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martes, 2 de agosto de 2011

EL SUFISMO: REALIDAD ESPIRITUAL DEL ISLAM (*), por Sergio Trallero Moreno

Introducción
En cualquier lugar donde busquemos una definición para Sufismo seguramente lo primero que aparezca sea “misticismo islámico” o “aspecto esotérico del Islam”, por eso para empezar conviene aclarar muy brevemente qué se entiende por “misticismo” y por “esoterismo” frente a la deformación y abuso que se ha hecho de estos conceptos. 
El término “misticismo” (o mística) se ha generalizado mucho en diversos ámbitos pero en nuestra cultura ha tomado ciertas connotaciones cristianas que lo desdibujan. Lo más apropiado sería ceñirse a su etimología griega, que remite a misterio y arcano, y de la que se desprende la noción de “saber iniciático”. A veces es más ajustado usar el genérico “espiritualidad” o los más precisos “gnosis” o “iniciación” para remarcar el sentido de realización espiritual, conocimiento sagrado, experiencia iluminativa completa, etc. La mística en sentido estricto no es simplemente algo devocional o sentimental, o ascético, sino que más bien responde a un flujo del Espíritu (o presencia intensa y permanente de lo Universal) a través de facultades intuitivas superiores a la razón y la emoción humanas. Es por ello que se sirve de un lenguaje simbólico unitivo y sintético (superior al lógico, metafórico o alegórico), además de ir más allá del concepto religioso de “salvación” del individuo, pues apunta hacia estados superiores de consciencia, identificación plena con atributos divinos o principios metafísicos más allá de los condicionamientos espacio-temporales propiamente humanos.
Hay que advertir que aquí el uso de “metafísica” no es en el sentido filosófico que ha tomado en occidente, ya desde Aristóteles, como un saber discursivo de naturaleza onto-teológica, sino en su acepción más universal que apunta hacia la trascendencia misma, la realización espiritual y la consecuente toma de consciencia supra-racional. La Metafísica pura, si se puede llamar así, apunta aquí a la Realidad meta-cósmica, en tanto que absoluta posibilidad del Infinito mismo, siendo el Ser su primera determinación. Por tanto el conocimiento metafísico (1), como comprensión de los múltiples “estados del ser” abarcados desde la trascendencia del Ser, es inefable e inexpresable en esencia, por no ser humano sino un acto del Absoluto sobre sí mismo, en su soledad unificante. Pese a todo el mayor misterio consiste en que se da en él una cierta “apertura” hacia la consciencia del hombre, aunque sólo sea como un eco, una huella o incluso como ausencia vivida de la Eternidad perdida. 
Respecto a la noción de “esoterismo”, hay que decir que nada tiene que ver aquí con el ocultismo moderno de raigambre decimonónica (espiritismo y teosofismo) ni con la disparidad de elementos de ese magma llamado Nueva Era, sincretismo de nociones pseudoespirituales con datos de la ciencia de vanguardia. El verdadero esoterismo es siempre esoterismo tradicional, en el sentido de representar la dimensión más interna de las tradiciones sagradas, la aprehensión de sus significados más trascendentes que, en el caso de los textos revelados, por ejemplo, se sirve de una exégesis simbólico-espiritual. Es el dominio del conocimiento iniciático, metafísico y transformador de la consciencia y que ha sido reservado, por su misma naturaleza, a unos pocos. Este núcleo interno, presente en toda tradición sagrada (2), se opone así (aunque no excluye) al exoterismo, el sentido más externo y literal de interpretación (religioso, moral, legal, racional) apto para la mayoría. 
En el siglo XX han surgido numerosos pensadores que se han atrevido, más allá de los convencionalismos y prejuicios academicistas, a adentrarse en las dimensiones más profundas e insondables del ser humano, desde distintos ángulos ricos en matices y perspectivas. Primeramente cabría mencionar autores relacionados con el denominado Círculo Eranos, que enfocaron hacia dichas regiones muchas de las categorías del pensamiento contemporáneo: la psicología arquetípica de las profundidades de Carl Gustav Jung, la fenomenología de la experiencia de lo sagrado de Mircea Eliade, la hermenéutica simbólica de la cábala de Gershom Scholem o el “personalismo gnóstico” que Henry Corbin descubrió en Persia. 
Pero de forma paralela otros autores (que no repercutieron prácticamente en lo académico) recuperaron el “esoterismo tradicional” y desarrollaron una Metafísica integral, en un simbolismo depurado de tergiversaciones ocultistas y excesos psicologistas, tal y como se encuentra desde antaño en toda tradición sagrada. Fue René Guénon el genuino y magistral expositor de los principios, simbolismos e implicaciones iniciáticas de las distintas tradiciones sagradas. Sus aclaraciones fueron seguidas y ampliadas por autores tan dispares como Julius Évola, Ananda Coomaraswamy o Frithjof Schuon, en lo que se conoce como escuela perennialista o tradicionalista, si bien nunca fue una escuela. A diferencia del primer grupo y salvando excepciones, estos últimos se comprometieron personalmente en “vías espirituales”, y no meramente a la actividad intelectual. 


