas las comprensiones, es decir, iluminaciones. El propio Qur’an junto a los hadiths, es un compendio de la Gnosis islámica que debe comprenderse a la luz del Tawil y del Tafsir, es decir, a la luz de su sentido interior (Batîn) y de su sentido exterior (Zahîr).
El verdadero conocimiento es un desvelamiento del corazón, una experiencia iluminativa que disipa las tinieblas o velos de la ignorancia, un reconocimiento de lo real hecha por lo real mismo que tenemos en nuestro interior, propiciando un estado de unidad que rompe con el ilusorio aislamiento separativo y dual en el que creemos estar por nuestra condición individual y corporal; nada tiene en común con una aprehensión mental, con un conocimiento acumulativo, erudito, conceptual, escolar o memorístico. No es en la mente donde se desvelan los secretos (Sirr) sino en el corazón (Qalb), cuando se torna lo suficientemente receptivo al flujo incesante de Luz y de Gracia que la Misericordia divina derrama sobre nosotros sin nosotros advertirlo.
Ese conocimiento es sagrado y es el propio del Espíritu o Consciencia que anida en el interior de todos los seres (el verdadero Conocedor), y no puede negarse sin negarse la verdad. Nadie conoce al Ser sino es el Ser, y el verdadero conocimiento es una Presenciación cuya primera referencia es el propio testimonio de la consciencia en nosotros. Su naturaleza verdadera es universal e informal, puramente intuitiva, pero su expresión formal es siempre simbólica, utiliza palabras, ritmos, letras, signos o figuras, porque el universo entero es el discurso o el libro de Dios para quien sabe leer sus signos, dice el Profeta (slaws) y también, para quien tiene intelecto (‘Aql) es decir, corazón.
El desprecio o la indiferencia hacia la Gnosis, el Marif’ah, por parte no solo del neo y pseudo-espiritualismo modernos, sino también de la religiosidad común, es debido, normalmente, a confundirlo con el conocimiento mental y vulgar ordinarios, pero también muchas veces a una impotencia intelectual disfrazada, a una limitación cognitiva que pretende valorar el esfuerzo, el voluntarismo y los sentimientos por encima del Conocimiento mismo. De hecho, la espiritualidad, para la gran mayoría, no es sino cuestión de creencia y emoción, algo ligado a un sentimiento –o sentimentalismo- entrañable y profundo, entendiendo esa profundidad como el habitáculo individual de las emociones más fuertes y densas, y decimos entrañable pensando precisamente en la etimología de la palabra, en las entrañas, en lo visceral, ligado al instinto y a las pulsiones primarias.
La impotencia espiritual acostumbra a separar la inteligencia, que es un don divino, de la espiritualidad, como si la espiritualidad no fuera algo inteligente, iluminador, ordenador, y no sólo cuestión de creencias, sentimientos y esfuerzos individuales. Ante esta confusión nadie es tan contundente como el propio Profeta (slaws), que valora más la distracción del sabio que la adoración del ignorante, incluso la tinta del sabio a la sangre del mártir. Y ordena buscar el Conocimiento a todo musulmán confeso aunque fuera, dice, en la China, proponiendo como condición inevitable para conocer al Señor el conocernos a nosotros mismos: Quien se conoce a sí mismo conoce a su Señor. Quien conoce su alma conoce a Su Señor, son hadiths del Profeta (slaws).
Aclaremos que el conocimiento teórico o especulativo, no es el conocimiento verdadero, como el saber mental o erudito no es la auténtica Sabiduría, éstos serían vehículos y formas para una comprensión personal; la verdadera gnosis no son las palabras y los escritos de otros, sino la experiencia iluminadora que en lo íntimo de uno mismo se vive como una revelación, como una evidencia y una certidumbre absolutas de algo verdadero. Y en el Islam la prueba viva de esto es el Profeta mismo (slaws), un hombre analfabeto que, a partir de cierto momento recibe un influjo espiritual lo suficientemente poderoso para fundar una religión, una vía iniciática, una cultura y una civilización nuevas, perfeccionando además la lengua árabe. Al sabio de biblioteca en materia espiritual el Tasawwuf lo compara a un burro con grandes alforjas cargadas de libros. Pero, en cambio, el Islam, como el judaísmo y el cristianismo, es precisamente la “Tradición del Libro” por excelencia (Dîn al-Kîtab), de la Palabra, del Verbo (Kun) y del ritmo, de la audición, la escritura y la lectura, nociones que resume la palabra Qur’an junto a recuerdo, reminiscencia y recitación. Se insiste constantemente en el Islam a leer el Libro y a meditarlo, como el ángel Seyidna Al-Jibril ordena al Profeta (slaws): “¡Lee!” al aparecérsele en la gruta del monte Hira, aparición que inaugura todo el ciclo del descenso del Qur’an.
