Desde la mentalidad moderna en la que nos encontramos inmersos se ha desarrollado toda una concepción del tiempo puramente profana, en tanto que niega toda su dimensión cualitativa en pos de una pura cantidad mensurable. En la práctica esto lo que supuso es la percepción de la historia, del devenir humano y de la naturaleza de una forma lineal progresiva y evidentemente ascendente, para dar cuenta de la inteligencia humana. Todo ello en un universo frío, vacío, mecánico, de cifras sin contenido, únicamente cuantificable y descriptivo, cual un inventario muerto, resultado de ignorar primero y negar después la dimensión cualitativa y simbólica de la realidad temporal, presente en toda sociedad tradicional.
La perspectiva sagrada del tiempo necesariamente debe ser cíclica en el sentido en que la manifestación es un cosmos (un “orden”) que reproduce en distintos planos un mismo despliegue cosmogónico. De ahí que el simbolismo de los ritos y los calendarios fuera el de recrear una disposición primordial como constante actualización, completando en el presente (como presencia) el ciclo de retorno al origen.
Y es precisamente en ese Origen donde está la clave de la concepción tradicional del tiempo, en el sentido en el que se presenta remoto, oculto y alejado por un lado, pero también recuperable y presente por otro, siguiendo unas pautas iniciáticas análogas al operar del Cosmos.