Espiritualidad Universal y formas tradicionales

La esencia humana es única e idéntica, y Uno necesariamente será el Principio del que hablan todas tradiciones en su sentido último, independientemente de la aparente disparidad de soportes simbólicos y expresivos a los que recurran, pues “aunque las flores son múltiples y variadas en sus formas, el agua que las riega es siempre la misma”. 
Por poner un ejemplo, baste sólo remarcar la identidad que se desprende del simbolismo universal de la idea de “Centro”, del espacio sagrado por excelencia, templo teofánico, corazón y eje del Mundo sobre el que se contruye toda civilización tradicional, reproduciendo en la tierra una disposición arquetípica y celestial (3). En relación a esto encontramos en el simbolismo de la Rueda una nitidez y síntesis perfecta: así como el giro de la circunferencia, su periferia, representa la manifestación (el cambio y el devenir de la formas de la naturaleza) el Centro necesariamente ha de ser inmóvil, sostén y eje, simbolizando aquella Realidad Última que crea sin ser creada, que causa sin ser causada, que activa sin ser actuante, que ilumina sin ser luminosa, etc. Numéricamente es la Unidad misma que produce la Multiplicidad por adición. En otro simbolismo es el “punto”, sin extensión por definición (es decir inmanifestado), pero que crea los demás puntos (o seres) y las líneas, planos y dimensiones (o mundos). 
Si seguimos con la imagen arquetípica de la Rueda del Mundo, vemos que del Centro se irradian una infinidad de radios hacia la periferia, que se pueden considerar simbólicamente desde dos ángulos: a) primeramente como “apertura” y emanación cosmogónica, irradiación ex-céntrica; y b) en sentido inverso como vías de retorno al origen, a la fuente, como reabsorción con-céntrica. Metafísicamente la interioridad (consciencia) “religa” la exterioridad (mundo) confluyendo en el Centro y uniendo el ‘alfa’ y el ‘omega’; en otras palabras, el alma humana caída (periférica), en su periplo iniciático, debe reproducir, por analogía inversa, el proceso mismo del universo, remontar “interiormente” todo el despliegue de la manifestación. 
Así pues, cada tradición sagrada, en su estado puro, no es más que la expresión simbólica de una vía de acceso al Principio, y en esto consiste la Sophia perennis, la sabiduría perpetua y divina que se ha transmitido desde la noche de los tiempos en diferentes formas y ropajes tradicionales. 
Podemos ver muestras de esta sabiduría universal en las culturas arcaicas a través del chamanismo, desarrollado sobre todo en distintas regiones de Asia y América. Muchas de estas tradiciones acaban remitiéndose a un Gran Espíritu Supremo, por encima de todas las fuerzas de la naturaleza. Pero sobre todo resulta significativa su alusión a los tres mundos, unidos a través de un Árbol sagrado como símbolo del axis mundi. El shaman es el iniciado, el hombre-dios que entra a través de él en la verdadera realidad, y mediante el éxtasis y el trance, sufre la muerte-resurrección y reaparece en el mundo humano con los poderes prometeicos de la curación.
En el hinduismo o brahamanismo, seguramente la tradición sagrada (con un corpus textual revelado –los Vedas-) más antigua que nos ha llegado, encontramos un mismo mensaje, que se desarrolló posteriormente en los Upanishad y que, entre las muchas vías a las que dio lugar, encontró en las escuelas advaita (no duales), tanto vedantas como shivaítas, grandes maestros como Shankara o Abhinagavupta. Frente a la idea simplista occidental del “politeísmo hindú” (que no es más que una degradación de la doctrina original, al igual que los “animismos” primitivos), el contenido metafísico de esta tradición es claramente unitario: de los tres aspectos básicos en los que se manifiesta la divinidad (Brahma, Vishnu y Shiva) siempre está presente el Absoluto mismo (AtmanBrahma, etc.), el estado primordial, incondicionado y eterno de la realidad.
Más tardíamente la aparición del budismo también señaló que este mundo, por lo demás ilusorio (maya), giraba en torno a una Ley inmutable, el Dharma, y que era preciso liberarse de la rueda de la manifestación cíclica (samsara) hasta alcanzar la iluminación, el estado de vacuidad total conocido como Nirvana. 
Si nos vamos a la antigua China encontramos en las enseñanzas del Tao de Lao-Tsé este mismo principio eterno, imposible de mencionar, pero que mantiene en equilibrio y armonía perfecta todas las fuerzas de la naturaleza (que a su vez se engloban en la polaridad primordial Yin-Yang). Pero la tradición china es antiquísima y el taoísmo retomó sus principios de los más antiguos recogidos ya en el I Ching, en tiempos del mítico emperador Fo Hi, y que se derivan de la tríada simbólica Cielo-Hombre-Tierra.  
Si nos ceñimos a la Grecia arcaica, observamos que frente al tipo de religiosidad homérica que garantizaba una moral aristocrática y que acabó por convertirse en una “religión” estatal de la polis, proliferaron cantidad de cultos mistéricos y extáticos de carácter panhelénico: desde los misteriosos chamanes griegos venidos de la mítica hiperbórea, pasando por las bacanales de los cultos dionisíacos, las famosas iniciaciones de los misterios de Eleusis hasta el Orfismo que tanto influyó al pitagorismo y a Platón mismo (corrientes de las que también se podría rastrear su origen hasta los antiguos misterios egipcios de Isis y Osiris). Todos ellos caracterizados por recuperar, a través de la ascesis o de ritos simbólicos, el Yo oculto de esencia divina que había sido perdido. 
Incluso en tradiciones menos conocidas como el zoroastrismo o mazdeísmo, que se nos han presentado bajo una óptica de dualismo ontológico irreconciliable, encontramos la Unidad subyacente: Ahura Mazda es el Dios increado y padre del Espíritu bienhechor Ormuzd y también de su gemelo, el Espíritu destructor Ahrimán.  Pero la luz y las tinieblas, el bien y el mal que derivan de estos dos también se confunden en el Vâj, el vacío de la no-manifestación, o abismo metafísico del no-ser.
Y si entramos ya en el tronco semita, en la tres religiones del Libro que se derivan del patriarca Abraham (procedente de Ur, Mesopotamia, en cuyas antiguas civilizaciones, desde los Sumerios, tantas similitudes encontramos con los mitos del Génesis), vemos muestras de lo mismo, aunque en apariencia no sea tan evidente, pues aunque es claro su monoteísmo, su concepto de la divinidad es más personal, además de contener un aparato legal-religioso más rígido.
En el judaísmo la mística ha tenido un lugar excepcional de relevancia, sobre todo con el auge medieval de autores cabalistas. El hecho es que si bien la cábala es tardía en cuanto a su literatura (como se ve en obras como el Zohar y el Sepher Yetzira), sus enseñanzas se deben a una larga transmisión que siempre ha estado sujeta a la exégesis esotérica de la Torah revelada a Moisés. La alusión al nombre divino supremo mediante el Tetragrámaton, impronunciable en su esencia, ya señala el carácter inefable de la Realidad última, que apunta al infinito mismo (en-soph).  
En cuanto al cristianismo, como epifanía del Verbo divino, en sus comienzos su carácter esotérico era más evidente y pronto confluyó con elementos neoplatónicos así como gnósticos y herméticos. El hermetismo, que en su origen se remontaría a la tradición egipcia, al dios-sacerdote Toth, desarrolló ciencias como la astrología, la alquimia y la teurgia, que fueron asimiladas por el esoterismo cristiano, como se vio en los rosacruces por ejemplo. Pero al margen también hubo manifestaciones espirituales de altura como la teología negativa del Pseudo-Dionisio Areopagita, la metafísica de la divinidad del Maestro Ekhardt o la teosofía de Jakob Boehme. 
Pero entrando ya en el Islam, nos encontramos con la última revelación, pues Muhammad (4) es considerado el último profeta, que sella y completa todos los anteriores, tal y como él enseñó. El Corán es considerado palabra divina y también se deriva de él toda una hermenéutica sagrada y simbólica (ta’wil), que se ha desarrollado en círculos sufís y chiís, frente a las interpretaciones meramente literalistas y legalistas (tafsir) de los doctores de la ley. 
El sufismo, como se ha conocido en occidente, deriva del equivalente árabe tasawwuf, aludiendo a la primitiva vestimenta de lana y también a la purificación del alma, y se remonta a los mismos compañeros de Muhammad, a sus primeros seguidores, a los que se les trasmitió muchas enseñanzas de diversa índole, tanto espirituales como pragmáticas, conocidas como ahadith (tradiciones), pero sobre todo la influencia y bendición espiritual de origen divino (baraka). Si en los primeros siglos del Islam los entregados a la vía sufí de purificación y realización espiritual constituían círculos reducidos e íntimos, con el tiempo se organizaron en cofradías (turuq) bajo la tutela de un maestro (sheikh) que ya había alcanzado la iluminación, el conocimiento divino mismo, donde se realizaban prácticas e invocaciones rituales para rememorar los nombres divinos, lo que se conoce como dhikr (5).  
Evidentemente Al-lah, literalmente “el Dios”, es el principio absoluto sobre el que se sustenta la doctrina islámica de la unidad (tawhid), como realidad trascendente pero a su vez inmanente a las criaturas, aunque los sufís también hablan de la Esencia última (Dhat), el misterio insondable que contiene todos los demás atributos divinos.
Con frecuencia se ha criticado al Sufismo como una innovación dentro del Islam o un préstamo de otras tradiciones, pero todo lo contrario el Sufismo proviene de la revelación coránica de Muhammad, y permite comprender su sentido interior. Es una Luz de Sabiduría que vivifica el Islam desde su núcleo. Por otro lado, el Sufismo no es una corriente paralela dentro del Islam sino que se da tanto dentro del sunnismo como del chiismo. Es el aspecto esotérico, o la espiritualidad pura de toda doctrina externa, y por esto mismo no está desligado de la Ley islámica (shari’a), si bien existen interpretaciones y escuelas que no lo comparten.