La lectura –o recitación- que aquí se trata no es, decíamos, un acopio de información, un consumo literario, un ejercicio de memoria ni una delectación místico-poética, es un rito iluminador y un soporte de meditación, lo que se extiende a todos los libros sagrados de todas las tradiciones, incluidos los comentarios de los maestros del Tasawwuf. Abordar este tipo de conocimiento, el sentido esotérico de la Revelación, el Tawil, el Batîn, exige ciertamente una cualificación y una preparación; sin una justa pureza de corazón y de mente, toda información nueva queda integrada y archivada, decíamos, como mero concepto mental por el Nafs, reforzando su orgullo intelectual y su sentido de posesión y diferencia.
Del Tawhid (la doctrina de la Unidad) derivan directamente no solo todas las ciencias sagradas del Islam y del Tasawwuf, desde la metafísica pura a las ciencias cosmológicas y naturales, sino que conforma también la Shari’a, el tipo de cultura (‘Aqida), de pensamiento y de civilización propias del Islam, su cosmovisión, riquísima en contenido y austeramente esencial en la forma. El tiempo y el espacio sagrados del Islam nos remiten constantemente al Tawhid, a la Presencia del Uno en todo y de todo en el Uno, a la unicidad del ser y la existencia. Y quien dice unidad dice también unidad del conocedor y lo conocido, y unidad del amante y el amado.
Marif’ah y Mahabba (Conocimiento y Amor espiritual)
Nada podría amarse sin conocerse de algún modo y nada podría conocerse sin amarlo, respetarlo, o valorarlo. El Amor, Mahabba, es el motor del Conocimiento (Marif’ah), y el Conocimiento del Amor, porque la Unidad es también la unidad de ambos. Es en este sentido que el sufismo se distingue netamente de cualquier misticismo religioso cristiano, como se dió principalmente en Europa a partir del Renacimiento, y con el cual a veces se le ha querido asimilar; es cierto que también existe un sufismo místico muy próximo a la religiosidad, pero no es precisamente el caso de todo el sufismo. La mística cristiana y sus diferentes órdenes monásticas no son iniciáticas, son religiosas, no existe ni un punto de vista esotérico, no-dual, ni una ciencia precisa de los estados espirituales, ni un maestro que transmita, ni un seguimiento directo del discípulo por un maestro, aunque algunos místicos hayan alcanzado elevados estados espirituales. Del mismo modo, se señala expresamente que todas las explicaciones sobre la vía y las especulaciones sobre las realidades espirituales, tanto como el “sufismo de los papeles”, es decir, el de los libros y los escritos, son tan sólo indicadores provisionales, ya hemos visto, para poder orientarse en la buena dirección, sin duda preciosos, pero no para quedarse encerrado en la letra, la erudición y en los conceptos, que nunca podrían substituir la experiencia directa de las realidades espirituales, que es de lo que se trata y lo único que verdaderamente libera.
Marif’ah y Mahabba, Conocimiento y Amor, son atributos de la Majestad y la Belleza de Allah, respectivamente, al Jalal y al Jamal; por la primera conocemos el soberano Rigor de la Perfección divina, que niega toda “otredad” o alteridad diferente del Uno; por el otro conocemos su Gracia y armonía unitivas, puesto que todo es Él y nada podría haber fuera de la unidad del todo. Por el rigor discernimos la verdad de la mentira, lo real de lo ilusorio, el conocer del ignorar, es el Furqan (discernimiento, precisamente otro de los nombres del Qur’an); constatamos que no hay “otros dioses” o realidades a parte del Uno sin segundo, ni otros “yoes” o egos a parte del único Sí-mismo divino, ni otros seres a parte del Ser universal.
Por la Belleza unitiva y misericordiosa conocemos que todo es Allah, sin distinción, diferencias o excepciones, su Belleza y su Amor, Jamal y Mahhabba, todo lo abarcan sin excluir nada, Él es ar-Rahman ar-Rahim, el Clementísimo, el Misericordioso, el absolutamente No-dual. En efecto, el sentido de la diferencia y de la igualdad-identidad van implícitos simultáneamente en el propio acto del conocimiento y del amor, que es una síntesis de ambos, decíamos, y del conocedor con lo conocido, del amante y del amado. Ambos son inseparables de la realidad espiritual y cuando se separan dicha realidad se esfuma como el perfume en el aire.
