Hace poco mientras revisaba una breve obra del joven Mircea Eliade, (Una nueva filosofía de la Luna, Editorial Trotta, 2010) no pude dejar de sorprenderme por la actualidad y vigencia que su obra parece aun ejercer sobre la cultura contemporánea, sedienta de mascaradas e iconografías que destellen el imaginario colectivo de los individuos que la conforman, una sociedad desgarrada por la tiranía del relativismo absoluto. El resultado de todo ello se ve reflejado en la primacía de los lenguajes tecno-cientificistas del mundo actual, fenómeno que ha virtualmente empequeñecido la capacidad reflexiva mas íntima del ser humano.
En un breve pero muy significativo ensayo sobre el papel de la Luna en la ascensión del horizonte de la cultura en los albores de la humanidad, Eliade nos propone buscar la reflexión adecuada para entender el papel del astro terrestre en la conformación de la conciencia humana y su subsiguiente influencia en la concreción del fenómeno conocido como “Cultura”. Ahora bien, en el lenguaje del pensador rumano, por lo demás un lenguaje proverbial que logra plasmar una hermenéutica del mito, la cultura posee un valor absolutamente capital para con lo religioso, lo cosmológico y lo espiritual, en suma, lo sagrado. Y en toda su obra lo sagrado está estrechamente vinculado al despertar de la agricultura, o sea el culto a la tierra y su relación con la renovación de la vida. Cultivar y culto son pues dos acepciones recíprocas y denotan la cualidad polisémica del término cultura. En la cosmovisión de Eliade, la Luna, como astro menor que circunda la Tierra, a pesar de su pequeñez en comparación con el gran astro solar, posee una significatividad irrefutable en la formación del carácter humano, pues ha sido gracias a su constante presencia que la humanidad ha sabido establecer un vínculo directo con la naturaleza, haciendo posible el puente entre cosmos y humanidad. Ese gran salto ha significado pues que el ser humano haya sido finalmente capaz de integrar el conocimiento de la naturaleza a su condición existencial, transformándolo en lenguaje, y consecuentemente en cultura.
Aquí cabría preguntarse, qué consecuencias alberga entonces tal salto cosmocéntrico para la humanidad actual, tan sedienta de nuevos mitos y símbolos que vivifiquen su existencia confinada por los contenidos de un realismo obsceno. De hecho, nos podemos plantear que tipo de presencia adquiere hoy en día una Luna que aparece cada vez más cercana a nosotros a través de la imagen audiovisual y que sin embargo permanece más misteriosamente lejana de nuestra experiencia onírica. ¿No será precisamente su capacidad para despertar enigmas en los enclaves más profundos de nuestra psyche lo que hace de ella una fuerza que fecunda nuestra aptitud intuitiva más subrepticia? Por lo demás, no resulta antojadizo admitir que los tiempos en los que vivimos nos fuerzan a recuperar parte de aquella capacidad “sintetizadora” de la humanidad que hizo posible la transformación de la vida en cultura, es decir un modo de pensar la vida como una manifestación circular en la cual el sentido de la muerte no es vista como la culminación de un ciclo sino como la impronta de la eterna recurrencia de lo manifestado. En síntesis, tal salto nos revela aun hoy que la transformación del cosmos se lleva a cabo en la misma dimensión del ser humano y a través de su figura a toda manifestación o creación que este realice.
Dejando de lado toda especulación gratuita, y precisamente ahora que acabamos de presenciar una Luna llena equinoccial bastante significativa que ha detonado las conjeturas más disímiles, cabe preguntarse cómo es posible entender a la Luna, precisamente hoy cuando la ciencia empírica y la ideologización del pensamiento y del arte nos han robado gran parte del encanto por lo simbólico. De hecho tal pregunta no puede ser concebida como un ejercicio banal precisamente porque en el estado de las cosas en el que vivimos, resulta desesperante testimoniar el grado de desgaste al que ha llegado la sensibilidad moderna. Y la prueba de ello es precisamente esa eclosión general por lo onírico, por lo mágico, y en definitiva por lo sagrado, eclosión, que aunque a veces desesperada, nos revelaría un urgente deseo por manifestar una cualidad que se presiente oculta. ¿No será que la civilización occidental moderna, fruto de su obsesión por el logos conceptual, ha dejado de lado el enclave ignoto del ser humano -léase lunar- precisamente porque el lenguaje de la razón era incapaz de comprenderlo? Ya Nietzsche había dado el grito de alerta cuando concibió, con un finísimo olfato interpretativo, que la cultura moderna era una manifestación incompleta, un lenguaje monocorde que había dejado en el oblivio a su sostén primordial: lo dionisíaco como condición existencial –que no existencialista- o en otras palabras el complemento lunar del saber racional.
La fuerza de todo organismo vivo radica justamente en el reconocimiento de este elemento lunar, complemento primordial del aspecto solar que se hace presente en cada entidad, sea este el ser humano, la sociedad o la cultura. Entonces, si uno de los rasgos más patentes de la cultura contemporánea es su incapacidad para incorporar la experiencia de lo lunar mediante un lenguaje que pueda hacer posible la integración de la misma en la visión “apolínea” de la vida, es decir en la visión donde el logos es pura razón conceptual, podemos inferir que tal despertar es una auténtica aspiración por lo imaginario, término, que muy a pesar del fracaso del surrealismo, sigue poseyendo una vitalidad esencial en la búsqueda por lo sagrado. Y el papel de la Luna para este nuevo despertar será clave para la creación de un idealismo simbólico que exprese auténticamente el pathos de la existencia humana.
Ninguna civilización, excepto la moderna, ha subsistido sin ella, incluso en aquellas donde el aspecto de un logos solar ha sido predominante, la fuerza de lo eterno femenino ha permanecido intacta, así lo vemos en el taoísmo, el tantrismo, el sufismo, la alquimia, la cábala, las culturas precolombinas, etc. Todas estas tradiciones, que poseen elementos lunares en menor o mayor grado, han integrado elementos del cosmos en la experiencia humana –ya sea a través del arte, a través del conocimiento o a través de la experiencia religiosa- revivificándola y reintegrándola en un orden donde naturaleza y espíritu son una comunión indisoluble y sin embargo diferenciada. En los tiempos de la cuaresma el símbolo de la Virgen María como madre de Cristo debe ser entendido como la cualidad de lo manifestado que concibe lo no-manifestado en su seno, como signo y prueba del misterio de lo sagrado, pues el espíritu sopla donde quiere y cuando quiere.
Finalmente hemos de acotar que ni siquiera la cultura moderna ha estado totalmente ausente de su influencia, pues su presencia se ha manifestado principalmente a través del arte y la literatura, pudiendo mencionar desde Gerard de Nerval hasta expresionismo alemán o la poesía de Gabriele D’Annunzio, en cuyas obras se dejan sentir los ecos de la fuerza primordial que la Luna nos revela. Solamente el reconocimiento de esta cualidad que se manifiesta en nosotros hará posible la floración de una devoción por la vida y la humanidad que se transforme en amor y conocimiento y en última instancia en libertad.