Sentido de la Revelación en el Islam
El sentido de toda palabra revelada es muy extraño a la mentalidad occidental actual, que la asocia a un mero acto de fe o una vana superstición.  De hecho hoy en día es mucho más cómodo dar toda la autoridad explicativa a la ciencia moderna (aunque en el fondo responda a paradigmas cambiantes), olvidando que siempre ha existido también una Ciencia Sagrada que apunta a lo metafísico, una comprensión intuitiva y directa de aquello que sobrepasa la consciencia ordinaria, tanto en lo emocional como en lo racional. 
Más aun cuando una civilización tan sofisticada como la islámica (la vanguardia científica durante la Edad Media) se ha desvirtuado y tergiversado tanto durante siglos por los occidentales mismos, proyectándole miedos, brutalidades y todo tipo de lujurias y sinsentidos que respondían más a campañas políticas, iniciadas sobre todo desde las cruzadas, que a realidades en sí. Desde un mensaje crístico pacífico y amoroso (que olvida los aspectos de rigor de Jesús: su espada simbólica, la ira que expresó en el Templo, etc.) se nos ha inculcado una concepción de lo sagrado y lo profético muy deficiente y distorsionada donde, evidentemente, no cabía espiritualidad alguna en un hombre comerciante, estratega, político, combatiente, como fue Muhammad. Se olvida así que el fenómeno de la Revelación es más complejo, y que se conjuga necesariamente con la idiosincrasia y las circunstancias de cada pueblo, al entrar en el plano humano. 
La Naturaleza en sí ya es una Revelación (metafísicamente es la primera Revelación), un devenir de formas y signos llenos de simbolismo, como expresiones diversas de una misma Realidad. Por lo tanto el primer Libro sagrado no es otro que la Creación, la substancia primordial que por su plasticidad y potencialidad recibe las actualizaciones y signaturas del Espíritu creador de formas.
 Pero el acto original de la creación, para el profano, consiste en un “velarse”, en una ocultación de la esencia creacional con respecto a las criaturas, y es entonces cuando la Revelación sagrada posibilita el “desvelar”, levantar la cortina de ignorancia y oscuridad de las apariencias, de la ilusoria dualidad. Toda Revelación profética apunta a la apertura de este sentido simbólico en el Hombre, a una nueva llave para descifrar el sentido interior que permite leer este gran libro divino que llamamos Cosmos. Naturaleza, Hombre y Revelación serían aquí sinónimos: el Hombre, cuando adquiere la consciencia “reveladora” de su esencia, se ve Uno con la Naturaleza, no ve distinción sino identidad arquetípica. 
En síntesis, la Revelación es el modo como se manifiesta lo Uno en lo Múltiple, sin dejar de ser Uno: cómo se manifiesta lo Uno en el mundo fragmentado de las palabras, en el mundo dividido de los hombres, en las fuerzas antagónicas de la naturaleza, etc; y esto nos lo recuerdan los profetas y sus mensajes. Y profundizando aún más, los místicos de todas las confesiones nos recuerdan que la revelación sucede en cada instante de la vida, es algo consustancial, actual e inmanente a la temporalidad: su eterno presente, o mejor dicho, la presencia de la eternidad.  
Pero la Revelación profética es siempre un descenso (tanzil), desde el Principio mismo, de lo más a lo menos, y no puede confundirse con la “inspiración” indirecta, que se encontraría en un segundo orden espiritualmente hablando, ni por supuesto con las aspiraciones o proyecciones de la individualidad (el ego) hacia la sublimación desde sí misma. Esto es lo que distingue la auténtica espiritualidad de la aparente, el hecho de sumergirse o no en el océano de la Revelación, donde el ego se aniquila para subsistir en la Libertad incondicionada del Espíritu. 
La Revelación en el Islam, como característica de las tradiciones abrahámicas del Libro, es la palabra misma de Dios (el Verbo/Logos creador), y es transmitida mediante el arcángel Gabriel (epifanía del Espíritu) al Profeta sin que nada tenga que ver la inspiración poética, o cualquier resquicio de su individualidad. Si la Revelación en el cristianismo es la figura misma del Cristo (el Verbo hecho carne) insuflado en el vientre virginal de María por el Espíritu, en el Islam esta Revelación se identifica con el Corán, depositado por el mismo Espíritu en el corazón puro de Muhammad.
Es un acontecimiento que sorprendió a Muhammad súbitamente y que fue desarrollado con el transcurso del tiempo de forma intermitente durante 23 años: se sabe que primero comenzó a tener sueños muy claros que se cumplían; durante siete años recibió una luz cegadora sin mensaje alguno; otras veces la Revelación era un ruido como el zumbido de las abejas o el tintineo de una campana; más tarde el Espíritu soplaba palabras en su corazón retumbando todo su interior, provocándole fuertes crisis de fiebre y contracciones;  otras veces el Arcángel adquiría forma de hombre con el que conversaba, o recubriendo todo el horizonte; y la experiencia culmen fue cuando alcanzó la proximidad máxima de Al-lah tras el último velo, en su “viaje nocturno” más allá de los siete cielos. 
Pero en el Islam también se habla del “ciclo de la profecía”, de la sucesión de enviados a lo largo de la historia sagrada (Jesús, Moisés, Abrahám, Noé, Enoch, y otros profetas menores veterotestamentarios), aportando siempre el mismo mensaje atemporal pero adaptado a las distintas circunstancias. El sentido de la Revelación, como intersección de la verticalidad divina en el orden horizontal humano, sólo se comprende en una concepción temporal de progresivo alejamiento y olvido del Origen, en contra de las concepciones modernas de progreso lineal. El hecho es que esta es la auténtica visión que nos han legado todas las tradiciones sagradas, el punto esencial para comprender la Revelación. 
En los tiempos primordiales la proximidad al Principio era máxima y la Consciencia misma estaba unificada en el Espíritu Universal. Es lo que el sufismo llama “fitrah”, con ciertas similitudes con el “Dharma” hindú o el “Tao” chino, y que consiste en la pureza primigénea, luminosa e íntegra de todo ser. Es el estado de inocencia, espontaneidad y armonía con la naturaleza original que posee, por ejemplo, todo recién nacido pero de forma fugaz (pues se acaba perdiendo por la “cosificación” conceptual que le crea una identidad separada del Todo) quedando así reducido a una semilla oculta. El significado profundo de la “caída” judeocristiana no es otro que éste, la creciente aparición de velos que enturbian la memoria, debido al desarrollo mismo de la manifestación cósmica, en su despliegue temporal. No hay que olvidar que la herramienta espiritual del Sufismo es el dhikr Al-lah, el recuerdo de Dios, de lo Absoluto. 
Los profetas o revelaciones de las distintas tradiciones sagradas son así símbolos del arquetipo humano perfecto, como microcosmos que refleja el macrocosmos, y cristalizan y actualizan aspectos metafísicos de lo divino. Muhammad se considera, dentro del Islam, que integra y completa a todos los mensajes anteriores además de finalizar la Revelación, pues no habrá otro profeta después de él.
Pero el cierre del “ciclo de la profecía” significa la apertura del “ciclo de la santidad” (6) (wilaya) hasta el fin de los tiempos, o lo que es lo mismo: la transmisión del flujo espiritual del Profeta o “baraka” mediante la iniciación que operan los llamados santos (wali) o maestros (sheikhs), los “conocedores” de la Faz de Al-lah,  que saborean su proximidad, y que a pesar de la “extinción de su ego” (fana) consiguen permanecer en este mundo como centros de irradiación de las luces espirituales de la Revelación. 
        Y en esto consiste el Sufismo como elemento vivo en el mundo islámico, aunque hay que remarcar que no se identifica con el Islam en general, pues éste es muy amplio y si bien la gran mayoría de musulmanes participan de la fe religiosa en mayor o menor grado, son pocos los que se comprometen a seguir una senda espiritual de amor y conocimiento sagrados, alcanzar la estación espiritual “reveladora” de los misterios divinos tal y como se dio en los profetas, en Muhammad, y hasta hoy, en los sheykhs. 
El encuentro simbólico entre el filósofo y el sufí:  Averroes e Ibn Arabi. 