La devoción ignorante, como la mera “religiosidad”, es un calor opaco, oscuro y sin luz (Nûr), prácticamente instintivo, como el apego que todos los seres vivos tienen a la vida; necesariamente es, pues, una devoción egoísta que espera siempre algún tipo de beneficio, y que puede convertirse fácilmente en superstición y fanatismo. También el saber mental, erudito y especulativo es una luz pálida, fría y opaca, como la de la Luna, carece de espíritu, de vida y de transparencia, porque tan solo imita, refleja, es una sombra de la verdadera luz. La luz del Marif’ah no es la luz del ego ni de su lógica, sino la luz del Espíritu, la Nûr del Rûh, o del Intelecto universal (‘Aql Kulli) que unifica siempre los contrarios; es una luz hecha de certeza total, no de suposiciones y opiniones, una certeza que no carece de un sentido preciso de las proporciones. Es una luz unitiva, envolvente y cálida como la del Sol, ella brilla en el secreto del corazón (el Sirr del Qalb), está llena de sabiduría y también de temor (Jawwf), pues en ella reside la Sakina, la Presencia real de Allah y, ante todo, hace consciente al ser de su verdadero estado, lo ordena por dentro y le disipa toda forma de dualismo y asociacionismo (Sirk).
Hombre de luz y caricatura
El Espíritu (Ruh) es Fuego sagrado, es decir, luz y calor a la vez (Nûr y Nâr); la letra árabe Alif, la A, que se escribe como una línea vertical, dibuja perfectamente la idea: la parte superior, el polo de la letra (Qutb) es pura Luz (Nûr); el extremo inferior es calor. Del primero, se dice, hizo Allah los ángeles, del segundo los genios (Jinns) y los demonios, y de ambos y de arcilla creó a Adam, insuflándole su propio aliento, su Alif. El hombre es así un microcosmos, un compendio sintético de todas las cosas existentes, a imagen y semejanza del Hombre Perfecto (Al Insan Al Kamil), la forma divina primigenia. Sólo él tiene la posibilidad de reconocerse como un todo infinito y eterno o como una parte insignificante, como una realidad sin límites de ningún tipo, o bien como una pequeña mota de polvo dentro del océano inescrutable de la Realidad. Y entre esos dos abismos pasa el hombre su vida y la historia de la humanidad, hasta que la Gracia y su poder de atracción le hace ver que él mismo es esa unidad que tanto ansía, y que jamás estuvo fuera o lejos de sí mismo, tan solo la buscaba donde no debía.
Ese es el drama del hombre, no ya el “caído” pero tradicional, sino especialmente el “moderno”, pues si en algo se diferencia este último de todos los demás que han circulado por la historia, es precisamente por su negación rotunda de toda trascendencia y de toda inmanencia espirituales. La moderna, en efecto, es la única civilización planetaria que ha negado abiertamente el Espíritu, consolidando todo su mundo social y todo su saber –cultura- en base a esa negación, para abocarse a un materialismo fanático y obtuso, a una pseudo-religión de la ciencia, la materia y la economía cuyas indefinidas incoherencias hasta las propias teorías físicas de última hora han resaltado, poniendo en duda la propia materialidad del mundo. Ese mismo cientificismo materialista que ha estado negando al espíritu como un invento infantil del “homo erectus”, aferrándose a una materia más mental que real, ve ahora esfumarse su aparente solidez en ondas, energías y vibraciones imponderables, tal como ve desintegrarse su propia economía de estado basada en la usura y el interés, es decir, el capitalismo materialista o el materialismo capitalista.
Y no deja de ser curioso que, pese a su arrogante soberbia, capaz de ningunear a todas las humanidades precedentes y de saquear las que aún quedan no-modernas, en lugar de considerarse hijo predilecto de su dios o de sus dioses, centro del mundo y compendio del universo como el hombre tradicional, se considere curiosamente a sí mismo el apéndice biológico y casual de un simio, fruto de una caprichosa evolución de la que ignora el final y aunque le quede aún mucho por evolucionar. Puestos a reivindicar un nuevo modelo de universo y de ser humano para la época, ha escogido un puesto muchísimo más modesto que su antecesor, el “homo religiosus”. Y es que por listo que sea, el diablo no puede evitar ser y hacer el ridículo.
El hombre verdadero, a pesar de estar sujeto a los imperativos del tiempo y de sus ciclos de decadencia, como la propia vida física, es cierto que no puede parar el tiempo, pero sí cambiar su comportamiento y con él la dirección inevitable que han tomado las cosas una vez consolidada por siglos en las sociedades modernas una actitud delictiva, parasitaria y depredadora hacia el mundo, la naturaleza y sus semejantes.
Esperemos que antes de abocarse a un desastre anunciado pueda rectificar la dirección que han tomado las cosas reconociendo en él lo que es eterno e infinito.
*.- Conferencia impartida en el Centro de Cultura Orlandai de Barcelona. 2007