 Con frecuencia se alude a dos dimensiones de conocimiento mediante un simbolismo solilunar: el Sol, como fuente de la Luz, representa el Conocimiento unificante y gnóstico (ma’rifa), y es identificado con el Intelecto (7), no siendo este humano sino suprahumano, divino y metafísico en esencia; es la luz de la certeza, la claridad absoluta e íntegra en la comprensión de la realidad; mientras que la Luna, que refleja la luz solar, produce un conocimiento “reflexivo”, imitativo y relacional, identificado con la Razón en el sentido amplio, con las operaciones básicas del psiquismo humano; su luz no produce certeza sino duda, cambio, dicotomías, aproximaciones. 
El primero es un Conocimiento intuitivo, inmediato y directo, mientras que el segundo es discursivo, mediato e indirecto. Y es que la síntesis que produce la comprensión del símbolo es distinta del análisis que produce el desarrollo del concepto. Lo espiritual y lo mental no son lo mismo pero tampoco son incompatibles, más bien existe una jerarquía entre ambos: la mente no puede trascenderse a sí misma desde sí misma, o reconoce sus límites o se autoengaña (pues la Luna no produce luz, y ni siquiera cuando está llena es capaz de trasformar la noche en día); pero el Espíritu comprende la mente, la ilumina con una claridad arrolladora, no la niega sino que la integra, pacifica y utiliza como vehículo expresivo de sus intuiciones. 
Como ejemplo paradigmático de estos dos dominios podemos considerar a dos autores de raíces cercanas, dos andalusíes de renombre mundial:  Averroes de Córdoba e Ibn ‘Arabi de Murcia. El primero fue un filósofo que se dedicó a comentar la obra de Aristóteles, y sostenía que la razón podía llevar al ser humano, por sí misma, a la comprensión de la Verdad, mientras que el segundo, conocido como el Maestro Máximo (Sheik al Akbar), fue un sufí tocado por el Espíritu, que lo iluminó cual un rayo.  
Averroes (Ibn Rosh; 1126-1198) defendió que la actividad filosófico-argumentativa no sólo era compatible sino que estaba justificada en el Corán, mostrando que no había una oposición de “verdades” sino una completa concordancia expresada en ambas vías (racional y revelada). Pese a todo alegó que la élite interpretativa era la de los filósofos (a los que quedaban subordinados los teólogos y el vulgo), ya que no todo el Libro debía ser entendido en sentido literal. Averroes nunca rechazó completamente la necesidad de la Revelación, a pesar de que algunos autores latinos posteriores lo identificaron erróneamente como “secular” y “librepensador antirreligioso”.  
Por otro lado, hablar de Ibn Arabi (1165-1240) supone hablar de la experiencia de desvelamiento (kashf), del conocimiento gnóstico fruto del “saboreo” (8) de las realidades más excelsas, y de su iniciación en los misterios a través del enigmático Jadir (epifanía del Espíritu de la Tradición). Su obra magna (Futuha al Makkiyya: Las revelaciones de la Meca) fue toda una inspiración divina según él mismo relató y no una elucubración personal. Considerada una auténtica suma del conocimiento esotérico del Islam, esta obra fue el resultado de su peregrinación a Meca (haÿÿ) y las visiones que allí alcanzó, en el “centro del mundo” que simbolizaría la Kaaba.
Según su pensamiento y experiencia, el universo entero no sería más que el movimiento infinito de la existencia, que se aleja y retorna de la Esencia divina. La luz, símbolo fundamental de la espiritualidad islámica, nos muestra la expresión sensible de este gran flujo existenciador, como deseo de Al-lah de conocerse a sí mismo en el reflejo de su creación, siendo el Hombre su espejo, quien manifiesta todos sus nombres.   
   Ibn Arabi concibe el mundo de los sentidos como una epifanía de la “Imaginación creadora de Al-lah” (9), que a través del mundo imaginal (mundo intermedio entre el divino y el humano), “coagula” los Atributos divinos en los seres concretos como cualidades esenciales. De aquí toda la estética gnóstica y sagrada que se desprende de la obra del murciano.  
El mundo sensible expresa el mundo de Al-lah, pues hay una continuidad emanativa en la que la experiencia inmediata de los sentidos nos muestra los significados y secretos teofánicos, salvando así la separación entre la abstracción del concepto y la realidad existencial (10). Y es que seguramente el mayor mérito (o Gracia) de Ibn Arabi, fruto de su auténtica gnosis, haya sido, en palabras de Antón Pacheco: “afirmar la Unidad sin caer en un sistema de identidad absoluta que anule la realidad de las determinaciones particulares. [Puesto que] toda la metafísica de Ibn Arabi consistirá en plasmar el despliegue de lo Absoluto tanto desde un punto de vista ontológico, como personal y personalizador” (11). 
Pero tal vez lo más ilustrativo de las dos formas de aprehender la realidad sea leer al propio Ibn Arabi cuando nos relata su encuentro con Averroes, por su riqueza de significados: 

«Cierto día, en Córdoba, entré a casa de Abû’l-Wâlid Ibn Roshd [Averroes], cadí de la ciudad, que había mostrado deseos de conocerme personalmente, porque le había maravillado mucho lo que había oído decir de mí, esto es, las noticias que le habían llegado de las revelaciones que Dios me había comunicado en mi retiro espiritual; por eso, mi padre, que era uno de sus íntimos amigos, me envió a su casa con el pretexto de cierto encargo, sólo para dar así ocasión a que Averroes pudiese conversar conmigo. Era yo a la sazón un muchacho imberbe. Así que hube entrado, levantóse del lugar en que estaba y, dirigiéndose hacia mí con grandes muestras de cariño y consideración, me abrazó y me dijo: “Sí”. Yo le respondí: “Sí”. Esta respuesta aumentó su alegría, al ver que yo le había comprendido; pero dándome yo, en seguida, cuenta de la causa de su alegría, añadí: “No”. Entonces Averroes se entristeció, demudóse su color, y comenzando a dudar de la verdad de su propia doctrina, me preguntó: “¿Cómo, pues, encontráis vosotros resuelto el problema, mediante la iluminación y la inspiración divina? ¿Es acaso lo mismo que a nosotros nos enseña el razonamiento?”. Yo le respondí: “Sí y no. Entre el sí y el no, salen volando de sus materias los espíritus y de sus cuerpos las cervices”. Palideció Averroes, sobrecogido de terror, y sentándose comenzó a dar muestras de estupor, como si hubiese penetrado el sentido de mis alusiones. »

Continúa narrando Ibn Arabi que más tarde, Averroes exclamó a su padre: 

“Es éste un estado psicológico cuya realidad nosotros hemos sostenido con pruebas racionales, pero sin que jamás hubiésemos conocido persona alguna que lo experimentase. ¡Loado sea Dios que nos hizo vivir en un tiempo, en el cual existe una de esas personas dotadas de tal sentido místico, capaces de abrir las cerraduras de sus puertas, y que además me otorgó la gracia especial de verla con mis propios ojos!» (12).

Y es que el Dios de los filósofos no es el Dios de los sufís: el primero sólo cabe en la cabeza mientras que el segundo sólo cabe en el corazón. 
Resumiendo, Averroes era entonces un filo-sofo, es decir, un aspirante a la Sabiduría, que comprendió lo que ésta era mentalmente pero no la saboreó, mientras que en Ibn Arabi tenemos a un auténtico Sabio, un conocedor que se ha extinguido en los atributos divinos por la misma Gracia de Al-lah. 
En otro orden de cosas, si bien Al Ghazali (teólogo y sufí al mismo tiempo), después de su obra La incoherencia de los filósofos’ (Tahafut al falasifa), prácticamente hizo desaparecer la filosofía como tal en Oriente, no ocurrió lo mismo en el otro extremo del mundo conocido, donde Averroes logró superar el escollo y revivificarla, sobre todo mediante su “Incoherencia de la incoherencia” (Tahafut al tahafut), pero a costa de hacer desaparecer el mundo angelical intermedio (malakut) de la cosmología aviceniana, el mundo simbólico del proceso iniciático del alma o dominio de la Imaginación Creadora. 
Y es que podemos ver aquí un signo de dos destinos culturales futuros: por un lado el triunfo del averroísmo en Occidente, como precursor de la secularización moderna, que a la larga acabará por escindir la espiritualidad genuina de los demás ámbitos del saber, y por otro lado la emigración de Ibn Arabi a Oriente, donde su obra se difundirá en todo el mundo musulmán y se conjugará con los saberes neoplatónicos y persas, permaneciendo viva la llama de su espiritualidad integral. 
Si bien es cierto que el origen de la filosofía es enteramente griego, y siempre se le ha acusado en el Islam de ser una ciencia extranjera, ajena a la Revelación, existe un tipo de “filosofía” islámica en la que los límites respecto a la mística no están tan claros. Pues no hay que olvidar que en la filosofía griega Platón hablaba en última instancia de una cierta “intuición”, un conocimiento directo, noético, por encima del discursivo, que percibe lo universal en lo individual, y que la intuición espiritual es precisamente una visión o presencia inmediata de lo divino en el orden creatural.
Según dio a conocer Henry Corbin, será Suhrawardi de Alepo quien iniciará un movimiento en Persia que combina la filosofía con elementos espirituales: el de los ishraquíes o iluministas de Oriente. En él confluyen y se armonizan la tradición griega hasta Platón, la tradición persa zoroastriana y el sufismo o gnosis propiamente islámica, en toda una “metafísica de la Luz”. A diferencia de Occidente, en Oriente no se separaron filosofía y mística plenamente y continuaron así durante la época moderna.
Definir el Sufismo

El sufismo no es una simple expresión poética o musical, por mucha inspiración que se le encuentre y aunque a veces recurra a ella; tampoco puede definirse de manera filosófica, es decir, bajo conceptos racionales, por muchas descripciones que se intenten hacer; y ni siquiera se deja atrapar por la dialéctica característica de la teología, que pretende racionalizar lo revelado.
 Su naturaleza apunta a la realización espiritual misma, que no es otra cosa que la toma de consciencia de “aquello que realmente es” y “fuera de lo cual no hay realidad posible”, donde categorías como sujeto y objeto, fenómeno y noúmeno, esencia y existencia, interno y externo, luz y oscuridad, criatura y creador, se evaporan en lo que podemos apuntar como “el Sí mismo”, la “Ipseidad absoluta” (tal y como se han traducido nociones altamente metafísicas como el Atman en el hinduismo o la Huwiyya en el sufismo).
La reintegración plena y consciente de la Unidad de la existencia (wahdat al-wuyud) constituye el acto máximo de síntesis en el Hombre, su finalidad esencial como la criatura más excelsa de la creación (13). Es por esto que en el Islam el hombre es definido con el atributo de al-yami’u, el que une, sintetiza, junta. 
 Pero esta facultad que lo caracteriza no reside en la potencialidad intelectual tal y como hoy se entiende, en la mayor sofisticación mental o capacidad de abstracción, ni mucho menos en lo sentimental y subjetivo, sino que si existe un lugar que permita realizar esta operación alquímica, éste no es otro que el simbolizado por el Corazón: centro del Ser y del Mundo (14), tabernáculo del templo interior en el que desciende el Espíritu pacificador (sakina), órgano de unión del Cielo y la Tierra en el Hombre (15). 
 Los sufís hablan de la visión del “ojo del corazón” (‘ayn ul-qalb), evidentemente un órgano sutil de Conocimiento que en todo profano permanece dormido, sin ni si quiera tener consciencia de su existencia. Su apertura plena sucede a la par que la caída del velo ilusorio que representa el ego (nafs). Cuando esta pseudo-realidad “cosificada” desaparece de la consciencia, no queda más que Presencia en estado puro, vivenciada como un sabor intenso a Realidad (dhawq al haqq). En relación a esto Ibn atta illah de Alejandría decía “Vacía tu corazón de alteridades, y lo llenarás de intuiciones gnósticas y misterios”(16). Lo individual-egoico se ha fracturado, ha dejado de ser un fósil de experiencias traumáticas o placenteras, y ha devenido un “suceso fugaz” que es presenciado desde la inmensidad del Espíritu. 
Este momento, regreso de la temporalidad a su origen eterno, Síntesis e Identidad Supremas, Realidad con mayúsculas, en lo que consiste la realización espiritual, es el eje vertebrador del Islam, su médula interior, tal y como se ve en la doctrina del Tawhid: el paso de la Multiplicidad a la Unidad.  El tawhid es la máxima con-centración del hombre en la Contemplación (interior y exterior) de sí mismo (17), es decir, la re-unión de lo disperso de su ser y la re-ligación de sí mismo con su creador (que no es algo externo a él). 
Si en el orden natural la exterioridad de los cuerpos se fusiona con la interioridad de las almas, en el orden divino la exterioridad del Espíritu formador o “Anima mundi” se confunde con la interioridad del Creador oculto. Pero es que el orden natural y el orden divino se desvanecen finalmente en la Esencia unificante del Absoluto, que borra definitivamente toda diferencia entre ambos, sin decantarse hacia ningún polo en forma de monismo (naturalista u ontológico) sino afirmando la Única y Perpetua Realidad. 
Esta aniquilación radical y completa de toda huella de dualismo, con todo que ello implica, ha llevado a algunos sufís a realizar declaraciones provocativas o a desvelar exteriormente su estado secreto: por ejemplo Mansur Hallaj fue ejecutado por proclamar con énfasis “ana al-haqq” – yo soy la Verdad- (fórmula también expresada por Jesús). Y es que un compañero de Muhammad ya se refirió a que si revelaba directamente ciertas “realidades internas” que le había transmitido lo matarían, siendo una protección la cobertura externa para la mayoría, en lo que consiste el exoterismo. En relación a esto también se refirió el Profeta a que había siete (número simbólico) niveles fundamentales de comprensión del Corán, cada uno más profundo y elevado hasta alcanzar la realidad nuclear y esencial (haqiqa).
Es cierto que existe una manera exotérica de considerar el Tawhid, como muchos ulemas y juristas interpretan, muchas veces de modo tan superficial que abocan en propagandas “morales”, pero el sentido profundo es siempre el esotérico, que dota de significado auténtico a la shahada o profesión de fe musulmana (primer y principal pilar del Islam): si traducimos su primera parte - la ilaha illa Allah- como “no hay más realidad (dios) que la Realidad (Dios)”, y la segunda parte - wa Muhammad rasul Allah- como “y el Hombre (Muhammad) es el mensajero de la Realidad (Al-lah)”, nos encontramos que ésta, la Realidad Absoluta, se manifiesta en el Hombre en tanto que profeta. En otras palabras, la Esencia divina, el misterium tremens cristiano, que en su impenetrabilidad permanece oculta a sí misma, hace posible el Conocimiento de sí misma a través de la Luz, que se coagula arquetípicamente en el Hombre Universal (18) como soporte, espejo, receptáculo, istmo. La Revelación profética, como fenómeno humano y suprahumano a la vez, es la máxima expresión de la naturaleza y el cosmos, pues los transforma en pura teofanía. 
En el Sufismo la pura Trascendencia de Al-lah corresponde a su Majestad (Yalal), el Absoluto sobre Sí mismo y por tanto incognoscible, mientras que la Manifestación divina corresponde a su Belleza (Yamal), su revelación a través de formas y estados que sí permiten el conocimiento sagrado o gnosis (ma’rifa)(19). En el recorrido iniciático, el aspirante atraviesa los laberintos de su alma en un sinfín de estados alquímicos, contractivos o expansivos, según sea la relación con lo divino: siendo el efecto producido por su Belleza de familiaridad y Gracia divinas y el producido por su Majestad de Temor reverencial. Estos dos aspectos divinos, análogos a las columnas del Rigor y la Misericordia de la cábala hebrea, se despliegan simbólicamente en los 99 atributos o potencias de Al-lah, siendo el número 100 el nombre de la Esencia inmanifestada. Estos nombres o emanaciones divinas pueden verse como las primeras determinaciones relacionales de lo Absoluto mismo, de la pura Unidad metafísica: el Primero, el Último, el Interior, el Exterior, la Luz, el Creador, el Poder, etc (20). 
En relación a esto están también los dos grandes momentos, en realidad simultáneos, que se dan en el sufí cuando se alcanza la unificación plena y efectiva: el estado de extinción de su ego o fana (similar al nirvana hindú) y el estado de permanencia y subsistencia en Al-lah o baqa. Este supremo estado espiritual, contemplación del Sí mismo en su creación, también se ha definido tradicionalmente como de Ihsan (21), excelencia de comportamiento, belleza y bondad infinitas que brotan espontáneamente del Ser. Es aquí donde Amor y Conocimiento confluyen, donde el viajero espiritual toma consciencia de que no hay vía ni senda, ni viajero ni destino, pues todo está dado desde la eternidad, en su danzante quietud. Comentando el verso coránico “Dios era y no había nada con Él”, el sufí Ibn atta illah de Alejandría añadió “y es ahora como era entonces” (22).

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Pues bien, esto sería una breve síntesis de las definiciones metafísicas que se han dado en el (fatal) intento de definir mentalmente el Sufismo, algo en esencia indescriptible y que un autor contemporáneo ha sugerido con la siguiente imagen: “de vez en cuando una Revelación fluye como una gran ola de marea desde el Océano de la Infinitud hasta las orillas de nuestro mundo finito; y el sufismo es la vocación, la disciplina y la ciencia de sumergirse en el reflujo de una de estas olas y ser arrastrado con ella hasta su Fuente eterna e infinita”(23).  También en referencia a esta identidad de origen y destino en la vía espiritual, que no es otra que Al-lah mismo, Ibn Arabi expresó: “Nadie, salvo Él mismo, puede verle. Nadie, salvo Él mismo, puede asirle. Nadie, salvo Él mismo, puede conocerle. Nadie distinto de Él puede ocultarle. Él se ve y se conoce a Sí mismo. Su velo impenetrable es su propia Unidad. Él mismo es su propio velo. Su velo es su propia existencia. Su Unicidad le vela de forma inexplicable”(24).  
Como se ve uno de los motores que hace avanzar al discípulo en la vía sufí es el estado de perplejidad (hayrah), que hace despertar la intuición suprarracional necesaria para atravesar las aguas intermedias del alma. Y en esto es análogo al método zen del koan, que pretende liberar a la mente meditando sobre la paradoja. 
Y es que si bien el Corán, en su sentido profundo tal y como se expresa en varios pasajes, no es más que un llamamiento al Recuerdo de la Realidad radical (el hecho de que todo perecerá excepto la Faz de Al-lah, de donde todo procede y todo regresa), nos encontramos de facto con una gran contradicción existencial a integrar, desgarro total del ser humano, expresada en estos dos versículos que evocan respectivamente la lejanía y la proximidad máximas de Al-lah: “la vista humana no le alcanza” (6:103) y “Al-lah está más cerca del hombre que su vena yugular” (50:16). 
¿Cómo unificar la trascendencia e inmanencia divinas, cuando Al-lah se manifiesta en su ocultación; cuando sólo trascendiendo la manifestación aparece manifestado con nitidez; y cuando su expresión es su silencio y su presencia su ausencia? Su inmanencia es el Hombre y su trascendencia el Absoluto, pero existe un punto infinitesimal en las profundidades del corazón donde convergen, y es desde ahí donde el Profeta dice: “Yo soy Él mismo y Él es yo mismo, con la excepción de que yo soy el que yo soy y Él es el que Él es”.
Ser y no-Ser, Identidad y Devenir, Luz y Oscuridad, Uno y Múltiple, Absoluto y Relativo, se diluyen en las profundidades más “insondables” de la existencia, como lo expresa nítidamente Abdel Karim al Yili: “Con “Oscuridad divina” se designa la Realidad de las realidades, que no podría calificarse como “divinidad” ni como “criatura”, al ser Esencia pura sin relación con ningún nivel divino o creatural, de manera que no se le pueden asignar ni atributos ni nombre. (…) Debes saber que tú estás con respecto a ti mismo en un estado de oscuridad en el sentido de que la totalidad apenas se te manifiesta, sea cual sea el horizonte de tu conocimiento de ti mismo…, no eres más que una esencia oculta en la oscuridad; ¿acaso no has aprendido que Allah es tu esencia y tu ipseidad?”(25)



(*) Trabajo publicado originalmente en el VI Boletín de Estudios de Filosofía y Cultura Manuel Mindán. Universidad de Zaragoza. Calanda, 2011. 



NOTAS:

1- Entendido así, el “conocimiento metafísico” es sinónimo del “saber iniciático” que se atribuye a la mística genuina. Este Conocimiento es inseparable del Amor, siendo éste su verdadero motor. El Sol, símbolo de símbolos, se manifiesta mediante la Luz (Conocimiento) y el Calor (Amor) siendo dos aspectos de una misma realidad metafísico-espiritual. 
2- El uso de “tradición sagrada” es aquí más amplio que el de “religión”, pues el término “religión” tal y como se entiende en Occidente sería más exclusivo de las tres tradiciones del Libro (Judaísmo, Cristianismo e Islam), que presentan un exoterismo más nítido. 
3- En la recreación simbólica del acto primordial de la génesis del cosmos, se instaura un templo (espacio) y un rito (tiempo) con un sentido no sólo cíclico sino cualitativo, singular y único, nada que ver con la concepción moderna del espacio y del tiempo (Newton, Kant), como mera abstracción vacua, cuantitativa y uniforme. Para una exposición del simbolismo cosmogónico del espacio sagrado y el tiempo sagrado en las civilizaciones tradicionales, ver Eliade, M.  Lo sagrado y lo profano. Barcelona: Paidós, 2005, y Guenon, R.  Símbolos fundamentales de la Ciencia Sagrada. Barcelona: Paidós1995.
4- Se usará el nombre propio árabe “Muhammad”, que significa “el muy alabado, el colmado de alabanzas”, frente a la occidentalización “Mahoma”, de supuestos orígenes peyorativos según algunos, procedente de “maozím”, el falso dios o profeta que menciona el Libro de Daniel.
5- Método jaculatorio-espiritual destinado a “ritmar” el alma conforme a un orden sagrado, análogo al de otras tradiciones, como el mamtra hindú o el hesicasmo del cristianismo ortodoxo. Se suele traducir por “recuerdo de Al-lah” y su órgano operativo es el simbolizado por el Corazón. No hay que olvidar que la etimología re-cordis significa “volver al corazón”, y que el término griego a-letheia, traducido comúnmente por “verdad”, hace referencia a desvelamiento, quitar el velo del olvido. 
6- Esta idea ha sido desarrollada fundamentalmente por el Islam chií, en referencia a su concepción esotérica del Imam oculto, pero también por el sufismo sunní y sus jerarquías iniciáticas con el Polo espiritual (qutb) en la cumbre. De hecho la gnosis chií y el sufismo priopiamente sunní, más allá de los desarrollos históricos, reciben el mismo flujo vertical de  la realidad espiritual de Muhammad, como expresiones de un mismo esoterismo islámico.  
7- Hay que precisar que aquí Intelecto tiene un significado más original, próximo al Nous o al Logos griegos de algunos autores antiguos, como facutlad gnóstico-espiritual, y no tanto en un sentido filosófico-racional como se ha visto sobre todo desde la Edad Moderna. 
8- El verdadero sabio es el que “saborea” (etimología común de “sabor” y “saber”), siendo su conocimiento experiencial y vivido y no sólo teórico-especulativo. 
9- “… el Mundo es imaginario y carece de existencia verdadera. Tú te lo imaginas como algo añadido, existente per se fuera del Verdadero, y no es así. Has de saber que tú eres Imaginación, y que todo lo que percibes y aquello de lo que dices ‘no soy yo’ también es Imaginación, puesto que la existencia toda es Imaginación sobre Imaginación, siendo la Existencia verdadera únicamente Dios, o más específicamente su Identidad, su Esencia.” Ibn Arabi. Los engarces de la Sabiduría. Madrid: Hiperión, 1991, pág. 52.
10- Todo ello sin negar la trascendencia divina, incognoscible y aniquiladora en esencia. La experiencia sufí no puede reinterpretarse como “panteísta” en el sentido moderno y occidental del “Deus sive natura”, pues lo Absoluto no se agota en la manifestación. 
11- Antón Pacheco, J.A. Silsilah y fenomenología en Ibn Arabi. págs. 29-32. Revista Sufí nº 7, 2004.
12- Citado en Corbin, H. La imaginación creadora en el sufismo de Ibn Arabi, “En los funerales de Averroes”. Barcelona: Destino, 1993.
13- Como recuerda el pasaje coránico 2:30 en el que Al-lah enseña a Adán el nombre de todas las cosas, trasmitiéndole un conocimiento superior al de los ángeles. Posteriormente la jerarquía angelical es ordenada a postrarse ante el nuevo ser, cosa que se lleva a cabo exceptuando el ángel rebelde Iblis (el diablo, satán: el adversario que siempre divide).
14 En el hinduismo, y más concretamente en el kundalini yoga, los vórtices energéticos (chakras) son un total de 7; si partimos del correspondiente al Corazón, nos encontramos con tres inferiores (conectados con los estados pasionales, tendencias bajas de animalidad) y tres superiores (relacionados con facultades intelectuales y angélico-espirituales). Otro simbolismo central del Corazón lo podemos ver astrológicamente cuando aparece en analogía con el Sol (con tres planetas superiores y tres inferiores en el sistema tradicional), y su correspondencia alquímica con el Oro en el que se transmutan los demás metales-planetas al final de la obra, expresando la purificación del alma mediante el solve et coagula, “materializando el espíritu y espiritualizando la materia” como suele decirse. Por lo tanto no es otro el lugar que integra lo inferior y lo superior en perfecto equilibrio y armonía. El Sufismo trabaja de la manera más nítida y directa posible la equivalencia Centro del Ser = Corazón = Unidad. 
15- Según una tradición (hadiz) referida a Al-lah: “Mi tierra no Me puede contener, ni tampoco Mi cielo, pero el Corazón de Mi siervo creyente Me contiene.”
16- Ibn atta illah. El libro de la Sabiduría. [Hikam 206]. Madrid: Ed. Sufí, 2001.
17- Según otro hadiz: “Quien se conoce a sí mismo, conoce a su Señor”; que bien podría completar al “conócete a tí mismo” inscrito en el oráculo de Delfos.
18- La tradición hebrea habla del Adam Kadmon (el Hombre Primordial), el taoísmo del Chen-jên (el Hombre Trascendente), y el hinduismo de Purusha (aspecto celestial-masculino primordial). También el hermetismo ha transmitido la enseñanza de que el Hombre es un pequeño cosmos (microcosmos) y el Cosmos un gran hombre (macrocosmos), analogía simbólica que fundamenta ciencias sagradas como la astrología y la alquimia. 
19- Como bien reza otro conocido hadiz: “Era un tesoro oculto, quise ser conocido y cree a las criaturas”.
20- Es de resaltar también que el atributo por excelencia que reafirma el Islam es el de la Misericordia divina (Rahma), como cualidad primordial y existenciadora que todo lo inunda. Al-lah es invocado constantemente, al comienzo de cada azora coránica, al comienzo de los rezos o al comienzo de cualquier actividad mundana, como ar-Rahman ar-Rahim, muestra de su exuberancia, plenitud y rebosante poder creador. 
21- Esta es la estructura ternaria del Islam que transmitió el Profeta: al grado básico del Islam, como aceptación de la Voluntad divina de todo creyente, le sigue el del Iman, la fe y confianza plena que le hace avanzar en la Vía, y por último culmina en el Ihsan, el más interior, realización espiritual y visión de Al-lah en cada acto. 
22- Ibn atta illah. El libro de la Sabiduría. [Hikam 37]. Madrid: Ed. Sufí, 2001
23- Lings, Martin. ¿Qué es el sufismo?. Palma de Mallorca: Olañeta ed., 2006, pág. 11.
24- Ibn Arabi. Tratado de la Unidad. [Risalat al Ahadiyya]. Málaga: Ed. Sirio, 1987.
25- Yili, Abdel Karim. El Hombre Universal [Al insan al kamil]. Madrid: Mandala ed., 2001. pág. 63